Abbaye de Scourmont

Página de Dom Armand Veilleux

 

 


vida religiosa en general



 

 

 
 



El papel de un capítulo general

en el proceso de re-fundación de un Instituto religioso

    [Articulo publicado en Vida Religiosa, 82 (1997) 303-312, en un numero especial de la Revista sobre el tema: "¿Refundarían los Fundadores sus Institutos?"]

Cada Instituto religioso vive el Evangelio según un carisma determinado, que, en principio y generalmente, ha sido el carisma de un fundador o fundadora recibido y asumido por ese grupo de discípulos que formaran la primera comunidad. Dicho carisma ha venido siendo re-interpretado sin cesar a través de los años, incluso de los siglos, en función de las nuevas necesidades de la Iglesia y de la sociedad, as' como de las nuevas situaciones culturales. En ese carisma inicial, como en su fundamento, se basa todo el Instituto. Todo esfuerzo de renovación no viene a ser sino un retorno a tal fundamento, es decir, una re-fundación.

Al urgir a todos los Institutos religiosos su labor de renovación, el Vaticano II apuntaba ya la secular institución del capítulo general como el más privilegiado instrumento para llevarla a cabo. A través de un Capítulo general es como asume nuevamente un instituto su carisma fundacional, haciendo de él una relectura en función del contexto eclesial y cultural de hoy y adoptando las más oportunas o necesarias decisiones para su renovada inserción en el entramado humano y eclesial contemporáneo.

El capítulo general como acontecimiento eclesial

Más que simplemente dado, un carisma es algo que se le ha confiado a alguien. No pertenece a la persona o grupo que lo reciben, sino a la Iglesia. Vale, exactamente, para el carisma de un Instituto religioso. Sin dejar de ser algo propiamente suyo, no lo es en propiedad exclusiva. Pertenece también, por su misma naturaleza, al pueblo entero de Dios, y no solamente a esos cientos o miles de miembros que forman actualmente el Instituto. Son ellos sus custodios, no sus propietarios. Es el pueblo de Dios, en su conjunto, el que tiene su derecho, y hasta su deber, de vigilancia sobre esta parte de su patrimonio: derecho y deber que ejerce la jerarquía eclesiástica en nombre de dicho pueblo de Dios, sobre todo a través de la aprobación de las Constituciones de cada Instituto(1).

El Capítulo de un Instituto no es, pues, un asunto privado que solamente afectara a los miembros de tal o cual Instituto. Se trata de un acontecimiento eclesial que interesa a toda la comunidad cristiana. Normal es, pues, que ella se interese y se preocupe por sus orientaciones. Para un Instituto no deja de ser una privilegiada oportunidad para la toma de conciencia nueva de sus vínculos con la Iglesia, cuya misión desempeña dentro de un sector determinado, y con el mundo al que por Cristo ha sido enviado.

Pueden los cristianos reunirse para vivir juntos o como grupo su vida cristiana con toda libertad y sin necesidad de reconocimiento jurídico ninguno. Pero desde el momento en que aspiran a ser reconocidos por la Iglesia como Instituto religioso, aceptan reconocerse custodios de un carisma eclesial. Cuando tal grupo está formado por una comunidad de comunidades, y no sólo por una comunidad local, es decir, como Congregación u Orden, es ya dicho conjunto el que tiene desde entonces la responsabilidad de discernir colegialmente la voluntad de Dios sobre él. El Capítulo general es todo un tiempo fuerte de tal discernimiento.

La vida consagrada pertenece, efectivamente, a la estructura misma de la Iglesia. Es tan antigua como ella. Aun cuando, según cierta corriente, hubiera nacido hacia finales del siglo segundo de nuestra era, con la aparición del monaquismo organizado, ello sólo es aquí una avenencia de historiadores. Ese monaquismo institucionalizado en tiempos de un Antonio o de un Pacomio no es sino una radical continuación del ascetismo cristiano de los tres primeros siglos. En realidad, la vida religiosa remonta sus orígenes a la primera generación cristiana, incluso al acontecimiento de Pentecostés.

