Abbaye de Scourmont

Página de Dom Armand Veilleux

 

 


vida religiosa en general



 

 

 
 

Llevados por el Espíritu
Meditación sobre la espiritualidad de la Vida Consagrada

Armand Veilleux, OCSO

[Conferencia dada el 1 de octubre de 1997 a un gruppo de 800 jóvenes Religiosas y Religiosos
reunidos en un Congreso a Roma]

Hemos sido llamados por Cristo para seguirle. Por eso nos hemos hecho religiosos; y es por eso que nos encontramos reunidos aquí. Después de haber reflexionado ayer sobre esta llamada, meditaremos hoy sobre la espiritualidad de esta vida a la que hemos sido llamados y que nosotros hemos elegido.
Cuando se habla de "espiritualidad" uno se refiere evidentemente al Espíritu. Y cuando se habla de espíritu en la Biblia, se habla de hálito, de viento, de fecundación y de nacimiento. Cada uno y cada una de nosotros, cuando entra en su corazón, puede rastrear las diversas intervenciones del Espíritu que se encuentran en el origen de "su" vida consagrada. Yo quisiera invitaros esta mañana a meditar juntos sobre las intervenciones del mismo Espíritu de Dios que están en el origen de la vida religiosa en la Iglesia, partiendo de Aquel en cuyo seguimiento estamos empeñados, Jesús de Nazaret.

Si os parece bien, empezaremos contemplando algunos iconos bíblicos, con los que compondremos una especie de gran mosaico como los que se ven en las basílicas romanas. Y espero que cuando cada uno de esos iconos haya encontrado su puesto, aparecerá un cuadro bastante claro de los orígenes de la vida consagrada en cada uno de nosotros.

I - Primera parte: mosaico bíblico de los orígenes de la vida consagrada

1er icono: el bautismo de Jesús

Comenzamos con el bautismo de Jesús porque en verdad están contenidos en él los más remotos orígenes de la vida consagrada cristiana.

Hacia los treinta años, Jesús ha dejado su Galilea para dirigirse a Judea y, allí, con el gentío que en este momento desciende hasta las riberas del Jordán, con la multitud de pecadores, acude a hacerse bautizar por Juan. En el momento en que entra en el agua se abre la bóveda del cielo, el Espíritu desciende sobre El en forma de paloma y se deja oír la voz del Padre: "Este es mi Hijo Amado, mi predilecto" (Mc 1,9-11).

Es este un momento clave en la vida de Jesús. Inmediatamente después del descenso del Espíritu sobre Él, impulsado por el mismo Espíritu, se dirige al desierto donde será tentado por Satán durante cuarenta días, después de lo cual inaugurará su ministerio de predicación.

"Este es mi Hijo amado", ha dicho el Padre...

Pero, ¿cómo el Hijo del Padre puede encontrarse allí, en el agua del Jordán, entre los pecadores, para ser bautizado por un asceta cuyo estilo de vida está por lo menos emparentado con el de los monjes de Qumrân que viven muy cerca? ¿Cómo puede ser esto?.

Es el fin de un largo viaje. Y San Pablo, en su Epístola a los Filipenses, nos describe el largo viaje que ha llevado a Jesús allí, a ese momento de su historia y de nuestra historia.

"Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de siervo, pasando por uno de tantos" (Flp. 2,6-7).

Este hombre de las aguas del Jordán, sobre el que desciende el Espíritu Santo, es el Hijo del Eterno Padre. Está ahí al término de un largo descenso, desde el seno mismo de Dios hasta el seno de nuestra condición humana. ¿Cómo se explica esto? Para comprenderlo es preciso remontarse muy lejos en la historia de la humanidad.

Dejemos, por el momento, este icono del bautismo al que volveremos más adelante, y coloquemos un segundo icono en otra esquina de nuestro mosaico. Necesitamos remontarnos nada menos que a la primera intervención del Espíritu en nuestra historia, al momento mismo de la creación.

2do. icono: El Espíritu del Génesis origen de la vida.

Los primeros versículos del Génesis nos describen el universo creado como brotando del Espíritu y de la Palabra de Dios --del Verbo de Dios. "La tierra era un caos informe; sobre la faz del abismo la tiniebla. Y el aliento de Dios se cernía sobre la faz de las aguas" (Gen. 1,2). El caos primordial es fecundado por la sombra del Espíritu y todo el universo creado nace de la intervención de la Palabra. "Y dijo Dios"... Siete veces. Dice Dios, y aparece la luz. Dios dice, y son separadas las aguas de la tierra. Dios dice, y brillan el sol y la luna... Pero sobre todo, en el último día Dios dijo: "Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen. 1, 3-28).

Dios modela al hombre con barro de la tierra, insufla en su nariz su propio aliento vital --su propio espíritu-- y el hombre deviene un ser viviente (Gen. 2,7). El ser humano, pues, fue creado a imagen de Dios, recibiendo en sí el hálito mismo de Dios, participando, como dirá San Pedro, en la naturaleza misma de Dios (2Pe. 1,4). Hay, pues, en el ser humano, una simiente de vida divina avocada a un crecimiento ilimitado. Y porque esta simiente es divina, podemos decir que hemos nacido con una capacidad infinita de crecimiento

Así comenzaba la gran aventura del hombre y de la mujer. Aventura que, como sabemos, estuvo marcada desde sus primeros días por el pecado. La esencia misma del pecado es ser el rechazo de la vida, de esta vida que el Espíritu quiere que crezca en nosotros hasta su plenitud.

