Abbaye
de
Scourmont
acontecimientos monásticos
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Los
Mártires de Tibhirine Armand Veilleux Dios es amor[i]. Dios es comunión.
La salvación es participación en la intimidad de la vida de comunión
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Cristo es el testigo fiel[ii]
(ho mártus ho pistós), el mártir por excelencia, el sacramento
primordial de la salvación, porque él es la manifestación visible
del designio salvífico del Padre sobre toda la humanidad. A su vez,
la Iglesia es sacramento de Cristo, porque también ella es la manifestación
visible de la misma realidad de salvación a través del signo de
la comunión entre los hombres en la misma fe, en la misma esperanza
y en el mismo amor. La muerte de Cristo no fue un acto aislado. Ha sido
el momento culminante de toda su vida. Así es también para la vida
y la muerte de sus discípulos, llamados a dar testimonio a través
de toda su vida. Y son llamados "mártires" los que han
aceptado sufrir una muerte violenta antes que ser infieles al testimonio
que habían dado durante toda la vida. Es, pues, ante todo a través
de la propia vida -vivida hasta el fondo- como un cristiano llega
a ser mártir. En África, en tiempos de Tertuliano y de Cipriano,
la Iglesia había tenido una gran corona de mártires. Y de nuevo,
en los últimos decenios, en África del Norte numerosos testigo de
Cristo han padecido una muerte violenta como continuación lógica
y como consecuencia de su vida de comunión en nombre del Evangelio. Para otros, la muerte ha sido un evento público y ha
llamado la atención. Entre todos los que Argelia dieron testimonio
hasta la muerte, en los últimos siete años, los siete monjes de
Tibhirine son quizá los que más han llamado la atención y han recibo
las mayores manifestaciones de afecto y de interés. Pero antes de
ellos, en la diócesis de Argelia, habían muerto en el ejercicio
de su ministerio de comunión otros once ministros del Evangelio.
Después de ellos, hubo otro gran testigo de la fe, el obispo de
Oran, Pierre Claverie. Este estudio recoge esencialmente el testimonio de
los siete monjes de Tibhirine, hermanos míos en le Orden Cisterciense,
a los que he tenido la gracia de conocer personalmente. Querría,
sin embargo, decir alguna palabra antes sobre los otros mártires
de la Iglesia en Argelia durante el mismo período, y describir el
contexto en que todos estos testigos fueron llevados a derramar
su sangre. El 8 de rnayo de 1994 Sor Paule-Hélène Saint-Raymond
y el hermano Henri Vergès fueron asesinados en la biblioteca que
habían organizado para los jóvenes de un barrio popular de Argelia.
El 23 de octubre del mismo año, Sor Esther Paniagua y Sor Caridad
María Álvarez fueron muertas delante de la capilla de Bab-el-Oued.
El 27 de diciembre, siempre del mismo año, cuatro Padres Blancos
fueron asesinados en su casa, en Tizi-Ouzou eran los PO. Alain Dieulangard,
Charles Deckers, Jean Chivillard y Cristián Chessel. El 3 de septiembre
de 1995, Sor Denise Leclercq y Sor Jeanne Littlejohn fueron heridas
de muerte en Belcourt con dos balas en la cabeza. En fin, el 10
de noviembre de 1995, Sor Odette Prévost fue muerta y Sor Chantal
Galicher quedó herida al salir de su domicilio, en el barrio de
Kouba. En estos muertos se pueden notar algunas constantes.