Más aún: cuando, ya desde la primera generación cristiana, se sienten llamados algunos fieles a adoptar como forma permanente de vida ciertas renuncias radicales pedidas por Jesús a quienes aspiraban a seguirle, de hecho se encuentran en la cultura ambiental con una corriente religiosa de orientación ascética y mística en la que hasta el mismo Jesús se había de alguna manera insertado al hacerse bautizar por Juan y que él asumiera en su forma de vida con sus discípulos. Cuando, tras varios siglos de fecundación de esta corriente, mediante el mensaje evangélico, y de progresiva purificación de sus manifestaciones externas, aparece el fenómeno estructurado del monaquismo, nos hallamos poco menos que al final de un proceso de inculturación admirablemente logrado. Un proceso llamado a continuarse y a ser incesantemente reemprendido.

Existe una estrecha relación entre renovación, evangelización e inculturación: tres palabras que, en nuestro contexto, designan una misma realidad vista desde ángulos un tanto diferentes. La evangelización se realiza mediante el encuentro del Evangelio con una cultura. Tal encuentro provoca una transformación de la cultura, con lo que el Evangelio mismo viene a encontrar una nueva forma de expresión. Inculturación se denomina en nuestros días este fenómeno. Dada la incesante evolución de toda cultura, y ante el hecho de sus radicales y rápidas transformaciones que aquella experimenta en ciertas épocas, deberá nuevamente confrontarse, en sus nuevas formas de existencia, con el Evangelio y por él ser de nuevo fecundada. Es el proceso hoy denominado nueva evangelización, siempre necesaria no porque la anterior no hubiera alcanzado o hubiera perdido su vitalidad -- lo cual no deja de ser posible--, sino sencillamente porque la realidad "evangelizada" ha venido a ser otra y debe, en su nueva forma, ser nuevamente confrontada con los retos del Evangelio.

Si toda verdadera inculturación es una nueva evangelización, toda renovación --por el hecho de no ser un acto de una vez para siempre, sino un proceso ininterrumpido--es una re-fundación, ya que consiste en re-descubrir los sólidos fundamentos del Evangelio bajo esa espesa capa de humanidad, de historia y de tradiciones acumuladas a lo largo de dos mil años de cristianismo y de algunos-- pocos o muchos -- siglos de historia del Instituto.

El Instituto en actitud de escucha

Con ocasión de un Capitulo general --y vale también para los Capítulos provinciales y locales--, el Instituto ha de ponerse en actitud de escucha. Escucha, en primer lugar, de la Palabra de Dios, que le llega a través de su propia tradición, así como a través de lo que viven, captan y dicen sus miembros, y que le llega también, ya a través de lo que el Espíritu dice a la Iglesia de hoy, ya mediante los signos de los tiempos, es decir, en el contexto socio-cultural contemporáneo.

El Espíritu que hablara a los fundadores es el mismo que sigue hablando al corazón de cada uno de los miembros actuales del Instituto e interpelándoles en sus más concretas y variadas situaciones. Conviene, pues, que tanto durante su preparación como en su desarrollo procure el Capítulo general las formas de dar la palabra a todo cuanto se vive en el seno del Instituto. Debe escuchar la voz de quienes soportan el peso del día y del calor en las más tradicionales actividades pastorales del Instituto, como la de quienes abren nuevos frentes en terrenos desconocidos. Y debe responder tanto a los gritos de angustia de los insatisfechos como a la melodiosa voz de los satisfechos. Y debe dejarse guiar por los éxitos en las iniciativas humanas, así como dejarse enseñar por los fracasos.

Dentro de esta actitud de escucha de la Palabra de Dios, es normal que el Instituto, con ocasión del Capítulo general, haga una re-lectura de los textos fundamentales de su Tradición, así como de la vida del fundador y de la primera comunidad. En efecto, en el origen de cada carisma religioso, generalmente no sólo existen una o varias personas carismáticas, sino también algún escrito fundamental, como, por ejemplo, la Regla de san Agustín, de san Benito o de san Francisco de Asís. Como la Biblia o cualquier otro escrito, tales textos están llenos de unas casi ilimitadas significaciones, cuya riqueza de sentido no se hace evidente más que a través de un incesante y renovado diálogo entre el texto y las personas que lo leen en sus respectivos y diversos contextos históricos. Solamente las personas--o los grupos -- en hondo contacto con la cultura de su tiempo y con lo que el Espíritu dice en este momento a la Iglesia son capaces de ir alumbrando esa riqueza de sentido contenida en los antiguos textos.