Pero un día, en el curso de la larga marcha de la humanidad, apareció un ser humano en el que no había ningún rechazo de la vida, en el que había, por el contrario, una apertura total. Apareció una mujer Inmaculada desde su concepción, tan totalmente abierta, que el Espíritu de Dios --el mismo Espíritu que se encuentra presente doquiera que hay plenitud de vida-- vino sobre ella, como había venido sobre el caos primigenio, como vino treinta años más tarde sobre Jesús, como vendrá sobre los discípulos el día de Pentecostés, como ha venido sobre cada uno de nosotros el día de nuestro bautismo y de nuestra confirmación y el día de nuestra profesión religiosa. El Espíritu vino sobre ella y ella quedó embarazada de Dios (Luc. 1,35). Ella dará a luz a Dios (Luc. 2,52). Ella dará a luz a un hombre en el que la imagen de Dios está tan plenamente realizada que es plenamente hombre y plenamente Dios. Plenamente hombre según la idea de Dios y al mismo tiempo Hijo del Altísimo. De su carne y de su sangre , como del amor de su corazón, ella da a luz a Dios. Es la Theotokos.

Volvamos ahora a nuestro primer icono, el del bautismo. Ese hijo de María ha crecido en sabiduría y en gracia delante de Dios y de los hombres, como cualquier otro ser humano. Cuando se presenta ante el asceta Juan para hacerse bautizar, ese gesto no es solamente la culminación de sus primeros treinta años de crecimiento personal. Es también el culmen de millones de años de preparación divina, de millones de años de crecimiento de la simiente de vida divina sembrada en la humanidad la mañana de la creación.

Veamos, ¿qué hace Jesús después de su bautismo, antes incluso de sus cuarenta días de desierto, si se sigue la cronología de Juan? Llama discípulos para que le sigan. Este será el tercer icono de nuestro mosaico.

3er. icono: la llamada de los discípulos

Cada evangelista nos describe a su manera ese momento tan importante de su llamada. Detengámonos un momento en la descripción cargada de ternura que nos ha dejado San Juan. Antes del llamamiento Juan era discípulo del Bautista; y este, en un gesto de gran libertad y de despojo, envía sus propios discípulos a Jesús el día siguiente de su bautismo. "Fue el que me envió a bautizar con agua quien me dijo: Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y se posa, ese es el que bautiza con Espíritu Santo" (Jn. 1,33).

Los primeros fascinados por Jesús son Andrés y Juan. En el momento que oyen del Bautista: "He aquí el cordero de Dios", se ponen simplemente a seguirlo. Esta frase merece nuestra atención. Es la primera mención de la sequela Christi en el Evangelio. Jesús se vuelve y les pregunta: "¿Qué buscáis?" -- "Maestro, ¿dónde vives?, responden ellos. --"Venid y ved", dice Jesús. Este diálogo lapidario, de increíble belleza en concisión e intensidad emotiva, se repite sin duda en muchos de nosotros el día en que, por primera vez, hemos escuchado la llamada. ¿Podemos nosotros, como Juan, precisar que fue tal día, a tal hora, en tal sitio ?... Como viejos esposos que recuerdan el lugar, el día, la hora de su primera declaración de amor (Jn. 1,29-39).

Andrés va a buscar a Pedro. El día siguiente Jesús interpela directamente a Felipe y Felipe llama a Natanael (Jn. 1,40-51). Y así se forma rápidamente en torno de Jesús una pequeña comunidad. Cada uno es llamado personalmente por su nombre, como también nosotros hemos sido llamados cada uno por nuestro nombre. A lo largo de los meses y los años que siguieron a esta llamada, esos discípulos especialmente elegidos formarán alrededor de Jesús una comunidad, que más tarde será llamada comunidad apostólica. Las multitudes se ligan a Jesús por motivos no del todo desinteresados, después lo abandonan. Algunos que han recibido su mensaje y creído en él también quieren seguirlo, pero Jesús no los acepta. Otros son incluso amigos muy íntimos, como Marta, María y Lázaro, pero no forman parte de ese pequeño grupo de discípulos, entre los que se encuentran aquellos que serán elegidos un día como Apóstoles y que siguen a Jesús doquiera va, adoptan su modo de vida austero y su ministerio hacia pecadores y enfermos.

Para esos discípulos que lo siguen, Jesús tiene exigencias enormes, incluso radicales, expresadas más de una vez en fórmulas tan incisivas que nos parecen hasta brutales:

"Deja a los muertos que entierren a sus muertos; tú sígueme..." (Lc. 9, 60).

"Quien pone la mano en el arado y vuelve la vista atrás, no es digno de mí..." (Lc. 9,62)

"El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí..." (Mt. 10, 37).

"El que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí" (Mt. 10, 38).

Pero también les hace promesas:

"Quien haya dejado padre o madre... recibirá cien veces más" (Mt. 19, 29).

En la historia de los primeros siglos del monacato, que son los primeros siglos de historia de la vida religiosa, se hará constantemente referencia a esta comunidad de discípulos (o de apóstoles). Ese será el modelo al que siempre se hará referencia.

Del bautismo hemos pasado a la llamada de los primeros discípulos y de la llamada al seguimiento. Necesitamos ahora colocar otro icono en el centro mismo de nuestro mosaico: el de la Transfiguración.

4to. icono: La Transfiguración

Este icono ha sido elegido como punto de partida de la Instrucción post-sinodal de Juan Pablo II sobre la vida consagrada, porque, en efecto, expresa con una intensidad particular muchos aspectos importantes de nuestra vida de consagrados.

