EL LUGAR DE LA MUJER
EN LA FAMILIA CISTERCIENSE
 
 
 
 
 

Mi intervención, que no es más que una primera aproximación, está estructurada en tres partes:

1) una mirada sobre la historia de la presencia femenina en la familia Cisterciense,

2) un esbozo de reflexión,

3) una evocación de lo que pudiera suceder en lo porvenir.
 
 

1. UNA MIRADA SOBRE LA HISTORIA

En la carta que ha dirigido a la familia Cisterciense con ocasión del noveno centenario del Císter, Juan Pablo II afirme:

"El carisma de Císter, que conoce una expansión rápida, aporta una una contribución muy importante a la historia de la espiritualidad y de la cultura de occidente. Desde el siglo XII, los 400 monasterios que entonces existían, son centros de vida espiritual en toda Europa".

Creo estar en el derecho de afirmar, sin forzar el sentido de esta afirmación, que al lado de estos 400 monasterios masculinos, se organizó de hecho y de manera oficiosa, la vida Cisterciense femenina. Hasta el punto que hacia el año 1300 llegan a ser alrededor de 800, más numerosas, pues, que las de los monjes, repartidas desde Suecia a Chipre, desde España a Siria. La expansión es tan grande que en 1251, en un momento en que muchas comunidades de monjas quedarán oficialmente afiliadas a la Orden, el Capítulo General pide al Papa Inocencio IV que no obligue a los Cistercienses a incorporar más monasterios femeninos, lo que fue concedido por la Bula "Paci et tranquillitati vestrae" (7 de mayo 1251).

Como testigos de la intensa vida espiritual de los monasterios femeninos, encontramos figuras de gran importancia en la historia de la hagiografía y de la mística. Santa Lugarda, Santa Alicia, Beatriz de Nazaret, las tres Ida (de Lovaina, de Novelle y de Léau), y las santas de Helfta, Matilde de Magdebourg, Matilde de Hackeborn, su hermana Gertrudis y sobre todo Gertrudis la Grande (estas tres últimas relacionadas a la Orden del Císter por su espiritualidad y sus observancias, sin que pertenecieran oficialmente a ella).

Al lado de los grandes centros masculinos de espiritualidad como fueron Clairvaux, Villers, Himmerod, Heisterbach, en el siglo XIII adquieren importancia los de las monjas de Parc-aux-Dames, La Ramée, Florival, Aywières, Nazareth, La Chambre, Val-des-Roses, etc.

Si se exceptúan las grandes abadías reales, como las de Las Huelgas, Maubuisson, y otras varias, los monasterios de monjas eran de ordinario más pequeños y más pobres que los monasterios de monjes, y sus propiedades tenían dimensiones más modestas. Las exigencias más severas de la clausura femenina, la preocupación de adaptar los edificios ya existentes para evitar gastos supérfluos, las influencias regionales, repercuten sobre la arquitectura de los monasterios de monjas. Lo que no impide que existan casos particulares como Bouchet, Bonlieu, La Maigrauge, etc.

A la expansión del siglo XIII sucede el tiempo de calamidades. Guerras, epidemias, cismas provocaron decadencia en la vida monástica.

En el siglo XV, en la Bélgica actual, se organizó un movimiento de reforma alrededor de la abadía de Soleilmont; en España, durante los siglos XV y XVI, numerosas monjas cistercienses todavía poco estudiadas, revivieron las experiencias del Cantar de los Cantares y las expusieron en sus autobiografías.

En la época de las guerras de religión, fueron los monasterios femeninos los que más las sufrieron, y muchísimas comunidades, cuyos monasterios habían sido saqueados o incendiados, tuvieron que refugiarse en las ciudades. Si algunas monjas aceptaron con demasiada facilidad la secularización que se les impuso, si hubo apostasías y defecciones (Catherine Bora, esposa de Lutero, era cisterciense), otras monjas pagaron su fidelidad con el martirio (las de Valsauve y de Laval-Bénite, por ejemplo) o confesaron su fe con firmeza, dejándonos hermosos testimonios de su resistencia, como el informe de la visita de los ministros luteranos a las monjas de S. Burkhard, una de las páginas más hermosas de la historia de la Orden.