Todos estos testigos habían establecido vínculos de amistad con
el pueblo argelino y vivían en gran comunión con la gente común,
cuya vida compartían. Todos fueron muertos en el ambiente en que
vivían y trabajaban. El mensaje de sus asesinos -o de sus mandantes
es claro: lo que les molestaba y que deseaban hacer cesar era precisamente
esta cercanía y fraternidad. No se les achacaba el hacer proselitismo,
puesto que no lo hacían. Se les acusaba de ser personas de comunión,
que condenaban con su misma vida cualquier forma de exclusión y
de violencia, viniese (le donde viniese, cualquiera que fuera la
matriz o el ideal religioso o político - de origen. Ninguno de ellos hacía política. Ninguno había tomado
posición en cuestiones que oponían a los diversos bandos de la sociedad
argelina. Y sin embargo, su vida tenía una dimensión política: trabajaban
por la construcción de la comunidad argelina. Por su nacionalidad
y su religión pertenecían a una pequeña minoría. Su presencia en
Argelia afirmaba contra todas las formas de exclusión y de desenraizamiento
del otro, el derecho a la diferencia. Ninguno de ellos era un operario solitario, que trabajara
solo y con modalidades marginales. Todos ellos eran personas de
comunidad y vivían su vida cristiana y religiosa en pequeñas comunidades,
hijos e hijas fieles de la gran comunidad que es la Iglesia, amantes
de la gran comunidad humana, sin exclusivismos de ninguna clase.
Todos encarnaban el tipo de presencia cristiana en tierra argelina
que había instaurado aquel gran obispo de Argelia que había sido
el cardenal Duval. Este último, llamado a presidir la archidiócesis de
Argelia hacia el final del período colonial -cuando parecía que
nada le hubiese preparado a una situación tan compleja, se había
revelado la persona justa para aquel momento histórico-. Durante
la guerra de independencia, supo hacerse respetar por todos, a excepción
de los extremistas de una y otra parte, afirmando la fe que tenía
en la posibilidad dada a todos de vivir como hermanos y condenando
explícita y repetidamente la violencia -todas las formas de violencia,
independientemente de donde vinieran-. Era una toma de posición
extremamente peligrosa y fue un milagro que no haya sido eliminado[iii].
El Señor quiso que él permaneciese hasta avanzada edad y mucho tiempo
después de haber dejado sus funciones ofíciales, como testigo fiel
de este tipo de testimonio cristiano. Los mártires de estos últimos
años vivieron del mejor modo el testimonio que él mismo les había
dado durante su episcopado. Y él lo vivió hasta en su muerte, porque
la causa inmediata de su fallecimiento fue, en realidad, el dolor
profundo que lo causó el aparente fracaso de la convivencia y de
la fraternidad universal que había deseado para Argelia. Todos los religiosos y las religiosas cuyo martirio
he mencionado murieron antes de los siete monjes de Tibhirine. Otro
gran testigo de la fe -discípulo y fiel amigo del cardenal Duval-
murió poco después de ellos, marcando de alguna manera el fin de
este ciclo infernal. Se trata de Pierre Claverie, obispo de Orán,
asesinado el 1 de agosto de 1996. Un bellísimo libro publicado recientemente
escrito por un hermano de orden y amigo de Claverie, el Padre Jean-Jacques
Pérennès, nos permite conocerlo más de cerca[iv].
Sin detenerse en las, circunstancias de su muerte, el autor se complace
en describir con sabiduría su testimonio, su martirio, en el sentido
profundo del término, a lo largo de toda su vida de hombre de religioso
y de obispo. Pierre Claverie había nacido en Argelia, en el barrio
Bab el-Oued, en 1938, donde transcurrió también toda su infancia
y adolescencia. Después de varios años de estudio y de formación
en Europa como dominico, regresó a Argelia, donde permaneció hasta
su muerte. Después de haber sido por varios años, director del Instituto
llamado «Los Glicinos», llegó a ser obispo de Orán en 1981. Uno
de los capítulos del libro de Pérennès lleva el título "Hacia
un encuentro gozoso con el Otro», En efecto, una dimensión importante
del camino de Claverie fue su gradual descubrimiento del otro. No
se trataba, sin embargo, de un simple descubrimiento sino de la
aceptación del otro en toda su diferencia. A partir del giro político de 1988 y sobre todo después
de los trágicos sucesos de 1992, él no cesa de afirmar la necesidad
de "vivir juntos en el respeto de las diferencias". Con
los amigos argelinos que comparten su mismo modo de ver, no cesa
de analizar las situaciones que se suceden y de aplicar este principio.