La escena se sitúa en un momento especialmente crucial de la vida de Jesús. Las multitudes han comenzado a desertar. Jesús sabe cercana su muerte y ha empezado a anunciarla a los discípulos. Toma consigo entonces a tres de ellos con los que mantiene una relación más profunda y los introduce un poco en el misterio de su gloria sin duda, pero también y en primer lugar en el misterio de su muerte ya próxima (Mt. 17,1-9; Mc. 9,2-9; Lc. 9, 28-36).

Para ayudarnos a comprender esta escena volvamos, si os parece bien, al himno cristológico de la Epístola a los Filipenses, del que hemos escuchado hace unos instantes los primeros versículos. El Verbo, que estaba en Dios "in forma Dei" se anonadó, se despojó (kenosis), se hizo semejante a nosotros:

"se humilló, obedeciendo hasta la muerte y a la muerte de cruz" (Flp. 2,8).

Es aquí donde termina ese misterio insondable de "descenso" del Hijo de Dios. Ha renunciado a todo privilegio, a todo derecho. No ha querido "retener" nada. A partir de ese momento puede "recibir" todo como gracia, como don:

Jesús se anonadó... por eso Dios lo ha ensalzado y le ha dado el Nombre sobre todo nombre. Cuando uno renuncia a sus derechos sobre los otros, cuando uno renuncia a sus privilegios, entonces puede recibirlo todo como "don" (Flp. 2,9).

Así se nos muestran claramente todas las etapas del camino a recorrer por quien quiere empeñarse en el seguimiento de Cristo. Se trata de un camino de comunión que implica la renuncia total a sí mismo, un camino de muerte propia, que desemboca en la comunión en plenitud de vida, pero en una plenitud que no puede entenderse más que como don. Don que sólo puede recibir el que o la que se ha vaciado (kenosis) de toda pretensión sobre sus derechos, de todo apego. "El que quiera salvar su vida, la perderá...; el que la pierda por mi causa, la encontrará" (Mt 16, 25).

Volveremos luego, y extensamente, sobre este tema de la comunión, que está en el corazón mismo de la vida consagrada. Pero antes necesitamos rellenar los espacios libres que quedan en nuestro mosaico para otros dos iconos. El primero será el de la última Cena:

5to. icono: La última Cena

Juan, el evangelista que nos ha relatado con tanta emoción su llamada y la de los demás discípulos de la primera hora, nos ha contado también la última Cena con detalles de tal delicadeza, que nos permiten comprender en su verdadero contexto las radicales exigencias de Jesús, mencionadas hace unos instantes.

Jesús abre de par en par su gran corazón al mismo tiempo a su Padre y a sus discípulos. Y el núcleo central de todos los discursos de la última Cena es la comunión, el amor.. Ha amado al Padre, por eso ha hecho siempre su voluntad. Ha amado a sus discípulos, por eso ha compartido con ellos todo lo que su Padre le ha comunicado. Quiere que sean uno como Él y el Padre son uno. Y les hace una promesa: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada" (Jn 14, 23).

Todos nosotros queremos morar en Dios. Ahora bien, lo que nos anuncia Jesús aquí es que su Padre y Él quieren habitar en nosotros, hacer en nosotros su morada permanente.

Esto nos lleva de la mano a nuestro sexto y último icono, el de Pentecostés.

6to. icono: Pentecostés

Seguimos, por el momento, con el evangelista Juan, que sitúa Pentecostés en la tarde misma del Día de la Resurrección y lo describe como un nuevo Génesis (Jn. 20, 19-23).

Jesús entra en el Cenáculo con todas las puertas cerradas, se hace reconocer por sus manos y su costado como el Cristo resucitado y les dice: "Como el Padre me ha enviado, así os envío Yo" (Jn 20, 21). Dicho esto, exhala sobre ellos (como Yaveh había exhalado en la nariz del primer hombre) y les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn. 20, 22)

Hemos vuelto a nuestro punto de partida: la comunicación del Espíritu de Dios, de la vida divina. En el principio aparecía ya el don de la vida en todo su frescor. Ahora se trata de una comunicación del Espíritu que restaura la imagen desfigurada, que devuelve la vida perdida. "A los que perdonéis los pecados les serán perdonados" (Jn. 20, 23). Lucas, en los Hechos, nos narra la irrupción del Espíritu sobre los discípulos el día de Pentecostés de una manera todavía más dramática, con la imagen de las lenguas de fuego.

Ese día ha nacido la Iglesia, la comunidad de los discípulos de Jesús; esa comunidad que tiene desde entonces la misión de encarnar visiblemente ante los hombres esta plenitud de vida, esta comunión con el Padre en el Hijo, que este ha regalado a la humanidad.

En este momento, con la Iglesia, nace también la vida religiosa. Pues desde la primera generación cristiana, hombres y mujeres, se sienten llamados a adoptar, como forma permanente de vida, las radicales renuncias que Jesús había exigido de aquellos que lo habían seguido más de cerca, o que Él había pedido a algunos que habían querido seguirlo, como el joven rico. Esas vírgenes --de ambos sexos-- y esos ascetas, vivirán en el seno de Iglesias locales, algunos se retirarán más tarde a la soledad y su relación con la comunidad local se irá precisando gradualmente. Unos siglos más tarde surgirá la institución monástica. Los compromisos fundamentales serán gradualmente precisados bajo forma de votos. Se asistirá, en el correr de los siglos, sobre todo en Occidente, a un fenómeno constante de diversificación de las formas de vida consagrada. Pero, se puede decir sin dudarlo que, en su esencia fundamental, esta forma de vida cristiana que ahora se llama "vida consagrada" existe desde la primera generación de cristianos, que tiene sus raíces en la vida de los discípulos que siguieron a Jesús durante su vida pública y que tiene su origen en el Bautismo de Jesús. Volveré en breve sobre este último punto.