Sabido es cómo, una vez salido de la pluma de su autor, asume el texto una existencia autónoma y adquiere una nueva significación cada vez que es leído; cada lectura constituye una interpretación, que es, a su vez, revelación de una de las casi infinitas posibilidades que el texto lleva en sí mismo. Tales escritos, con los acontecimientos con que vienen entretejidos, van adquiriendo sin cesar un sentido nuevo cada vez que se leen.

Los Capítulos generales anteriores al Vaticano II no eran de ordinario en muchos Institutos más que Capítulos de elecciones. Al presentarlos el Vaticano II como uno de los principales medios de renovación(2), los Capítulos generales del postconcilio se dedicaron a la revisión de las Constituciones y, en general, a la renovación de los Institutos, que, tal vez, durante largo tiempo han seguido centrando toda su atención en la propia vida interna y en su propia organización.

Pero una renovación verdaderamente eclesial exige que los Institutos de vida consagrada ejerzan incluso a través de sus Capítulos generales una función no menos eclesial. Para lo cual les conviene ponerse a la escucha de las necesidades, aspiraciones, problemas y experiencias de todo el pueblo de Dios. Una comunidad diocesana o limitada a las diócesis de una nación puede hacer, a la luz del Evangelio, una lectura que vendrá a ser todo un servicio al pueblo de Dios que nadie como ella podría realizar de esa forma y con tan amplia perspectiva.

En épocas de profundos y rápidos cambios culturales como los que estamos viviendo en nuestros días, los Institutos religiosos pueden, a través de sus Capítulos generales, aportar a la sociedad su lectura de situaciones humanas, como por ejemplo, los masivos desplazamientos de población, la distancia cada vez mayor entre ricos y pobres, el masivo encuentro de las culturas y de las religiones.

El Instituto debe, igualmente, saber escuchar lo que puedan tener que decirle los laicos sobre sus aspiraciones o sobre lo que ellos esperan de los religiosos. Quién ignora que no pocas fundaciones religiosas comenzaron como movimientos laicales, reconocidos después oficialmente por la Iglesia como Institutos religiosos? Quién no sabe que, incluso, ciertas reformas de la vida religiosa, como las grandes reformas monásticas del siglo XII y, en particular, la del Císter, fueron la respuesta a las aspiraciones, esperanzas e interpelaciones de movimientos laicales en el seno de la Iglesia durante todo su siglo anterior? Un fenómeno al que todos los Institutos deben, pues, prestar atención en nuestros días es que un gran número de laicos, en todas las partes del mundo, se sienten llamados a participar no solamente en las actividades y misión de tal o cual Instituto religioso, sino también en su misma espiritualidad, sin por eso dejar de mantener sus obligaciones y su especifica situación en el mundo. Tal vez no pocos Institutos tengan que reconocer con toda humildad que el Espíritu de Dios, definitivo "propietario" de su carisma, está dando a dicho carisma nuevas formas de expresión que jamás ellos habían osado imaginar.

De la escucha, a la palabra

La palabra escuchada, asimilada y, por eso mismo, interpretada, no puede celosamente encubrirse. Quema en las entrañas, y debe transformarse en palabra transmitida. La palabra del Capítulo general está, evidentemente, dirigida al propio Instituto, del que son delegados los respectivos capitulares; pero deberá, igualmente, al menos en determinadas circunstancias, tener la valentía de dirigirse al pueblo de Dios y a la sociedad civil. Cosas hay que, una vez escuchadas, no se tiene ya derecho a dejar de proclamarlas desde los tejados. Esa palabra sólo llenará, evidentemente, su función cuando se haga comprensible a aquellos a quienes va dirigida. Inútil parece, y hasta impertinente, decirlo: no pocos textos elaborados por los Capítulos generales-- como por otros organismos eclesiásticos utilizan, por desgracia, un lenguaje poco asequible.

La nueva interpretación de los textos fundacionales no tiene, sin embargo, por qué expresarse necesariamente en nuevos escritos, comentarios o circulares; debe sobre todo expresarse en acciones, gestos o tomas de orientación, en una vida de santidad transformada por el diálogo con aquel texto. Se transmitirá entonces la tradición a las sucesivas generaciones no tanto a través de unos escritos del Capítulo general cuanto a través de la misma vida del Instituto, transformada por dicho contacto.