Algunos lo acusan de «hacer política». En realidad, lo que hace
es más bien un análisis serio de las circunstancias para dar a las
mismas una respuesta cristiana. La comprensión que tiene de la situación
política lo lleva a denunciar constantemente en nombre del evangelio
todas las injusticias y todas las violencias. El 15 de agosto de
1993 publica un comunicado en la prensa argelina, con el título
«No podemos callar», del cual cito algunos párrafos: «Con los católicos de mi diócesis, querría decir la
consternación y el horror que nos asaltan ante la espiral de violencia
en este país que amamos... Pedimos a Dios que ilumine con su sabiduría a los que
hoy detentan el poder y a los que lo combaten con la violencia,
para que el diálogo y la paz permitan resolver, en la justicia,
los problemas ante los cuales se encuentra el pueblo argelino, con
una atención particular para quienes son más duramente golpeados
por la crisis económica. Hacernos humildemente un llamamiento a
la razón y a la fe de todos los creyentes, para que el diálogo ocupe
el puesto del homicidio y de la represión"[v]. Fue precisamente su respuesta evangélica a la situación
de violencia que le mereció la muerte. Pierre Claverie no murió
solo. La misma bomba homicida que lo hizo pedazos arrastró a la
muerte a un musulmán, su chófer y amigo Mohammed, mezclando su sangre
en el pavimento y en los muros de su residencia episcopal. Se ha
subrayado repetidas veces el carácter altamente simbólico de esta
unión en la muerte. Esta circunstancia nos recuerda que la muerte
de los testigos cristianos no puede ser separada de la de todas
las demás víctimas de la misma espiral de violencia que arrastra
Argelia desde hace cerca de diez años. Aun careciendo de datos oficiales,
se puede calcular sobre doscientos mil el número de las víctimas,
la mayoría anónimas. Independientemente de su pertenencia religiosa
o política, estas personas han sido eliminadas, por lo menos en
un buen número de casos, por haber encarnado en su vida, también
ellas, los mismos valores que los cristianos encarnaban en su fidelidad
a Cristo: el respeto por la diferencia, fundamento de la aceptación
y del amor del otro en cuanto otro. Querría detenerme ahora en la descripción del testimonio
cristiano (el martyrion) de los siete monjes de Tibhirine,
asesinados hacia el 21 de mayo de 1996. No se trata de siete testimonios
dados individualmente, aunque cada uno de ellos tuviera una fuerte
personalidad. Se trata del testimonio de una comunidad. Es, pues,
importante conocer bien cómo esta comunidad estuvo radicada en la
sociedad argelina, y por esto hay que remontarnos un poco atrás
en la historia. Unos decenios antes existía una primera comunidad cisterciense
en Staouëli, a 17 Km. al oeste de Argelia. Fundada por la abadía
de Aiguebelle en 1843, trece años después de la conquista de Argelia,
había alcanzado una cierta notoriedad por su rápido desarrollo.
Esta fundación, sin embargo, estaba muy implicada en el sistema
colonial, sea en cuanto al espíritu, sea en cuanto a las modalidades
de implantación. Fue suprimida en 1904. 35 años después se fundó,
cerca de Medea, una nueva comunidad, con un estilo y un espíritu
muy diversos. Como muchos monasterios surgidos en el siglo XIX, la
comunidad de Nuestra Señora del Atlas, había sido fundada como un
refugio. Un grupo de monjes del monasterio de Notre-Dame de la Délivrance,
en Eslovenia, temiendo la expulsión, habían abierto un refugio en
Ouled-Trift en 1934, que enseguida se transfirió a Ben Chicao en
1935 y, en 1938, a Tibhirine, a 7 kilómetros de Medea. El mismo
refugio fue tomado después por la abadía francesa de Aiguebelle y transformado en
fundación verdadera y propia, que pronto se transformó en una comunidad
monástica autónoma. Desde el inicio, esta comunidad instauró relaciones
de amistad y colaboración con la población local que, de alguna
manera, la adoptó. Los vínculos creados con la población local permitieron
a la comunidad, aunque compuesta totalmente por franceses, atravesar
sin dificultades excesivas la guerra de Argelia. Uno de ellos, el
Hermano Luc, fue capturado como rehén, pero fue liberado después