Después del renacimiento material y espiritual que siguó al Concilio de Trento, no hubo reforma en ningun monasterio masculino que no fuese precedida, acompañada o seguida de una reforma en un monasterio femenino. y las abadesas fundadoras o reformadoras merecerían ser conocidas con la misma importancia que Denis Largentier o el Abad de Rancé. Por todas partes se asistió a una nueva floración de santidad y mística. Parc-aux-Dames, La Maigrauge, Santa Ana de Ávila fueron semilleros de monjas santas. Los escándalos y abusos de Maubuisson en tiempos de Angelique d'Etrées, la abadesa mundana, y las tristes circunstancias de la destrucción de Port-Royal, convertido en jansenista, no empañan el fervor de otras comunidades. Esta fidelidad se manifiesta de forma brillante durante la revolución francesa y la era napoleónica:. las monjas escribieron páginas gloriosas por el heroísmo de su adhesión a los votos. Prácticamente no hubo defecciones, y en ciertos casos, la fidelidad de su amor las condujo a prisión e incluso al cadalso. Entre los mártires de Orange, beatificados en 1925, figuran dos monjas cistercienses.

Después de la dispersión del siglo precedente, resucitan los monasterios de monjas con una vitalidad renovada, y los siglos XIX y XX han conocido un resurgimiento a escala mundial del monacato cisterciense, tanto masculino como femenino. Uno de los elementos decisivos de este renacimiento, creo yo, es que muchos monasterios siguieron viviendo en profunda consonancia con las preocupaciones de la Iglesia de su tiempo. Una monja joven, Santa Maria Gabriela, del monasterio de Grottaferrata, en Italia, ofreció su vida por la causa de la unidad de los cristianos. Fue beatificada en 1983. Su ofrenda fue suscitada, acompañada por la intución de carácter profético que tuvo su abadesa, la Madre Pía Gullini, por el movimiento ecuménico que entoces estaba en sus comienzos.

Quisiera detenerme ahora en el pasado más reciente, el pasado que ha seguido al Concilio, y poner así a la luz la participación, siempre grande, de las monjas en las estructuras de la Orden, haciendo resaltar lo específico que su participación ha aportado. Por ello, me atendré a la Orden Cisterciense de la Estricta Observancia, a la que pertenezco y conozco.

Desde el punto de vista jurídico, la rama femenina ha comenzado a organizarse, como tal, primeramente con reuniones de abadesas en Citeaux, a partir de 1959. Luego, a partir de 1971, con Capítulos Generales. Esto por obediencia a las invitaciones de la Iglesia y de la Orden, pero también aprovechando los carismas de las grandes abadesas de la época.

Cuando la Santa Sede concedió permiso para estas reuniones, sugirió que, no se alterasen los vínculos jurídicos con la rama masculina, los monasterios de monjas podrían reunirse en federaciones eventuales. Tendrían también la posiblidad de colaborar entre sí y afrontar solas todos los problemas que les concernieran. Pero el Abad General de la Orden, en ese momento Dom Gabriel Sortais, animado de un espíritu verdaderamente profético, no aceptó tomar en consideración tal eventualidad: La Orden existía en la unidad y ésta debía conservarse.

Desde entonces se ha iniciado un proceso de participación, lento, paciente, imprevisible; situación completamente nueva en la historia de la Orden. De hecho, hasta este momento, las monjas nunca habían participado en el gobierno, eran los abades los que legislaban para ellas.

Al principio, su fue un poco a tientas: se hacía, se deshacía, se corregía, se comenzó por animar todas las reuniones informales que no exigían aprobación jurídica. Siguiendo el ejemplo de la rama masculina, las monjas se reunieron en Conferencias Regionales, después enviaron observadoras a las Conferencias de los monjes. Y esto condujo a organizar las actuales Conferencias Mixtas.

Un aspecto importante para nosotros de la época posterior al Concilio es la elaboración de las Constituciones, un trabajo que ha durado veinte años, y en el que las monjas han participado desde el principio. La preparación, confiada en primer lugar a la Comisión de Derecho de la Orden, se sirvió de la colaboración, por correspondencia, de las monjas. Después de esta primera fase inicia, las monjas entraron, con pleno derecho, en las diversas comisiones de preparación. Los diversos proyectos fueron sometidos al examen de todos los monjes y de todas las monjas de las diversas comunidades, y fueron, de este modo, aligeradas, puestas en marcha y corregidas. Consultas de todo tipo y amplitud proseguidas con paciencia y obstinación. Cuando todas estas contribuciones estuvieron redactadas en un texto homogéneo, unitario; fue sometido de nuevo a correcciones antes de ser finalmente aprobado por el Capítulo de abades y abadesas que, para demostrar que las Constituciones habían sido puesta a punto por las dos ramas de la Orden conjuntamente después de veinte años de trabajo. El Espíritu Santo había inspirado las personas que creían en la importancia de la tarea que habían emprendido.