Un Capítulo general es para el Instituto el momento de re-definir su identidad. Pero se ha de evitar aquí un escollo. No puede quedar tal re-definición en conceptos abstractos. No debiera ser tampoco fruto de un análisis científico de los escritos primitivos o de la historia del Instituto hecho por unos especialistas. La identidad de una comunidad no se expresa con una fórmula, sino por unas concretas decisiones que implican el renovado sentido de una vocación, el reconocimiento de una misión específica y, en no pocos casos, por un admitir la necesidad de conversión y un comprometerse a realizarla en la vida de cada día.

En efecto, nuestra identidad no es algo que podamos nosotros mismos determinar. Nos viene de la respuesta a una llamada percibida como tal; y esa respuesta no deja de ser nueva. No es, pues, nuestra identidad algo que podamos descubrir únicamente con el estudio de nuestro pasado. La verificamos respondiendo a las llamadas que el Espíritu nos hace hoy. Pero lo que sobre todo debemos proclamar ante el mundo no es lo que nosotros somos. Es Jesucristo. No tenemos que proclamarnos a nosotros mismos, ni decir a los demás -- sean ellos cuales fueren -- quiénes somos. Tenemos que proclamar y decir quién es Dios. Y tenemos que decirlo a través de nuestra vida tanto como a través de nuestras palabras. En países donde no está permitido predicar el Evangelio con la palabra y donde los religiosos sólo pueden vivir los valores evangélicos -- que son los más fundamentales valores humanos -en sus ámbitos de trabajo y en sus relaciones humanas, tal vez ese sea el "testimonio" (martirio) cristiano en su estado más puro.

Y, tal vez, no menos deberá evitarse, por otra parte, la multiplicación de los denominados textos "espirituales", sin subestimar la importancia de los textos legislativos. La elaboración, por parte de un Capítulo general, de buenos estatutos sobre la formación inicial y permanente, por ejemplo, o sobre la visita canónica, incluso sobre la puesta en práctica de la opción por los pobres, puede ser una actividad más pastoral y más espiritual que la publicación de hermosos textos sobre la espiritualidad del Instituto. El Capítulo general no deberá preocuparse solamente de la calidad de vida religiosa de sus miembros actuales, sino también de la calidad de vida del Instituto mismo, cuya misión es mantener vivo y transmitir con fuerza vivificadora a las generaciones venideras su carisma a través de un coherente complejo de doctrina, tradiciones, observancias y ritos.

A través de su Capítulo general está todo Instituto llamado a fijar una mirada amorosa y compasiva sobre el mundo que le rodea, en el que vive y al que ha sido enviado con una específica misión. Cuántas palabras inanes en no pocos escritos calificados de "religiosos" y en los que se juzga en bloque al mundo moderno de malo y corrompido o en los que se presentan a sí mismos los religiosos como una contracultura, o como un sustituto evangélico a la cultura ambiental! La historia de los Institutos religiosos y en particular la casi bimilenaria del monaquismo cristiano muestran cómo, en los momentos de gran creatividad o de renovación de algún aspecto particular, nunca faltó un grupo de hombres o de mujeres especialmente presentes a la cultura de su tiempo que supieron dar con su vida una respuesta a las más hondas aspiraciones de los hombres y mujeres de aquel tiempo, que habían llegado a ser sus propias aspiraciones.

No son escasos los religiosos que, con un simplista rechazo de la modernidad, se dejan encandilar por un movimiento filosófico que se ha autoproclamado "post-modernidad" y que es mucho más contrario a la fe cristiana de lo que pudo serlo la "modernidad" bajo no importa cuáles de sus expresiones.

Como en su conjunto los cristianos, pero de manera particular, también los religiosos están llamados a evangelizar y, por tanto, a inculturar el Evangelio o a transformar desde dentro la cultura ambiental, introduciendo en ella la levadura del Evangelio, y no precisamente proclamando la muerte o la decadencia de su propia cultura. La contra-cultura no ha engendrado nunca nada. Una vida religiosa "contra-cultural" sería anti-evangélica. Se dan, sin duda en toda cultura gérmenes de muerte y elementos en proceso de descomposición, pero que sirven de abono a las semillas de vida nueva que no dejan nunca de germinar y entallecer. La tarea de los religiosos es saber proyectar una mirada contemplativa y llena de compasión sobre esa cultura, para discernir en ella los signos de una nueva vida y promoverlos más y más. Los profetas de desgracias que han percibido los signos de muerte son ya suficientemente copiosos.