de algunos días. Al fin de la guerra de Argelia la situación había cambiado
radicalmente. La Iglesia de Argelia, compuesta en gran parte de
franceses o de franceses nacidos en Argelia, se redujo a un pequeño
resto, a causa del éxodo masivo de ambos grupos hacia Francia. Las
conversiones al cristianismo habían llegado a ser casi imposibles,
al menos las conversiones reconocidas abiertamente Excluyendo la
posibilidad de un reclutamiento local, uno se podría interrogar
sobre la oportunidad de mantener en Argelia una comunidad ya muy
reducida en número y que no tenía la posibilidad de encontrar reclutamiento
en el lugar mismo. Las autoridades de la Orden cisterciense decidieron,
pues, la supresión del monasterio. Pero el cardenal Duval, que hacía
mucho tiempo había reconocido en la comunidad de Tibhirine una realización
de su ideal de presencia cristiana, reaccionó como un león, y el
monasterio no fue cerrado. La simple presencia de una comunidad
monástica cristiana, fuese la que fuese la nacionalidad de sus miembros,
le parecía de importancia capital. La comunidad continuó subsistiendo
y su testimonio floreció en la muerte de siete de sus miembros,
en 1996. Toda la población local, enteramente musulmana, lloró unánimemente
su muerte. Examinemos ahora brevemente la naturaleza del testimonio
de estos monjes. Fue un testimonio de comunión (la realidad cristiana
por excelencia, puesto que "Dios es comunión,", como dice
San Juan), a varios niveles. -
- Comunión con Dios en la oración contemplativa -
- Comunión entre los hermanos en el corazón de una
comunidad. -
Comunión de esta comunidad con los vecinos. -
Comunión de los creyentes con otros creyentes. Comunión con Dios en la oración contemplativa El monje viene al monasterio para servir a Dios, viviendo
también, lo más profundamente posible, en el ámbito del claustro
monástico, la unión personal con Dios a quien todo ser humano está
llamado. Hijo en el Hijo Primogénito, movido por el amor derramado
en su corazón por el Espíritu Santo, ,se esfuerza por encontrar
al Padre en una oración que quiere ser, en la medida de lo posible,
continua y que se expresa visiblemente en la celebración de la liturgia.
Toda su vida tiende a la unión mística, que consiste en dejarse
transformar, día tras día, a imagen de Cristo por la acción del
Espíritu Santo. El modo en que cada uno de los siete hermanos vivió
en lo profundo del corazón esta unión mística, forma parte del secreto
de Dios. Y sin embargo, uno de ellos, rico de talento poético y
místico en el espíritu, nos ha permitido entrever en sus escritos
este dialogo interior. Se trata de Cristóforo. Sus poesías[vi], pero sobre todo
el diario[vii] de sus últimos
años demuestran cómo todos los acontecimientos cotidianos, en estos
tres años intensos por sus dramáticos eventos, y todo en torno a
ellos, se transformaba en oración y en una ocasión para dejar brotar
la intensidad del amor. Este diario es un largo poema de amor, encarnado
en una situación extremamente concreta; es oportuno citar aquí al
menos algunos párrafos: «Oh si morir pudiera frenar e impedir la muerte de
tantos otros más, Oh, entonces, gustoso, lo que se dice gustoso:
sí me ofrezco como voluntario» (20-12-1994). «Te pido hoy la gracia de llegar a ser siervo y de
donar mi vida, aquí, como rescate por la paz, como rescate por la
vida. Jesús, atráeme a tu gloria de amor crucificado» (25-7-1995). Comunión con Dios en la oración comunitaria Estos hermanos no vivieron su relación mística con
Dios, como individuos aislados, sino como comunidad. Su testimonio
fue comunitario, el testimonio de una comunidad que contaba, además
de los siete hermanos asesinados, con otros dos que escaparon del
secuestro y de la ejecución, y con otros que vivían en aquel momento
en la casa anexa de Tibhirine, en Marruecos. Era una auténtica comunidad cristiana: no la reunión
de amigos o camaradas que se reúnen por afinidades particulares
o por el hecho de compartir las mismas ideas y los mismos proyectos.
No, una comunidad cristiana está formada por un grupo de personas,
normalmente muy diversas entre sí bajo todos los puntos de vista,
que Dios ha reunido para hacer de ellas sacramento de su presencia.