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Si tomamos ahora una cierta perspectiva y miramos no a tal o cual icono, sino al conjunto del mosaico, podemos tener una idea global bastante clara de la vida consagrada como una vida de comunión. Esto se puede decir con verdad de toda forma de vida cristiana. Pero es verdad con inflexiones particulares de la vida consagrada como sequela Christi según el modelo de la primera comunidad cristiana apostólica.

La vida íntima del Padre, del Hijo y del Espíritu es una danza de amor, una vida de comunión infinita y eterna. Es esta la comunión que Dios quiso compartir con la humanidad cuando creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza y les transmitió su Hálito de vida. Y es para señalar el camino de retorno hacia la plena configuración con la imagen de Dios perdida, por lo que Dios ha enviado a su Hijo hasta nosotros. Jesús no es solamente, para todos, el camino de vuelta hacia el Padre; además, en el curso de su vida terrena, en la forma de existencia que ha vivido con sus discípulos inmediatos --vida de castidad, de pobreza, de obediencia al Padre, de predicación de la palabra, de atención a los pequeños, en comunión fraterna-- ha mostrado con su ejemplo la manera particular de vivir su retorno al Padre, que nosotros hemos adoptado al hacer la profesión religiosa.

Esta dimensión espiritual de la vida religiosa como vida de comunión, será objeto de la segunda parte de nuestra meditación.

II - Segunda parte: la vida consagrada como vida de comunión

El fin último de nuestra vida consagrada es realizar en plenitud el misterio de comunión al que hemos sido llamados y cuyo camino nos ha trazado Jesús.

Debemos vivir esta comunión en todos los niveles de nuestra existencia cotidiana. Estamos llamados a la comunión entre nosotros en cada una de nuestras comunidades locales, a la comunión con la Iglesia universal, a la comunión con nuestros hermanos y hermanas en la construcción de una cultura nueva, a la comunión con los más pequeños y desheredados, etc. Pero, ante todo, estamos llamados a la comunión con Dios. Cuando digo "ante todo", ese "ante" expresa una prioridad de importancia y no de tiempo, pues todas las otras formas de comunión son la expresión en que se encarna, concreta y manifiesta nuestra comunión con Dios.

Así como sería falso pensar que la comunión con Dios no se realiza mas que en la oración, antes de pasar a la comunión con los hombres, sería igualmente ilusorio pensar que es posible una comunión con Dios a través de la actividad apostólica , sin un encuentro constante con Dios en la oración.

1) Comunión con Dios en la oración silenciosa

"Cuando ores, dice Jesús, entra en tu aposento, cierra la puerta tras de ti y ora a tu Padre que está en lo secreto" (Mt. 6,6). Es esta la primera recomendación que hace Jesús a propósito de la oración en el Evangelio. Se trata, pues, de un encuentro contemplativo, de corazón a corazón. No se trata de un encuentro difuso con una divinidad abstracta, sino de un encuentro con nuestro Padre.

Se trata también de una oración expresamente "cristológica", pues Dios es nuestro Padre únicamente porque Jesús, el Cristo, es el primer nacido de una multitud de hermanas y de hermanos (Rom. 8, 29), y sólo en Él y por Él nosotros somos también hijas e hijos del Padre.

"En lo secreto", dice Jesús. Este encuentro necesita de momentos de intimidad y de secreto como toda relación personal profunda. Uno no oculta sus grandes amistades; al contrario, se siente feliz de que todo el mundo las conozca. Pero es sólo en lo secreto cuando los amigos se dicen y se repiten sin cesar las cosas que los unen en lo más profundo. Esto vale también para nuestra amistad con Dios; es esta una de las leyes de la Encarnación.

Si es en Cristo y por Cristo Jesús que nosotros encontramos a Dios como Padre, este encuentro no se realiza si no viene a posarse sobre nosotros el Espíritu del Padre y del Hijo, que es el hálito da amor que los une. San Pablo, en el capítulo 8 de su Epístola a los Romanos, nos da una de las más hermosas descripciones de la oración cristiana que encontramos en el Nuevo Testamento. Empieza diciéndonos que no hemos recibido un espíritu de esclavos y de temor sino un espíritu de hijos e hijas adoptivos que nos permite gritar "¡Abba, Padre!" (Rom. 8, 15).

En esta palabra --¡Abba!-- Jesús expresa el todo de su ser. El Padre se dice todo entero en su Hijo y cuando el Hijo responde "Abba", expresa en esta única palabra todo su ser. Jesús es oración. Por nuestra parte, como estamos siempre en vía de ser gradualmente conformados a su imagen, nosotros no somos oración, pero estamos siempre deviniendo oración.