El resultado de este paciente trabajo ha sido crear una mentalidad, una unidad alrededor de una visión del ideal Cisterciense, aceptado por todos, y al mismo tiempo enseñarnos el trabajo en común, descubriéndonos lo que podía existir en la Orden complementario a las ramas masculina y femenina. Actualmente, monjes y monjas trabajamos juntos dentro de las distintas comisiones, en las Conferencias Regionales, reuniones de Comisiones Centrales para preparar los Capítulos Generales, en la Reunión General Mixta, que reune a los abades y las abadesas de toda la Orden. Desde algunos años, es bastante frecuente que las abadesas acompañen a los abades en las visitas regulares o ellas mismas visitan los monasterios femeninos.

Hoy, tal estado de cosas (con la posibilidad de una evolución ulterior) no crea ningún problema. Todos los miembros de la Orden están prácticamente unidos a ello. Y esto sólo basta para decir hasta que punto ha sido decisivo el camino que juntos hemos recorrido.

No hay duda que la contribución femenina a las Conferencias Regionales, a los Capítulos Generales, a las comisiones ha sido diversa, según las posibilidades de integración y de interindependencia de las diferentes culturas, también según la personalidad de las abadesas y de las monjas que han participado en ello. Además, la atención a las personas y a situaciones concretas, el sentido innato de la vida, a, la predisposición a la vida interior unidos a un humilde y sano realismo, han completado felizmente la contribución de los abades y de los monjes.

Este proceso de participación de la rama femenina en las estructuras de la Orden tiene verdadera importancia, pero esto no debe hacernos olvidar que los tiempos posteriores al Concilio han estado marcados por la renovación en el seno de las comunidades.

Los grandes Capítulos Generales de la rama masculina 1969, 1971, 1974 han trazado las líneas fundamentales de la renovación post-conciliar.

Concretamente, las abadesas han presentido las exigencias de una verdadera renovación espiritual que va más allá de la adaptación a las estructuras. Es la experiencia de la que he sido testigo en mi comunidad. Donde se ponía más atención era sobre todo en las dimensiones más profundas. Por ejemplo, se trataba de acoger e integrar a las nuevas generaciones con las exigencias y desafíos que aportaban consigo, esto nos llevó a redescubrir la importancia de escuchar a las personas, la interiorización personal, y también las dimensiones cenobíticas de la ascésis de la amistad, de la colaboración, del diálogo; se valoraron también, de forma renovada, la tradición y dimensión eclesial de la vida monástica; se concede más interés a la calidad efectiva de la vida comunitaria que a la adaptación de las formas concretas, sin descuidarlas. Pensemos en las transformaciones de mentalidad que llevan consigo un re-equilibrio del trabajo comunitario, transformaciones en los locutorios, en las salidas por exigencias de trabajo, salud o estudio.

El esfuerzo de las comunidades femeninas para mejorar la calidad de la formación ha sido importantísima. a veces favoreciendo ciertas especializaciones, organizando sesiones de estudio para las formadores, etc. ; por lo que respecta a la reforma litúrgica, todos los monasterios femeninos se han consagrado a ella con estusiasmo y han puesto al servicio de la renovación sus dones de creatividad, colaborando con las comunidades masculinas. Tampoco hay que olvidar, el esfuerzo realizado por las monjas para conseguir, gracias a un trabajo asíduo, la autonomía económica, en beneficio del sentido de la responsabilidad, de la colaboración y espíritu emprendedor.

Otro hecho que tenemos que mencionar, como signo de la fecundidad de las comunidades femeninas de la OCSO, es el número de fundaciones realizadas en el curso de estos últimos treinta años. Desde 1970 se han realizado 21 fundaciones y una incorporación. Me parece que nuestra forma de realizar fundaciones, nosotras monjas, ha sido concreta y comunitaria. Han sido raras las fundaciones experimentales o realizadas sin conformarse al Estatuto de Fundaciones. Nos hemos preocupado sobre todo, de la formación del grupo de fundadoras antes de la partida, de la realización de un marco de vida verdaderamente monástico desde el momento de la instalación, de la autenticidad de la vida monástica concretamente vivida (con una atención particular a la liturgia y a la vida comunitaria). Sin entrar demasiado en detalles, a menudo la presencia de fundaciones de monjas ha estimulado a los monjes en las fundaciones que ellos habían emprendido en las proximidades, esto cuando las monjas no se referían a la elección que ellos habían hecho, sino que estaban atentas a su propia sensibilidad y a las exigencias de su naciente comunidad. Tambien podríamos dar ejemplos de las relaciones con la casa madre, integración de vocaciones locales, estilo de vida, etc.

