NUEVAS IGUALDADES:

MONJES/MONJAS - MONJES/SACERDOTES

por Martha Driscoll, ocso.

Introducción

Después de meses de cavilar por qué me habían pedido que diera media vuelta al mundo para hablar de este tema, estuve segura que era simplemente para estimular el pensamiento y la discusión. Esto facilitó mi tarea, porque si algo de lo que dijera estuviera equivocado, por lo menos ayudaría a los otros a encontrar algo mejor.

¿Que se quiere expresar con "Nuevas Igualdades"? Busqué en mi diccionario Webster la palabra igual y encontré una lista de significados: mismo nivel, par, del mismo rango, capacidad o mérito, tan grande como otro. (Para la Real Academia: de la misma naturaleza, cantidad o calidad de otra cosa, muy parecido o semejante, constante, no variable, etc.) No tengo mucho interés en llevar las cosas al mínimo común denominador, que es con frecuencia lo que sucede cuando hablamos de igualdad. De una forma u otra, la palabra implica marcados altibajos, peldaños y escaleras, exigencia de derechos y poderes. Puede ser que lo que más me inquiete sea justamente el contexto socio-político en el cual oímos usar la palabra "igualdad". A veces significa el deseo ilusorio de eliminar las diferencias, porque si todos fuéramos iguales se solucionarían todos nuestros problemas, ¿Estamos buscando nuevas igualdades de identidad? Pienso que no. Por el contrario, estamos cada vez más abiertos a la variedad. Quizás "Nuevas Igualdades" trata de igualdad en el sentido de librarnos de la discriminación de clase y de sexo que impone diferencias donde no hay ninguna. Puede ser que "Nuevas Igualdades" se base en formas nuevas de ver y manejar las diferencias.

La Regla de San Benito que seguimos no tiene interés en resolver problemas a través de un tipo de igualdad niveladora. El valor humano no está basado en la semejanza, se atribuye a todos. Se respeta y se presta atención a las diferencias, especialmente a las relacionadas con la debilidad y cualquier celo que pueda resultar debe considerarse como lo que es: egoísmo que sólo se puede curar experimentándolo, nombrándolo, arrepintiéndose de él y creciendo en una humildad renovada. La justicia humana puede estar basada en la teoría de la igualdad, que muchas veces es más teórica que práctica. Pero el respeto divino por las personas está basado en el respeto de la diferencia y la singularidad, de los dones dados a cada uno para el bien común. Está basado en la misericordia. La inclinación de la ambición humana que busca ser igual, más igual y superior a otros está colocada cabeza para abajo. "Considérate el menor de todos... toma el último lugar... vuélvete como una criatura (que no tiene derechos o igualdades). Ninguno puede recibir algo, excepto que le sea dado del cielo". "El mayor de todos será aquél que sirve". Hablar sobre igualdad es algo semejante a hablar sobre poder. Es hablar de auto-imagen y de auto-afirmación; la necesidad de sentirse en el mismo nivel que los otros, el temor de ser relegado a algún escalón inferior en la escala, como alguien que no cuenta. Tal vez sería más verdadero decir que es la necesidad de ser reconocido como persona por derecho propio. De acuerdo con "Mulieris Dignitatem", este es exactamente el propósito de la creación divina del hombre y la mujer: ser uno para el otro, ver al otro como una persona con su propio derecho. Los efectos del pecado original han deteriorado nuestra capacidad para hacerlo y de este modo nos aferramos desesperadamente a la autovalía que no nos podemos atribuir a nosotros mismos: sólo la podemos dar al otro. ¿Cómo estamos creciendo como Orden en esa capacidad? Quizás esto significa para mí más que buscar "Nuevas Igualdades". ¿Cómo estamos superando las disparidades injustificables basadas en el sexo y el estado clerical, para vivir nuestra vocación cisterciense juntos en comunión y complementariedad, de modo que nos regocijemos en la variedad y abundancia de dones y ministerios dados por el Espíritu Santo para construir el Cuerpo de Cristo?