Si el Capítulo general se atiene, por ejemplo, al momento en que se vive en un país particular, incluso en una Iglesia local, donde está presente el Instituto, su mensaje a esa Iglesia o a esa sociedad, a partir de su peculiar experiencia evangélica, vendría a ser no solamente un gesto legítimo, sino incluso, en ciertos casos, la respuesta a una obligación moral. Sin caer, sin embargo, en la inflación verbal por la que parece estar pasando la Iglesia de nuestros días. No será sobre todo necesario sentirse obligados los Capítulos a publicar largos documentos en los que se analicen todos los aspectos de un problema o en los que la preocupación por el detalle viniese a ahogar toda palabra interpelante y desestabilizadora. Una breve llamada, en pocas líneas, a tal tipo de compromiso en tal o cual situación concreta, o una denuncia inequívoca, en estilo lapidario, de tal abuso de poder, de tal deficiencia en derechos humanos fundamentales, llegan a tener seguramente más peso y mayor eficacia.

Una palabra dada y recibida en diálogo

Un Capítulo general no puede ser simple quehacer de un grupo de personas elegidos para dicha tarea. Es quehacer de todos los miembros del Instituto. Los capitulares no son más que unos "delegados", que ejercen su función en nombre de todos los demás miembros del Instituto. Un Capítulo es un acto colegial y comunitario. Colegial en su funcionamiento, lo cual significa que las decisiones tomadas en Capítulo lo son del colegio de participantes legalmente designados. Y comunitario, ya que es la expresión de la vida de toda la comunidad congregacional o de todo el Instituto.

Un Instituto comenzaría a desintegrarse en el momento en que los más atentos a las necesidades de la Iglesia y de la misión y más en sintonía con el carisma del fundador se viesen obstaculizados en la puesta en marcha de sus proyectos personales, benévolamente aprobados y hasta bendecidos por los superiores, al no poder insertarlos en un proyecto comunitario. El Capítulo general tiene, pues, la responsabilidad de informar de tales proyectos individuales, de evaluarlos con toda objetividad sobre su valencia y autenticidad y de asumirlos, cuando sea menester, en nombre de todo el Instituto. No es ordinariamente otra la vía de la renovación.

Como tiempo que es de escucha, el Capítulo debe ser un momento de diálogo, ya que a través de la palabra de los demás es como se nos trasmite la palabra de Dios. El diálogo es entonces un ejercicio de docilidad a Dios. Para responder a Dios, es necesario escuchar antes a los hombres. Para escuchar la voz de Dios, hay que dialogar con los hermanos. Tal diálogo puede adoptar mil y una formas, desde un compartir el Evangelio, hasta la respuesta a un cuestionario o encuesta pasando por las reuniones de estudio, el trabajo en comisiones, la formulación de votos, las puestas en común, etc. Tal actitud de escucha es esencial durante el mismo Capítulo, como lo es también durante su etapa preparatoria.

El éxito de un Capítulo general será proporcionado a su más adecuada preparación. No se trata simplemente de una preparación técnica -- que tiene, ciertamente, su importancia--, sino de un larga disposición de los espíritus y de los corazones, de lo cual todos los miembros del Instituto deberán sentirse responsables. En realidad, el período de un Capítulo comienza el día de la clausura del anterior. A partir de ese momento comienza, efectivamente, un trabajo de conversión, de compromiso y de puesta en práctica de las orientaciones capitulares. Es tal esfuerzo el que permitirá al Instituto, hasta el siguiente Capítulo, hacer, con sus ojos y sus corazones renovados, una nueva lectura de su tradición, de su contexto cultural y eclesial, a fin de descubrir ahí su nueva significación y poder percibir unas nuevas llamadas.