II. ENSAYO DE REFLEXION

La complementariedad vivida durante estos últimos treinta años - de la que es testigo nuestras Constituciones - es un don del Espíritu Santo que está presente en el carisma y la identidad cistercienses: y que están en consonancia con la forma de ser de la mujer al encararse con el misterio cristiano y la vocación monástica.

Ëtienne Gilson hablaba de la experiencia cisterciense en términos de teología monástica. Si la teología es la aproximación al misterio cristiano, es decir, su representación, hablar de experiencia no significa examinar el misterio de manera puramente subjetiva. Se trata de una manera particular de aproximarse a él, de contemplarlo, saborearlo, asimilarlo, interiorizarlo en el amor y comunicarlo por medio de éste. En este sentido, la experiencia de Dios, propia de los claustros cistercienses, es una verdadera teología y no una simple espiritualidad.

La vitalidad extraordinaria del árbol cisterciense debe probablemente mucho al "genio femenino" que, por mi parte, veo en la capacidad innata de la mujer, que posee la intuición de la vida en su verdad, y por consiguiente, se preocupa de unir doctrina y vida.

Fueron, quizás, las monjas cistercienses las que han percibido con más profundidad, lo que hay de auténticamente cristiano y humano en la doctrina de nuestros primeros Padres a la que San Bernardo ha dado la más acabada expresión.

Basta con pensar solamente en la doctrina del amor nupcial (el alma esposa del Verbo) o en la doctrina de María, imagen y modelo de la Iglesia y de las almas, llamada como María a ser simple receptora de Cristo, para llegar a ser perfectamente conforme.

J. Leclerq en su libro "La mujer y las mujeres en San Bernardo", muestra como San Bernardo, fiel a la tradición patrística y medieval, no sólo evidencia la importancia de varias figuras femeninas, sino que emplea el género femenino para hablar de Dios.

Bernardo se inspira profundamente en el lenguaje bíblico: en la Biblia se nombra a menudo el seno materno como símbolo de la compasión de Dios, de su bondad gratuita que crea, gratifica, perdona. El amor de Dios es, en efecto, como el de una madre, comunica vida, la sostiene y la nutre, y cuando es necesario, la hace fecunda, la consuela, la reconforta.

En línea de esta gran tradición, Juan Pablo II presenta actualmente una antropología teológica, fundada en el carácter complementario entre hombre y mujer, creados ambos para ser imagen y semejanza del Dios personal.

Idénticos en su dignidad de personas, no es sólo por la tarea particular asignada a cada uno de ellos por lo que se prueba su diversidad: la diferencia hombre-mujer afecta a la estructura ontológica de la persona. Por consiguiente existe algo complementario, es decir, una necesidad real, ontológica, con referencia al otro, para comprenderse, definirse, percibir su propio destino y su relación con la realidad. Esta polaridad del ser humano, enraizada en la relación hombre-mujer, se encuentra en todas las relaciones humanas.

La forma propia de la mujer de vivir esta tensión, la presenta así Juan Pablo II: "La mujer es una contribución indispensable para realizar una cultura capaz de armonizar razón y sentimiento, para llegar a una concepción de la vida que sea abierta al sentido del misterio".

Esta definición me parece muy próxima a la que me planteo al hablar de la experiencia como teología, quiero decir: una inteligencia y un corazón totalmente disponibles a Dios en la acogida de la contemplación.

A los ojos de Juan Pablo II, la aportación específicamente femenina brota de la sabiduría constitutiva del designio de Dios cuando crea la persona humana, hombre y mujer, para ser uno en la dualidad. Esta unidad tiene su modelo en las bodas entre el Señor resucitado y su cuerpo que es la Iglesia.

Sólo bajo esta luz es posible percibir la profundidad de la dignidad y de la vocación de la mujer, todo a la vez, dignidad y vocación de esposa y madre, y es posible hablar de su presencia activa en la Iglesia y en la sociedad.

Es la respuesta más convincente a cierto feminismo presente en nuestra sociedad occidental, marcada por la tecnología: ese feminismo reduce la diferencia y complementariedad entre el hombre y la mujer a un simple problema de emancipación, de un nuevo reparto de papeles. Este feminismo destruye lo que es propio del genio femenino: la persona se reduce a su actividad, a su función, a los cargos que puede realizar.