Primera parte:

COMPLEMENTARIEDAD Y COMUNIÓN

Viejas separaciones

La primera vez que visité un monasterio trapense en 1971 encontré una atmósfera bastante fría y distante. Subí a una tribuna oscura desde la cual no pude ver la liturgia que se celebraba abajo. Luego, paseando alrededor de la iglesia, me enfrenté con un cartel grande que decía: "Clausura. Toda mujer que traspase este punto será excomulgada". Estaba asombrada y me sentía rechazada, excluida. No comenté el tema con nadie y sólo descubrí que había una rama femenina casi un año más tarde. Más o menos por el mismo tiempo visité un monasterio benedictino, donde se les permitía a las mujeres entrar libremente en la iglesia sencilla y unirse plenamente a la liturgia. Fue muy hermoso. Después de algún tiempo de oración silenciosa, sola en la iglesia, se acercó un monje joven y le sonreí para compartir mi felicidad. Para mi sorpresa, se dio media vuelta y huyó. Quedé mortificada. Entonces pense: "En los monasterios ocurre lo mismo que en el mundo... una mujer no es una hermana en Cristo, sino un símbolo del sexo. La única diferencia consiste en que en el monasterio es considerada un peligro de tentación". Recibí el mismo mensaje en conventos de monjas de clausura con rejas y trataban de mantener a los hombres fuera. Las relaciones con el sexo opuesto eran peligrosas. La situación quizás era peor en los conventos femeninos, porque ni siquiera las mujeres estaban permitidas: ¡quien no fuera monja de clausura era peligrosa! Todo esto me provocó preguntas perturbadoras, pero sabía que cualesquiera que fueran los problemas, mi lugar estaba en el lado de adentro y terminé por encontrar un monasterio que tuvo el coraje de dejarme dentro de las rejas. Durante años dejé atrás cualquier pensamiento de cómo eran las relaciones con las personas de afuera o con el sexo opuesto.

Vientos de cambio

Estoy segura de que todas tenemos recuerdos de experiencias similares de cómo acostumbraban a ser las cosas. Menciono las mías como un preludio que muestra muy claramente cuánto hemos progresado en tan poco tiempo. Sin marchas o movimientos de protesta, las rejas y los carteles y las paredes de separación se desplomaron, casi por decisión propia. Una evolución rápida, aunque gradual, tuvo lugar dentro de nuestra Orden, en la cual igualdades, relaciones, estructuras de participación y colaboración, que eran inauditas e impensables comenzaron a diseminarse y ahora son prácticamente normales. Por supuesto, no sin esfuerzos, disputas, errores, resistencias, miedos, sufrimientos psíquicos y físicos, así como decisiones valerosas y liderazgo hábil. Lo más importante: ha habido una apertura increíble al Espíritu Santo, que nos ha guiado día a día, mes a mes, año a año, Capítulo a Capítulo. Según la costumbre, los monjes, los abades, eran los que pensaban, los que conducían, los guías espirituales, los que tomaban decisiones. Hablaban fuerte en la vida de las monjas por su poder de gobierno. Las propias monjas tenían poca voz en sus propias comunidades y absolutamente ninguna en la vida de los monjes. Esto era un espejo de la situación en la Iglesia y en la sociedad en general. Los hombres pensaban y gobernaban, las mujeres escuchaban y obedecían -por lo menos en teoría. Tuvo lugar un cambio radical. La apertura a la vida condujo a discernir cada situación concreta que encontrábamos en nuestro camino a la luz de nuestra unidad como una Orden de monjes y monjas. La lógica inherente de la complementariedad nos llevó a cambiar más y más las estructuras, porque se hizo obvio que necesitaban ser cambiadas. Al mismo tiempo, la relación entre superiores y superioras evolucionó, pasando de estar basadas en el formalismo y el temor, al respeto mutuo y a la estima, en una preocupación pastoral común. Nunca escuché recriminación de parte de las monjas por la dirección dura de la rama masculina en todos los detalles de su vida antes de la renovación del Vaticano II. Había consciencia y sufrimiento, y al mismo tiempo humor y amor. La Orden manifestó su habilidad para vivir a través de ese enorme cambio histórico con fe, respeto y comprensión por las limitaciones del pasado, y un amor trascendental por la unidad, mucho más profundo que cualquier sentimiento de amargura, que podría haber separado a las dos ramas. Por supuesto, hubo quienes abandonaron, víctimas de la revuelta y confusión. Con ellos se fueron profetas con visión demasiado clara para soportar la carga de esperar con esperanza paciente. Y hubo conservadores que se opusieron a la apertura, que en algunos casos les fue impuesta muy bruscamente. El sufrimiento de los que dejaron es también nuestro sufrimiento. Con certeza, todo eso dio fruto de vida nueva y unidad más profunda.