Cuando se trata de un Capítulo de elecciones, hay que dejarse guiar por el Espíritu, para elegir, no a la persona más placentera o con más visos de buen administrador, sino a la considerada mejor capacitada para dirigir al Instituto en la prosecución de su misión y en la lectura incesante de la voluntad de Dios. Tales elecciones van generalmente acompañadas de misas solemnes del Espíritu Santo y de plegarias para la recepción de luces. Nada más laudable. Pero no se renuncia demasiado fácilmente a la responsabilidad de discernimiento, pensando que el elegido será de hecho el candidato del Espíritu Santo?

En realidad, el Espíritu Santo otorga siempre las luces necesarias. El único problema es saber cómo las utilizamos. Pedir las luces del Espíritu Santo antes de una elección es, en realidad, pedir la pureza de corazón,--que solamente él puede dar--, a fin de poder nosotros abrirnos a las luces que nos ofrece sin cesar para nuestro discernimiento. Dios no tiene candidato. Deja a los capitulares la plena responsabilidad de elección; él se asocia a tal elección, que será feliz o desgraciada para el Instituto según que los capitulares hayan o no hecho un buen discernimiento, mediante el uso de todos los medios humanos, a través de los cuales actúa el Espíritu Santo. Y sea cual fuere la aptitud o ineptitud del elegido, Dios le ofrecerá siempre su gracia, que él, por su parte, podrá o no utilizar según su personal grado de pureza de corazón.

Respecto al ambiente de las sesiones, un Capítulo debe sin duda mantener un ritmo "humano" con un horario que permita a cada uno no solamente su necesario tiempo de reposo o de sueño, sino también sus momentos de oración común y personal y sus espacios de reflexión y de encuentro fraterno. No dejaría de ser un despropósito querer hacer del Capítulo general un retiro espiritual. La escucha de la palabra de Dios propia de un Capítulo se realiza ante todo a través de un serio, responsable y exigente esfuerzo de análisis de la tradición y del contexto contemporáneo, que no desestima ninguno de los medios ofrecidos por la ciencia y las técnicas modernas, y que valora como es debido esas largas horas de escucha recíproca que pueden ser una auténtica ascesis, sobre todo cuando tal escucha debe hacerse a través de un sistema de traducción simultánea y ese constante esfuerzo de des-codificación cultural que cada uno debe realizar para mejor percibir el mensaje del otro.

Es normal que se manifiesten a veces, a lo largo del Capítulo, tensiones entre diversas tendencias. Los capitulares originarios de Asia no tendrán necesariamente las mismas perspectivas que los de Europa; los africanos podrán considerar artificiales los "problemas de la vida religiosa" planteados por los americanos; un capitular con el oficio de canciller en la Iglesia catedral tal vez no haga la misma lectura de las situaciones locales y de las necesidades eclesiales que su hermano más en contacto con la vida de los pobres en un suburbio de la misma población. Pero, cabalmente, en esa diversidad y complementariedad de lecturas está la riqueza del Capítulo. Como en cualquier otra situación similar, el reto no es hacer desaparecer las tensiones, sino vivirlas con tal espíritu de apertura y sobre todo de caridad que generen luz y energía.

Un Capítulo que no fuese aceptado por el Instituto, resultaría ineficaz. Su aceptación depende en gran parte de la activa participación que todos hayan podido tener en su preparación o de la contribución de todos a una toma de conciencia común renovada de la vocación del Instituto. Las normas que pueda publicar el Capítulo general solamente se llevarán a la práctica y serán fructíferas en la medida en que respondan a las aspiraciones de la base, que permitan el relanzamiento de una misión ya clarificada, o que pongan en marcha un proceso de conversión que responda a un colectivo examen de conciencia.

De tal Capítulo no puede sino salir un Instituto re-evangelizado, inculturado y, por eso mismo, re-fundado, puesto que se ha establecido nuevamente en sus propios fundamentos y, por tanto, en la piedra angular que es Cristo.

Armand VEILLEUX, ocso

1. No deja de ser interesante y hasta aleccionador el encontrar ya en la Regla de san Benito (Cap. 64) esta idea. Se prevé allí que, en el caso de que toda una comunidad eligiera a un abad indigno, el obispo local, los abades y los cristianos del lugar deberán ver la forma de dar un abad digno a dicha comunidad.

2. Viene recogido en el derecho canónico (e 631): " . Ie compete sobre todo defender el patrimonio del Instituto... y procurar la acomodación y renovación de acuerdo con dicho patrimonio".