El progreso de la vida que ha marcado el siglo XIII, con la importancia que en él han tenido las santas y las místicas cistercienses surge del hecho de que la creatura tenía su verdadero lugar delante de Dios, delante de sí, enfrente a lo real y enfrente al prójimo. Esta preocupación por la verdad ha conducido a una libertad, a una creatividad que siguen impresionándonos.

La preocupación de respetar, en verdad, lo que caracteriza esencialmente al hombre y a la mujer, es decir considerarse como creaturas responsables y libres, llamadas a la verdad en la humildad de la obediencia y del amor, ha producido uno de los ejemplos más logrados de lo que significa una teología monástica y una vida espiritual auténtica.
 
 

III. UNA MIRADA SOBRE EL PORVENIR

Llegada a este punto, me parece importante que nos interroguemos cómo nosotras, monjas cistercienses, testimoniamos la mentalidad profética de nuestro carisma en el mundo actual.

Nuestra aportación será auténtica y original en la medida en que se enraice en nuestro carisma vivido en la realidad actual, sin miedo a afrontar los retos que ella nos imponga, abandonadas a la providencia que nos ha llamado a ser monjas cistercienses en este momento de la historia y no en ningún otro.

Nicolaus Lobkowicz en una conferencia pronunciada en la Universidad Católica de Milán afirma : "El mensaje cristiano no puede encontrar un eco favorable poniéndose en postura desafiante ante el mundo, incluso del mundo actual, sino preocupándose de apropiarse todo aquello que lleva consigo de apertura al futuro y si está marcado por el sello del cristianismo". Y se pregunta: "Pero, a fin de cuentas, esta apertura al mundo cómo evitará en convertirse en una derrota ante el "mundo"? No habrá capitulación si permanecemos anclados en Cristo, si le somos fieles". Encuentro estas palabras profundamente verdaderas, incluso para situarnos correctamente frente al carisma que hemos recibido, y el autor añade: "Incluso el mejor de los comienzos puede conducir a un punto muerto si no se tienen en cuenta los signos de los tiempos".

Mi propósito no es abrir aquí un paréntesis sobre los "signos de los tiempos" actuales: esto nos conduciría mucho más lejos. Me limito a una constatación evidente para todo el mundo: nuestra época está en trance de perder el sentido de la vida y del valor de la persona.

Las jóvenes que entran en nuestras comunidades traen las heridas de este doloroso extravío. Al mismo tiempo, además, gran número de comunidades europeas se enfrentan con el envejecimiento de sus miembros.

Considerar esta situación con realismo debe conducirnos a descubrir el sentido de la vida en la dimensión profunda que reside en el misterio Pascual y en la Eucaristía.

El lugar donde se revela y se propone esta plenitud de sentido, el lugar donde nuestra humanidad está educada, cuidada, regenerada, es la"comunidad". En su seno es donde la observancia de la Regla de San Benito hace nacer una humanidad nueva. Hoy, como ayer, es el camino trazado para que acojamos la buena nueva de la salvación.

En estas condiciones, el monasterio puede ser en vardad "la casa" donde los jóvenes de nuestros noviciados procedentes a menudo de familias desunidas, de contextos sociales difíciles, donde no era fácil llegar a un equilibrio afectivo, pueden, en la fe, acceder a la experiencia de sentirse hijos e hijas y llegar lentamente a integrarse felizmente en un contexto humano y eclesial.

La obediencia sigue siendo el fundamento de la formación benectina, una obediencia vivida cotidianamente tanto respecto a los superiores como a las hermanas, una obediencia que lleva consigo una dimensión de escucha, de seguimiento de Cristo. Esta obediencia libera el corazón de todo lo que obstaculiza la realización del destino que hemos recibido al mismo tiempo que la vocación cisterciense, una obediencia que libera de la voluntad propia para adherirse a la voluntad común. Tal debe ser nuestra obediencia, para nosotros, el camino concreto para conseguir la liberación, para encontrar nuestra identidad en la consciencia de ser hijos. Al mismo tiempo, el amor por la comunidad, icono de la Iglesia y la humanidad, servirá de garantía contra cualquier riesgo de evasión, de idealización, de sublimación. En esta perspectiva, los ancianos son un elemento irremplazable en la transición de la vida y de la cultura, sin hablar de amor y santidad.