Proceso pacífico de compartir el poder

En todo este proceso de evolución, las abadesas dieron raramente señales de buscar igualdad de poderes. Fue una sorpresa (y no siempre bienvenida) para las abadesas, lo mismo que para los abades. De hecho, algunas abadesas temían estructuras que estuvieran muy mezcladas, demasiado interdependientes, a la vez que temían estructuras que hicieran a las ramas muy independientes. El temor consistía en que la Santa Sede separara las ramas, y su único deseo era la preservación de la unidad a cualquier costo -no buscaban el poder y la independencia para sí mismas. Quizás podrían haber sido criticadas por ser demasiado respetuosas, demasiado dependientes. Pero una mirada más profunda revela una intuición espiritual de que permanecer juntos era lo más importante. Los cambios se crearían simplemente por su presencia. En realidad, "nueva igualdad" significa un cambio de un sistema basado en la búsqueda de poder, a una comunión fundada en el poder compartido.

El largo proceso de escribir las Constituciones nuevas, con la participación plena de ambas ramas, fue una tarea monumental en la que llegamos al descubrimiento sorprendente de que nos necesitábamos unos a otros, que vivíamos verdaderamente el mismo carisma, que las monjas tenían intuiciones y conocimientos importantes basados en la vida y la experiencia espiritual, que complementaban el pensamiento de los monjes. La decisión valiente de celebrar la primera Reunión Mixta en 1987 para la aprobación de las Constituciones abrió una puerta que ya nunca se podría cerrar. Las Reuniones Regionales Mixtas, y muy especialmente sesiones mixtas de formación -tanto de formadores como de monjes y monjas jóvenes- nos han dejado una experiencia rica de aprender juntos y simplemente de "estar juntos" en el mismo deseo de Dios, la misma vocación, la misma dificultad para vivirla, el mismo amor por nuestra tradición y la misma preocupación para responder a las necesidades de nuestra época. En la práctica fue compartir el poder voluntaria y gradualmente. En muchos casos la lógica de la complementariedad e igualdad fue sugerida y promovida por "hombres liberados" más que por mujeres liberadas, a causa de su deseo de incluir a las monjas en todas las dimensiones de la vida de la Orden. Entre ellos se destacó nuestro Abad General, Dom Bernardo Olivera, quien en la Reunión Mixta de 1993 rompió con la tradición de que sólo el Abad General pronunciara sus "Capítulos" o conferencias, compartiendo su función de enseñanza no sólo con otros abades, ¡sino también con abadesas! Las mujeres, además de ser moderadoras de las sesiones de una Reunión General Mixta esencialmente masculina, ¡pronunciaron Capítulos a los abades! Y fue evidente que tenían algo que decir, algo digno de ser escuchado. Dom Bernardo Olivera manifestó también sus "utopías" incluyendo la interdependencia completa de ambas ramas en todas las estructuras de la Orden, hasta llegar a incluir la posibilidad de una Abadesa General. En muchos casos la mezcla de géneros anticipaba, precedía la creación de estructuras oficiales mixtas. Un buen ejemplo de esto ocurrió en la Reunión Mixta de 1993, cuando inventamos un modo nuevo de estudiar los informes de las casas en comisiones mixtas. La sorpresa enorme fue que nos encontramos superiores y superioras haciendo evaluaciones pastorales de las casas de hombres y de mujeres. ¡Mujeres con voz en el discernimiento de los problemas pastorales de los hombres! Esto era inaudito, nunca se propuso conscientemente, y nadie tenía conciencia de sus implicaciones. Las comisiones ya eran mixtas. Simplemente buscábamos una forma más eficaz de leer los informes. Lo más extraño es que cuando votamos sobre este método nuevo, nadie propuso que los informes de las casas debían ser leídos en comisiones de los Capítulos separados. Nuestro instinto fue casi siempre mezclar los géneros, dándonos cuenta de las dificultades a medida que avanzábamos. Y las consecuencias fueron muy positivas: muchos casos difíciles que nadie se había atrevido realmente a mirar de frente antes con las estructuras masculinas de la Orden, se convirtieron en objeto de profundo cuidado pastoral -se podría decir de afectuoso cuidado maternal. Ahora nos aproximamos a la conclusión "lógica" de una comisión pastoral mixta y de un Consejo Permanente mixto. Esto, junto con el papel creciente de las abadesas como Visitadoras o Co-visitadoras está llevando a una revolución radical: hemos pasado de una situación 50 años atrás en la cual las monjas eran completamente dependientes de los hombres, a una interdependencia vivida hasta el nivel de gobierno y de participación pastoral de las monjas en los asuntos de las casas de los hombres. Estoy segura de que continuaremos en esta evolución en nuestras estructuras mixtas, en nuestra cooperación, en nuestra toma de conciencia de cuánto nos enriquecemos mutuamente unos a otros.