Nosotros no sabemos orar, añade Pablo en este mismo capítulo, pero el Espíritu ora en nosotros con un gemido que no puede ser expresado en palabras (Rom. 8, 26). ¿Qué es este gemido, semejante a los dolores del parto, sino la expresión del deseo inculcado en nuestra carne y en nuestro corazón en el momento de la creación, --sino la aspiración a que la imagen de Dios se restablezca en nosotros en toda su belleza? Ese gemido del Espíritu en nosotros es el aliento mismo de Dios, el que insufló en la nariz del primer hombre en la mañana del Génesis. En definitiva, en la economía de la Salvación instaurada por Jesús, la única oración que existe es la del Espíritu de Dios que ora en nosotros. El resto de lo que nosotros llamamos oración y que tiene gran importancia, no es más que un conjunto de medios para permitir a esta oración del Espíritu brotar en nosotros, para permitirnos unirnos a ella y hacerla nuestra, de manera que podamos decir parafraseando a Pablo : "No oro yo ; es el Espíritu de Dios quien ora en mí".

La intensidad de esta oración será la misma que la de nuestro amor. Y quizá sea en este contexto donde mejor podemos entender el sentido de nuestro celibato consagrado. En la literatura ascética primitiva en lengua siriaca, muy próxima al hebreo y al arameo hablado por Jesús, el nombre del asceta o del monje, que es de la misma raíz que la palabra utilizada para traducir el nombre del Mesías, el yadid, es una palabra que significa la simplicidad radical, es decir, la completa ausencia de doblez, de división del corazón entre Dios y otra cosa, o Dios y Mammón. ¿Está nuestro corazón dividido entre Dios y otra cosa ? Es necesario cortar. Si tu mano derecha es para ti motivo de tropiezo, dice Jesús, córtatela... (Mt. 5,30).

Mediante el celibato y la virginidad consagrada, nosotros expresamos hasta qué punto hemos sido fascinados por el amor que Dios nos tiene (como la tiene para toda la humanidad), y que queremos dejarnos impregnar totalmente por este amor. Queremos amarlo con el mismo amor con que Él nos ha amado. Mientras la mayoría de hombres y mujeres son llamados a encarnar su amor a Dios en el amor exclusivo a un cónyuge, nosotros estamos llamados a centrar, de manera indivisa, nuestra capacidad de amor sobre Él, a fin de que este amor pueda después derramarse sobre los otros no como un amor nuestro que exige reciprocidad, sino como su propio amor, completamente gratuito.

Este difícil don de nosotros mismos --quizás sea mejor hablar de renuncia a nosotros mismos-- como el Verbo de Dios que renunció a su categoría de Dios y que se anonadó (Flp. 2,6)– esa difícil renuncia que es la virginidad consagrada, no puede vivirse de una manera sana más que si existe un loco amor por Dios que se expresa sin cesar en el secreto de la oración silenciosa, "en lo secreto", donde antes ha sido escuchado y recibido.

Es también en esos "encuentros secretos" y en estos intercambios con el Padre donde recibimos la unción que hace que nuestra virginidad no sea falta de sensibilidad afectiva sino que, por el contrario, nos confiere gradualmente la libertad de corazón que nos permite amar a cuantos encontramos en nuestro camino, sobre todo a los más necesitados, a los maltratados por la vida y a los heridos en el amor.

Alimentada cada día en esos momentos de encuentro silencioso, nuestra oración se irá haciendo gradualmente una oración constante, una oración de cada instante. Esta es la segunda enseñanza de Jesús sobre la oración : orad sin cesar (Lc 18,1 ; 1Tes. 5,17).

A lo largo de la tradición cristiana han ido desarrollándose diversos métodos de oración. El más tradicional, y sin duda el más cristiano de todos es la lectio divina, es decir, la lectura atenta de la Palabra de Dios, dejándola penetrar en nosotros, interpelarnos personalmente y transformarnos progresiva e imperceptiblemente. Otros métodos han sido desarrollados en el curso de los últimos siglos e incluso en nuestra época. Muchos cristianos encuentran provecho, o lo han encontrado al menos en alguna etapa de su camino espiritual, en el uso de métodos elaborados en otras grandes tradiciones religiosas. Se pueden aplicar a estos métodos las palabras de Jesús : juzgad el árbol por sus frutos (Mt. 7,16).

Es importante para nosotros recordar que ningún método, sea cual sea, puede generar la oración. Toda oración cristiana es puro don del Espíritu. Nosotros sólo podemos disponernos a recibir ese don, por una parte con la pureza de nuestra vida y, por otra, haciendo la paz en nuestros corazones, en el momento que entramos "en lo secreto" , para dejarnos invadir por la presencia de Dios que nos envuelve siempre, pero de la que a menudo somos inconscientes. Todo método que nos ayude a eliminar en nosotros los obstáculos a la acción del Espíritu, o que restablezca en nuestro cuerpo y en nuestra psique la tranquilidad que nos permite estar atentos, es una ayuda apreciable para la oración.

Si Dios nos invita a vivir esta comunión con El en el Hijo, esta comunión se debe manifestar y realizar en la Iglesia que es el sacramento en el que ese misterio de comunión con Dios se hace presente en el signo visible de discípulos de Jesús que expresan su comunión en la fe, el amor y la esperanza, tanto a través de su vida de todos los días como a través de la práctica sacramental.

2) Comunión en Iglesia

La Iglesia, tal como nos la describe la Constitución Lumen Gentium del Vaticano II, es ante todo un misterio (mysterion – sacramentum) de comunión. Es el medio por el que Cristo, que es el "sacramento primordial", la plena manifestación visible de la comunión entre Cristo y la humanidad en un hombre Dios, continúa su presencia en el mundo, de manera que podamos siempre encontrarnos con su misma humanidad. La Iglesia es ese signo visible, a través de la actividad sacramental en la que expresa visiblemente su fe en el misterio de salvación significado bajo diversos aspectos y en la que ella recibe lo que significa. La Iglesia es también ese signo por el modo en que vive las bienaventuranzas a través de sus miembros. Y la ley de la Encarnación quiere que esta "Asamblea de santos" tenga también todas las limitaciones inherentes a una sociedad humana, de la misma manera que el Hijo de Dios, al encarnarse, ha asumido todos los limites inherentes a la existencia terrena.