Cada miembro de esta comunidad tenía una historia propia personal
y un recorrido vocacional muy característico; cada uno tenía una
personalidad bien definida y muy diversa una de otra. Y sin embargo,
estaban juntos, sobre todo durante los últimos tres años, no sólo
para vivir una comunión muy profunda entre ellos, sino también una
perfecta unanimidad en las decisiones que comprometían su vida,
una unanimidad que no podía estar enraizada ;sino en la profunda
vida de oración de cada uno de ellos. Bruno, hijo, de un militar que había prestado servicios
en Argelia, Celestino, que había sido educador de gente de la calle
y Paul, fontanero y ex comisario de policía en la Alta Saboya: cada
uno llevaba a la comunidad una gran riqueza M don de sí mismo y
de espíritu comunitario. Comunión de la comunidad con los vecinos Entre estos monjes tan sencillos y la gente que los
rodeaba se habían creado vínculos de amistad de notable profundidad.
Y hasta hoy, después de su muerte tales vínculos permanecen vivos
como entonces. Los lazos de amistad con la población argelina y
musulmana constituyen sin duda una de las expresiones más exquisitas
de su testimonio cristiano. La persona que más contribuyó a crear tales vínculos
fue sin duda el Hermano Lucas: valdría la pena escribir su vida.
Nacido en 1914, conoció de pequeño las terribles violencias de la
primera guerra mundial y los sufrimientos de la posguerra. Joven
médico, conoció las violencias de la segunda guerra mundial, durante
la cual se hizo voluntario para socorrer a los prisioneros en los
campos de concentración nazis. De retorno a Aiguebelle en diciembre
de 1941, llego a Argelia en 1946. Rápidamente abrió en la propiedad
del monasterio un dispensario donde, a partir de aquél momento hasta
su muerte en 1996 -por tanto, durante cincuenta años-, prestó asistencia
médica a todo el que se presentase a él, sin diferencia de nacionalidad,
pertenencia política o religión. Todos lo amaban y lo respetaban,
porque todos se sabían amados y respetados por él. Al inicio su
dispensario suplía la asistencia médica pública, que todavía no
existía. Pero si la gente continuó yendo a él mucho tiempo después
de la instalación de otros dispensarios y hospitales públicos en
la región, se debió al hecho de que encontraban en él no sólo un
"toubib", un médico que daba diagnósticos casi siempre
exactos, sino también a un hombre de Dios que encarnaba en su modo
de ser, al mismo tiempo extremamente humano y sobrenatural, la solicitud
pastoral del Hijo de Dios. Hombre de gran libertad interior, con
un sentido de humor desarmante, no tenía miedo de nada y de nadie.
Ninguna amenaza, de cualquier procedencia, ni siquiera a riesgo
de su vida, habría podido impedirle testimoniar a fondo el amor
universal por cualquiera que hubiese tenido necesidad de ser curado. También Cristóforo, cuya dimensión mística ya hemos
mencionado, era como poeta hombre de gran sensibilidad. En cuanto
responsable de los obreros y teniendo contactos con la familla del
guardián, en particular, tenía bellísimas relaciones de amistad
con todos. Su diario de los últimos tres años contiene pasos de
una gran frescura. Comunión de creyentes con otros creyentes En el momento en que se consumó su testimonio, Cristián
era el superior del grupo -el prior, como se dice en jerga monástica-.
Su vocación siguió una trayectoria muy especial. Nacido en una familia
de militares, había pasado la infancia en Argelia, donde la madre
lo había formado en un profundo respeto hacia el argelino. Sucesivamente
había regresado a Argelia durante la guerra, como joven oficial.
Primero sacerdote de la diócesis de París, sintió la vocación a
la vida contemplativa y eligió el monasterio de Notre-Dame del Atlas,
en Tibhirine. Con el consentimiento de los superiores, hizo en Roma,
en el Instituto PISAI, estudios de lengua y de cultura árabe. Con
un conocimiento bastante profundo y con un gran amor por la religión
islámica, se comprometió y comprometió profundamente a su comunidad
en el diálogo interreligioso. Elegido prior de su comunidad, en
1984, la guió orientándola más explícitamente hacia aquel diálogo
interreligioso que coronaba las otras formas de comunión ya vividas.