A causa de esto, la comunidad es el lugar donde Cristo nos llama, se comunica con nosotros, el lugar donde se realizará nuestra vocación esponsal y maternal. Nos unimos a Cristo cuando nos unimos a la comunidad en una visión común de ideal cisterciense y cuando nos comprometemos totalmente en una actitud de servicio concreta.

Y porque lo que caracteriza el sentido de la vida en la mujer es esencialmente la apertura al misterio como una realidad, no para poseer, sino para servir y amar en la experiencia concreta, es verdaderamente en el contexto de la comunidad donde nuestro genio femenino debe encontrar su empleo y su expresión.

Quisiera ahora subrayar algunos aspectos de esta apertura al misterio, característicos de la condición femenina, y de la experiencia concreta que en ella encuentra su origen. Estos aspectos no son sino otro de los elementos fundamentales de la vida benedictino-cisterciense, las diversas maneras en que se transmite recíprocamente la vida entre los miembros de una comunidad. En efecto, solamente cuando nos engendramos unas a otras, cuando nos dejamos configurar por la comunidad, cuando accedemos a la maternidad, cuando somos capaces de acoger la vida para transmitirla en el momento que nos corresponda.

Aquí están algunos de los aspectos testimoniales que hemos sido llamados a dar por medio de esta reciprocidad:

- Testimonio del valor de la "estabilidad", de una pertenencia total y definitiva, capaz de riesgo, esperanza, ayuda afectuosa y maternal respecto a jóvenes que proceden de un mundo donde la idolatría de todo lo que es instintivo, con, como consecuencia, la huida de toda responsabilidad, parece estar inflitrada en todos los dominios.

- Testimonio de un sentido maternal viviendo el "trabajo" con un sentimiento de gratuidad, de don efectivo de sí, un esfuerzo de renuncia, de servicio. Es el entídoto más seguro contra la lógica del poder y del rendimiento tan característicos de nuestras sociedades industriales.

- En conformidad con la doctrina del Vaticano II, es de la mayor importancia para nosotras, hacer un esfuerzo para profundizar en la "doctrina de nuestras madres cistercienses", para ir adquiriendo su mentalidad, para considerar el misterio del hombre y de la Iglesia monástica. No se trata solamente de estudiar éste o aquel punto precisos, sino también de aprender un método de aproximación a lo real que nos abra al amor de Cristo y al de las personas de la comunidad. Para esto, es necesario formar nuestras jóvenes en una lectio de textos patrísticos que les haga tomar conciencia de sus raices, de la herencia que les han transmitido, y de su responsabilidad respecto al momento histórico en que viven.

- Introducir a nuestras jóvenes en la experiencia del misterio en que la "liturgia" nos sumerge. Frente al despertar de todas las formas de religiosidad que sólo apuntan a satisfacer la necesidad individual de emoción espiritual, el Opus Dei se presenta como el lugar donde el misterio se comunica, se celebra, donde nos convertimos en servidores a través de nuestra alabanza, nuestra oración, nuestra ofrenda.
 
 
 
 

CONCLUSIÓN

Ya he segnalado que el magisterio de la Iglesia subraya el vínculo, la fuerza profética, "el mensaje de liberación que la Iglesia ha recibido de Cristo" y el don de sí, testificado plenamente por las mujeres en su vocación virginal, esponsal y maternal.

Tal don de sí encuentra un lugar de predilección en nuestros monasterios cistercienses, pequeñas Iglesias donde la persona humana accede a la curación, reencuentra su dignidad, tomando plena conciencia de su identidad. Entonces los monasterios son lugares en que el humano se reencuentra ser tal como Dios lo creó, donde la vida y la muerte reencuentran su significado. Esta es nuestra respuesta a la Iglesia y a la sociedad, un signo en el corazón de nuestra Europa, de una vida nueva que procede de Jesucristo.

En lo que concierne a nuestra contribución, a nosotras, monjas de la Orden, ya tanto se ha hecho en el dominio de la colaboración, de la complementariedad, de las estructuras...y seguramente la situación seguirá evolucionando. Pero me parece que nuestra aportación se sitúa más profundamente, en esta fidelidad a nuestra identidad.

Y de hecho, al profundizar en lo que caracteriza nuestra vocación en el seno de la comunidad se realizará esta profunda ósmosis entre doctrina y vida, capaz de suscitar nuevas situaciones y una participación creadora en el interior de la familia cisterciense.
 
 

Sor Rosaria Spreafico OCSO

Monasterio de Vitorchiano (Italia)