En nuestra calidad de religiosos nosotros vivimos este misterio de comunión ecclesial en varios niveles :

    en nuestra vida sacramental y en nuestra oración litúrgica, donde se alimenta cada día y se expresa visiblemente esta comunión ;

    en nuestras comunidades locales, cada una de las cuales es una manifestación visible del misterio integral de la comunión ecclesial ;

    en nuestra participación en la misión evangelizadora confiada por Jesús a su Iglesia ;

    por nuestra comunión en una obediencia adulta, humilde y sincera a quienes, en el seno de la Iglesia universal, como en el seno de nuestras comunidades tienen un ministerio de autoridad que cumplir al servicio de la comunión.

Y es, pues, en este contexto donde nosotros debemos comprender nuestro voto de obediencia. Para ello es necesario volver una vez más al himno cristológico del capítulo segundo de la Epístola a los Filipenses. Debemos, lo primero, prestar atención al contexto en el que Pablo cita este himno.

Pablo está exhortando a los Filipenses a la comunión fraterna ; y lo hace con una intensidad emotiva que deja percibir que esta comunión no era más fácil para los Filipenses de aquella generación de lo que es generalmente para nosotros : "Yo os conjuro si hay un estímulo en el Mesías y un aliento en el amor mutuo, si existe una solidaridad de espíritu y un cariño entrañable..."(Flp 2.1). ¿A qué los exhorta ? A cosas muy simples, cuya dificultad, sin embargo, hemos experimentado todos en nuestra vida comunitaria : "tened un amor recíproco y un interés unánime por la unidad. En vez de obrar por egoísmo o presunción, cada cual considere humildemente que los otros son superiores y nadie mire únicamente por lo suyo, sino también cada uno por lo de los demás." (Flp 2, 2-3). Y en este punto Pablo pone como ejemplo a Cristo, y más precisamente al Cristo obediente.

"Entre vosotros tened la misma actitud del Mesías Jesús" (Flp. 2,5). Y cita aquí el himno sobre el Cristo que se ha despojado completamente de todo privilegio, que se ha hecho obediente hasta la muerte..." Para Pablo la obediencia es la forma más exquisita del amor. Es la única forma de amor totalmente gratuito. Es la forma de amor en la que uno renuncia deliberadamente, como Cristo y con Cristo, a todo privilegio, a todo derecho. Y entonces, como Cristo, uno puede recibirlo todo como don : "Por eso Dios ... le concedió (echarisato) el Nombre sobre todo nombre" (Flp. 2.9).

Es también en el ejercicio de la obediencia donde experimentamos más a menudo los límites inherentes a la Iglesia en su calidad de realidad humana (que lo es también, en virtud de la ley de la Encarnación). Como es también aquí donde hacemos la experiencia de nuestros propios límites, de la dificultad de morir a nuestra voluntad propia : "El que quiere salvar su vida la pierde... el que la pierde por mi causa la encontrará"(Mt. 16,25).

La obediencia a la Iglesia es, en definitiva, obediencia a las exigencias de la Misión que todos tenemos el deber de realizar, pero que Dios no ha confiado a nadie en particular, sino a la Iglesia en su conjunto, es decir, a su Pueblo. Y ese pueblo está constituido como sociedad estructurada con una jerarquía de servicios y de ministerios.

3) Comunión en el ejercicio de la misión.

La Iglesia no existe para sí misma. Si hay en la Iglesia personas con la responsabilidad de ejercer una misión respecto a sus otros miembros, la misión de la Iglesia no es respecto a ella sino respecto al mundo. "Id y enseñad a todas las gentes" (Mt. 28,19).

Desde que Jesús resucitó : desde que incluso en su humanidad trasciende todos los límites de nuestra existencia humana aquí abajo, está presente en todo tiempo y en todos los lugares. Jesús se identifica de alguna manera con todo ser humano. Nosotros podemos encontrarlo personalmente en todo hombre o mujer hallados en nuestro camino, o en aquellos a quienes hemos sido enviados... incluso al margen de nuestro camino ! Jesús, sin embargo, nos ha revelado, de una manera muy clara, que Él se identifica de modo privilegiado con los que el Evangelio llama "los pequeños".

El Evangelio, en efecto, nos habla de dos experiencias complementarias del encuentro con Dios. Hay primeramente un encuentro con el padre en lo secreto de la oración contemplativa, del que hemos hablado al comienzo. Pero hay también el encuentro de Cristo identificado con el enfermo, el prisionero, el refugiado, del que Jesús nos habla en el cap. 25 de Mateo : "Tuve hambre y me disteis de comer ; tuve sed y me disteis de beber ; estuve en la cárcel y me visitasteis, etc. O por el contrario no habéis hecho nada de esto.. Lo que habéis o no habéis hecho a uno de los pequeños de este mundo es a mí a quien lo hicisteis – o es a mí a quien habéis rehusado hacerlo (Mt. 25, 35-45). Estos dos encuentros con Dios son complementarios e inseparables. Nosotros podemos ser llamados por vocación a privilegiar uno de ellos en nuestra vida, pero no podemos descuidar el otro. La oración contemplativa sin la atención a los "pequeños" sería ilusoria ; el servicio a los "pequeños" sin atención a Dios en el silencio del corazón sería vano activismo.