Desde hacía algunos años se reunía regularmente en el monasterio
un grupo denominado «Ribât el Salam», donde se oraba y se compartía
la propia experiencia religiosa. En 1993, cuando en Argelia estaba bloqueado el proceso
electoral y el país oscilaba en una espiral de violencia de la cual
todavía no ha logrado librarse, se intimó a los extranjeros dejar
el país, bajo pena de ser eliminados. Como muchos otros, los monjes
de Tibhirine debieron ponerse la pregunta: ¿hemos de quedarnos
o hemos de partir? Ellos decidieron quedarse. El 14 de diciembre del mismo año, cuando doce cristianos
croatas que trabajaban en Tamesguida, a cuatro kilómetro, del monasterio,
fueron degollados, el problema se presentó de modo más inmediato.
Y todavía más después de la visita de un comando armado, en la noche
de Navidad. Después de un largo discernimiento en la oración, ellos
decidieron quedarse. En el decurso de los años siguientes, cada
vez que algunos misioneros, casi todos amigos íntimos de la comunidad,
eran asesinados, el problema se volvía a poner sobre el tapete con
mayor urgencia. Y todas las veces optaron por permanecer, después
de un profundo discernimiento en la oración. ¿Por qué? En Europa, algunos decían que era comprensible que
permanecieran algunos misioneros para continuar Su "apostolado"
pero no era comprensible que se quedaran los monjes, que, después
de todo, habrían podido llevar su vida de oración en cualquier lugar,
en otro país... Pensar así equivalía a no entender nada de su vida.
La vida contemplativa no se vive en abstracto. Está siempre encarnada,
enraizada en un lugar y en un contexto cultural bien concretos.
Los monjes de Tibhirine no deseaban en verdad el martirio. No eran
unos exaltados. Si prefirieron quedarse fue por una exigencia de
fidelidad, y esto en diversos niveles. El monje cisterciense hace voto de estabilidad. Esto
implica no solo la estabilidad en la vocación monástica, sino también
la estabilidad en tina comunidad muy concreta y, a menos que no
se haya recibido una misión especial, en un lugar determinado. Ciertamente
toda una comunidad puede transferirse de un lugar a otro, pero no
lo puede hacer sin tener en cuenta las relaciones que ha tejido
con la sociedad y la cultura local. La comunidad de Tibhirine no
podía comprenderse a sí mismo si no en sus raíces en la montaña
del Atlas, en sus vínculos de amistad con toda la gente de Tibhirine,
di Draa Esnar, de Medea. Predicando un retiro en Argelia algunas
semanas antes del secuestro, Cristian decía, con un juego de palabras
peligroso: «... subrayo esta diferencia: yo venga de la montaña
... ». Los hermanos eran conscientes de que también la población
del lugar estaba agarrada, como por una tenaza, entre dos violencias
opuestas, y no podía escapar. Para los monjes, huir entonces habría
sido faltar a la solidaridad con aquellos con quienes habían compartido
la vida en tiempos de paz. Después del martirio de Henri y de Paul-Hélène,
Cristóforo escribía en su diario: «no se puede olvidar y partir
sin traicionar lo que queda de una gracia de proximidad, de amistad
de verdad» (29-5-95). Los hermanos consideraban su presencia como
una afirmación del derecho a la diferencia, un derecho que reclamaban
sea para la gente de los alrededores, sea para sí mismos. Mohammed
había dicho a Cristóforo: «vosotros tenéis todavía una pequeña puerta
por la cual os podéis ir; pero nosotros, no: ningún camino, ninguna
puerta». Y Moussa había dicho a Cristián: «si os vais, nos priváis
de vuestra esperanza y nos quitáis nuestra esperanza». No habría
sido cristiano partir. Y se quedaron. También ellos analizaban atentamente la situación política
del país, como Pierre Claverie, pero como monjes contemplativos,
según una modalidad diversa de la de los obispos: no para reaccionar
como los políticos, sino para dar a esta situación, en su vida,
una respuesta evangélica. «La violencia me mata y yo debo encontrar
en alguna parte un apoyo, para no dejarme arrastrar por este flujo
de muerte", escribía Cristóforo en su diario (11 de julio de
1995). ¿,Es suficiente decir que el monje, sobre todo si es
extranjero, no ha de elegir entre las dos fuerzas en conflicto?