Esta comunión con Dios realizada en y a través de la comunión con los más pequeños no se encuentra mencionada sólo al final del Evangelio – en ese cap. 25 de Mateo. Aparece en él desde el comienzo, antes incluso que la mención de la oración en el silencio del corazón. Se encuentra en las Bienaventuranzas con las que se abre el Sermón de la Montaña. Cuando Jesús dice "Bienaventurados los pobres, bienaventurados los que lloran, dichosos los perseguidos, etc." (Mt. 5, 3-11), no ofrece simplemente un consuelo espiritual (un analgésico) que ayude a soportar las miserias de este mundo en espera de gozar de los bienes del mundo futuro. Proclama, por el contrario, que los pobres, los enfermos, los perseguidos son dichosos porque El ha venido a liberarlos de esos males. Lo dice muy claramente en su respuesta a los discípulos de Juan que enviados por él le preguntaban : "¿Eres tú el que ha de venir ?" Su respuesta es : "Id a decir a Juan lo que habéis visto : los ciegos ven, los cojos andan, los pobres reciben la buena noticia" (Mt. 11, 2-6). Es este el signo de que el reino de Dios ha llegado. Lo que Jesús ha comenzado, sus discípulos tienen la misión de continuarlo. Las Bienaventuranzas son, pues, no un consuelo para las tristezas de los males presentes, sino la misión encargada a sus discípulos de aliviar a la humanidad de esos males.

En eso también Jesús nos muestra el camino. Él ha venido para liberarnos de nuestros males y de nuestras miserias. Pero ¿cuál fue su primer movimiento ? Fue tomar sobre sí todas nuestras miserias, comulgar con todos nuestros males, asumir todas nuestras pobrezas. En esto podemos encontrar el sentido de nuestro tercer voto, el de pobreza. Por este voto nosotros queremos comulgar con Cristo que se ha hecho voluntariamente pobre, que ha renunciado e todos sus privilegios, que se ha despojado, vaciado. Queremos también comulgar con todos los pobres de este mundo, aquellos que no han conocido jamás el lujo de elegir su pobreza. Nosotros hemos tenido ese lujo. Mientras el reino de Dios no se realice en plenitud sobre la tierra, mientras los cristianos no hayan cumplido plenamente su misión, habrá pobres. Y eligiendo un modo de vida sencillo por nuestro voto de pobreza, nosotros queremos expresar nuestra solidaridad y nuestra comunión con todos ellos.

4) Testigos de comunión frente a las divisiones

Su despojamiento radical y su obediencia han conducido a Cristo hasta la muerte, y a la muerte de cruz. Ha vivido en su carne la división que se encuentra en el corazón de todo hombre y entre los hombres. Esta división se da desgraciadamente a distintos niveles, en el seno mismo de la Iglesia, en la comunidad de los que se dicen y se pretenden discípulos de Jesús.

Y no pensemos simplemente en la división secular entre las Iglesias de Oriente y Occidente, fruto de siglos de incomprensión ; tampoco pensemos simplemente en la división entre las diversas confesiones cristianas occidentales, también ella fruto de las diferentes maneras de entender la necesidad de reforma en el seno de la Iglesia. Pensemos también en todas las tensiones en el seno mismo de la Iglesia católica, entre las distintas formas de apreciar las aportaciones de la modernidad, entre un ala que se quiere o es llamada más liberal y un ala que se pretende o es considerada más conservadora.

Como religiosos, consagrados de una manera muy especial a la comunión deberíamos ser no solamente actores eficaces en el seno del movimiento ecuménico, sino también agentes de comunión en el seno mismo de nuestra Iglesia católica. Toda actitud de endurecimiento, sea contra la jerarquía, sea contra otros grupos o movimientos de la Iglesia, está en oposición con la naturaleza misma de nuestra vida consagrada. Y si nosotros somos objeto de críticas, de desprecio, o de persecución incluso, venga de donde venga, no olvidemos la recomendación de Jesús de presentar la otra mejilla. Este gesto hace más por la comunión que todos las campañas y todas las cruzadas.

Pero, insisto una vez más, la Iglesia no existe para sí misma. Tiene una misión en el mundo. En ese mundo encuentra fieles de otras tradiciones religiosas. Con el desarrollo vertiginoso de los medios de comunicación en los últimos decenios, con los movimientos de población --a menudo originados por las guerras– con el encuentro masivo de culturas que se sigue de ello, asistimos en nuestros días a un encuentro cada vez más frecuente de religiones en todas las partes del mundo. No sólo porque estamos llamados de manera particular a la comunión, sino también porque muchos de nuestros Institutos religiosos están diseminados por todo en mundo, nuestra comunión con Dios debe expresarse en un esfuerzo de diálogo y de comunión con todos los que llevan también en si la imagen de Dios y que, bajo la acción del Espíritu actúan en el seno de sus religiones milenarias, esforzándose ellos también por distintos medios en restaurar esta imagen.

Algunos de entre nosotros están llamados a un trabajo específicamente misionero. Todos somos convocados a la comunión que consiste en contemplar en nuestros hermanos de otras religiones los semina verbi de que habla el Vaticano II, a contemplar en ellos la acción misteriosa del Espíritu y a respetarla. No todos somos llamados a una acción específica en el diálogo interreligioso que comporta sus grandes dificultades, pero sí estamos todos llamados a encarnar nuestro amor a Dios en un diálogo sin fronteras, ya que el diálogo, en expresión de Pablo VI (citada en Vita Consacrata) es el nombre nuevo de la caridad.

Y en nuestros días, en que muchas de nuestras comunidades se reclutan sobre todo en las Jóvenes Iglesias, es importante que ese diálogo interreligioso se extienda no sólo a las grandes religiones universales, como el hinduismo o el budismo, sino también a las diversas tradiciones de Africa y de América, como también de los diversos países de Asia.

5) Comunión con el cosmos

Volvemos una vez más por un momento al segundo de nuestros iconos : el del Génesis, donde hemos contemplado el Espíritu de Dios planeando sobre las aguas y fecundándolas, y en el que hemos visto brotar de la Palabra de Dios todos los elementos del cosmos : "Dios dijo y..." Toda la naturaleza creada es, pues, reflejo de la belleza divina. La belleza de la creación reside en su armonía, fruto de la acción del Espíritu. Esta armonía y esta belleza han sido destruidas desde que la acción unificadora del Espíritu fue turbada por la intervención de la explotación, fruto de los egoísmos del hombre.

Pablo, en el capítulo 8 a los Romanos, que ya hemos escuchado, y donde nos dice que nosotros no sabemos orar pero que el Espíritu de Dios ora en nosotros con gemidos que no pueden ser traducidos con palabras, nos habla también de la presencia de esos mismos gemidos en el seno de la creación. La creación entera, dice, gime con dolores de parto esperando la plena realización de la filiación divina (Rom. 8,22).

En nuestros días en que la naturaleza creada está amenazada por las intervenciones de los hombres, pero en que, por otra parte, el cuidado ecológico puede fácilmente devenir ocasión de conflictos y de luchas ideológicas, nosotros, religiosos y religiosas, por nuestra vocación a la comunión, debemos saber vivir esta preocupación ecológica como una comunión con la naturaleza creada por Dios y, por tanto, como otra expresión de nuestra comunión con Dios mismo. Como Jesús, que sabía restablecer la paz y calmar la tempestad con una palabra caminando sobre las aguas, nosotros debemos saber vivir nuestra comunión con la naturaleza creada de una manera que permita al Verbo del que somos portadores, penetrar en ella y devolverle la vida.

La comunión con el Espíritu que gime en el seno de toda la naturaleza creada es una dimensión esencial de una espiritualidad encarnada.

6) Comunión a través y más allá de la Cruz

Volvemos ahora, para terminar, al icono de la Transfiguración. ¿De qué habla Jesús con Elías y Moisés ? De su muerte próxima en Jerusalén (Lc. 9,31). ¿Hasta dónde ha llegado la obediencia de Jesús ? Hasta la muerte, y a la muerte sobre una cruz. ¿Hasta dónde nos ha amado ? Me ha amado hasta morir por mí, exclamaba Pablo.

No podemos, pues, pretender vivir una comunión profunda con Cristo sin aceptar la comunión con su Cruz. Jesús ha prometido el ciento por uno a los que abandonen todo para seguirlo ; el ciento por uno... con persecuciones (Mc. 10,30). El discípulo no es más que su maestro, ha dicho también : Lo que han hecho al maestro lo harán igualmente al discípulo (Jer. 15,20).

Desde los comienzos de la era cristiana, los cristianos han aceptado morir para testimoniar a Cristo. Entre los numerosos mártires des siglo XX, de los que el Santo Padre ha querido que se establezca el martirologio, junto a muchos laicos, y muchos sacerdotes y obispos, se encuentra un gran número de religiosos. Estos han aceptado vivir hasta el límite su espiritualidad de comunión, hasta las exigencias más profundas de la comunión con Dios, con el Cristo perseguido, con los pequeños de este mundo, con todas las víctimas sin nombre y sin rostro de nuestras guerras y de nuestras explotaciones del hombre por el hombre.

Esos mártires son modelos para nosotros. Es probable que pocos de entre nosotros seremos llamados a ese testimonio último de la comunión. Pero todos estamos llamados a aceptar la cruz en nuestras vidas. La que nos llega bajo la forma de persecución por parte del "mundo" o puede ser que incluso de parte de los nuestros, la que se presenta en forma de sufrimientos ocultos, de incomprensiones o de enfermedad. La cruz es siempre ese mismo fuego purificador que, acallando gradualmente las necesidades que, por nuestros votos, hemos renunciado satisfacer, permite al "deseo" crecer en nosotros. Ese deseo que es la aspiración a la plenitud de vida, al pleno restablecimiento de la imagen de Dios. Ese deseo que es el gemido del Espíritu que, al fin, es la única oración que queda cuando enmudecen todas nuestras palabras y hemos llegado al silencio primordial donde se engendra la vida.

El se hizo obediente hasta la muerte... Por eso Dios lo ensalzó... quiero que donde estoy yo estéis también vosotros...

Conclusión

Terminamos volviendo al icono de la última Cena. Después de haber dado a sus discípulos una vez más el mandamiento del Amor, Jesús les promete la comunión suprema. "Si observáis mis mandamientos... (es decir, todas las formas de comunión a las que hemos sido llamados por El), mi Padre os amará. Vendremos a vosotros y haremos en vosotros nuestra morada."

En nuestros momentos verdaderamente espirituales nosotros aspiramos profundamente a vivir en Dios. No olvidemos que Él aspira a vivir en nosotros. ¿Permitiremos al Padre, al Hijo y al Espíritu establecer en nosotros su morada ?