He aquí la respuesta de Cristóforo: «Quizá no baste decir que nosotros
no debemos elegir entre el poder y los terroristas. En realidad,
nosotros hacemos concretamente una elección diaria de aquellos que
Jean-Pierre llama la gente común' (le petit peuple). No es
posible permanecer, si nos separamos de ellos. Y esto nos hace depender,
por un lado, de lo que ellos eligen en relación a nosotros. Podríamos
comenzar a dar fastidio mañana o pasado mañana». En efecto, se convirtieron
en una presencia inoportuna. En el retiro predicado en Argelia, a un grupo de laicos,
el 8 de marzo de 1996, Cristián comentaba con fuerza el mandamiento
de la Escritura: «No matarás", aplicándolo a todas las situaciones
del país y terminaba con una serie de frases lapidarias: «no matarás
el tiempo... No matarás la confianza... No matarás la muerte...
No matarás el país... No matarás al musulmán... No matarás a la
Iglesia ... ». Dos semanas después, él y sus hermanos eran secuestrados
y dos meses después caían víctimas de esta violencia. Cuando en la noche del 26 al 27 de marzo de 1996, un
grupo de hombres armados se presentó al monasterio y se los llevaron,
en dirección de Medea, a los ojos de los que los habían visto atravesar
el país, escoltados por hombres armados parecían seguir a los terroristas.
En realidad, seguían a Cristo. Ninguno de ellos deseaba el martirio. Ellos amaban
la vida y temían la muerte. Pero habían aceptado consciente y explícitamente
la muerte, si esta hubiese sido la voluntad de Dios. En carta circular
del 21 de noviembre de 1995 Cristián había escrito: «la muerte brutal
de uno de nosotros o de todos juntos no sería sino la consecuencia
de haber elegido vivir en la secuela de Cristo».[viii] Si era necesario morir, ¡querían morir bien! El anciano
Hermano Lucas, que de tiempo atrás había pedido que en su funeral
se cantara una canción de Edith Piaff «Nada echo de menos"
el 31 de diciembre de 1994, por lo mismo algunos días después de
la dramática visita de la noche de Navidad, expresaba esta intención
en la oración universal de la Eucaristía: «Señor, danos la gracia
de morir sin odio en el corazón". La inspiración de esta hermosa oración fue copiada
en el testamento de Cristián, un documento muy conocido, que quedará
sin duda como tina de las páginas más bellas de la literatura cristiana
del siglo XX. Este texto, por lo demás, no expresa solo los sentimientos
de Cristián, sino también los de todos los hermanos. En realidad,
a partir de una primera redacción, escrita el 1 de diciembre de
1993, es terminado el 1 de enero de 1994. Entre estas dos fechas,
Cristián lo reelaboró y lo precisó con la participación de toda
la comunidad, y esto lo convierte en un documento que expresa no
solo sus sentimientos personales, sino los de todos sus hermanos. El último párrafo de este testamento es muy conocido:
Cristián llama amigo a aquel que le cortaría el cuello: «Y también a ti, amigo del último minuto, que no
habrás sabido lo que hacías, sí, también para ti quiero este ¡gracias!
y este adiós entrevisto contigo. Y que nos sea concedido encontrarnos,
ladrones bienaventurados, en el paraíso, si fuere del agrado
de Dios, Padre nuestro, de los dos». Sin embargo, hay otro párrafo, a mitad del texto, que
tiene una profundidad mística todavía mayor. Aludiendo a aquellos
que lo juzgaban un ingenuo en su estima por el Islam y su voluntad
de dialogar con los musulmanes añadía: «... Estos han de saber que entonces habrá sido liberada
mi más aguda curiosidad. He aquí que podré, si fuere del agrado
de Dios, sumergir mi mirada en la del Padre, Para contemplar con
él ti sus hijos del Islam como él los ve, totalmente iluminados
por la gloria de Cristo, fruto de su pasión, investidos del don
de su Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre establecer la comunión
y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias». En esta sublime síntesis, Cristián recoge la teología
bíblica y patrística de la reconstitución de la semejanza y la preocupación
que compartía con Claverie y que se inspiraba en el mensaje de Jesús:
el respeto hacia las diferencias. Decía, por otro lado, poco antes
de su muerte, que uno de los motivos para permanecer en el puesto,
como cristiano y europeo, era el de afirmar el derecho que la «gente
común» tenía en relación a la propia diferencia. La comunión de los monjes de Tibhirine con el pueblo
argelino continúa más allá de la muerte. Los siete largos ataúdes
que los cadetes del ejército de Argelia llevaban, con aparente esfuerzo,
en la catedral de Argelia el día de los funerales, no contenían
cada una, sino una cabeza. Sus cuerpos están sepultados de modo
anónimo en la tierra de Argelia, en un lugar desconocido, al menos
oficialmente, como miles de otras víctimas igualmente anónimas de
la misma violencia, contra la cual su vida fue una protesta evangélica. El perdón, dado anticipadamente por Cristián y por
todos sus hermanos a los que podrían haberlos matado, al igual que
el perdón dado por la Orden cisterciense y por la Iglesia de Argelia
en el momento de los funerales, no debe ser entendido como una aceptación
tácita y tranquila de la violencia, cuyos testigos fueron las víctimas.
El perdón dado no dispensa a nadie de aportar luz sobre todas las
circunstancias de esta tragedia. Personalmente también yo quiero
perdonar, por fidelidad al testimonio de Cristián, Lucas, Bruno
Miguel, Celestino, Pablo y Cristóforo, a quienes los mataron y a
quienes les cortaron la cabeza, pero, aun sin tener el ardor místico
de Cristián, mucho me gustaría saber en qué rostros atormentados
he de reconocer la imagen de Dios. Con el admirable texto de Cristián, podemos concluir
nuestra presentación de los mártires de Argelia. El momento supremo
de su testimonio si halla colocado en un período extremamente doloroso
y confuso de la historia de Argelia. Un proceso de canonización
en plena forma resultaría probablemente muy difícil en las circunstancias
actuales, dado que ninguna investigación judicial ha permitido determinar
con certeza la identidad de los asesinos y de sus mandantes, y demostrar
en qué medida los motivos de estos fueron explícitamente religiosos.
Sin embargo, todo esto es secundario, porque todos han sido testigos
("mártires") con su vida, antes, de serio con su muerte;
y su muerte, no cabe duda, ha sido una consecuencia de lo que habían
vivido. Fue provocada por una actitud evangélica en situaciones
de violencia percibidas lúcidamente y analizadas a la luz de la
fe. Si una lectura puramente política de su vida y de su muerte
sería un error manifiesto, una lectura únicamente espiritual que
ignorase el valor y la lucidez con que ellos se dejaron implicar
en situaciones concretas, además de ser vaciaría de sentido su mensaje.
¿No fue lo mismo que sucedió con la muerte de Cristo? [i] l Jn 4,8 [ii] Ap 1,5 [iii] Sobre el Cardenal
Duval se puede leer Marco Impagliazzo, Duval d'Algeria. Una Chiesa
tra Europa e mondo arabo (1948-1988), ed. Studium, Roma 1994. [iv] JEAN-JACQUES PERENNES, Pierre
Claverie. Un Algérien par alliance, Cerf 2000. [v] Publicado en Le
Lien de agosto-septiembre 1993, reproducido en Lettres
et messages, p. 125-126. [vi] Aime jusqu'au bout
du feu (= Ama el fin del
fuego). Cien poesías de verdad y de vida, seleccionadas y presentadas
por el Hermano Didier, monje de la abadía de Notre-Dame de Tamié,
Éditions Monte-Cristo. Annecy 1997. [vii] Le souffle du don
(= El soplo del don). Diario del Hermano Cristóforo, monje de
Thibirine, Bayard-Centurion, 1999. [viii] Sept Vies pour
Dieu et l'Algérie (= Siete
vidas para Dios y para Argelia), Bayard, Centurion, 1996, p 180. |
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