En nuestro viaje hacia una nueva igualdad de comunión, las monjas tuvieron en algunos aspectos más ganancias y ventajas que los monjes. Las monjas experimentaron un crecimiento increíble de libertad, autogobierno, madurez, responsabilidad de su propia formación monástica y la expresión de su visión monástica. Su sentido de identidad en sus gracias y modos específicamente femeninos de vivir la vida monástica, fueron profundizados y florecieron. Recibieron más y más oportunidades de compartir y colaborar dentro de la Orden. Debe destacarse la posibilidad de que ellas se beneficiaran de las deliberaciones de los Capítulos Generales de Abades para la renovación de las décadas del 60 y del 70, las ayudaran a embarcarse en el proceso de renovación con ventajas que las monjas de clausura de otras Órdenes no siempre recibieron. Esto marcó una diferencia importante en su capacidad de evolucionar y nos ligó en gratitud a la rama masculina, que nos capacitó a todas para crecer en interdependencia.

Testimonio

Está claro que no estamos hablando sólo de un cambio de estructuras. Ha habido una evolución inexorable de la vida. Es una señal del trabajo del Espíritu, una capacidad de cambio y una experiencia del carisma de unidad que está en el corazón de nuestra vida cisterciense. En una época de cambios tan rápidos en ideas y valores, cuando la emergencia de la mujer, tanto en la sociedad como en la Iglesia, ha generado con frecuencia tensiones y conflictos, fuimos agraciados en nuestra Orden al crecer en complementariedad que lleva a la comunión más profunda para todos nosotros, tanto hombres como mujeres. Estoy segura de que los abades y los monjes han sentido personalmente los beneficios. No se trató simplemente de permitir a las monjas acceder a la igualdad con sus homólogos masculinos. Todos hemos cambiado y esto es realmente una NUEVA igualdad -una igualdad que no existía anteriormente. ¿Existen todavía discriminaciones, diferencias injustificadas, desigualdades entre monjes y monjas, abades y abadesas? ¿Nos relacionamos unos con otros en un plano de igual estima y respeto, sin la influencia de caricaturas y las determinaciones culturales de las diferencias de sexo? Seguramente todos tenemos por delante un largo camino de conversión, antes de llegar a relacionarnos con cada persona y con toda persona como un "ser que tiene su propio derecho", como un don de Dios, como una invitación a profundizar la auto-entrega mutua en el amor, sin crítica, sin categorización, sin desprecio al otro como alguien carente de interés, disminuyéndolo simplemente porque es distinto y, por lo tanto, amenazador. Entre tanto, en nuestra Orden internacional, transcultural, multilingüe, pienso que comprendemos que las diferencias entre hombres y mujeres no es algo que debamos temer. Cuanto más aceptemos las diferencias de cultura, de generación y de sexo y las examinemos juntos, tanto más encontraremos nuestra propia identidad en una comunión nueva, en la cual la palabra "igualdad" no dice lo suficiente. Mientras tanto, para alcanzar esta unidad interpersonal profunda, tenemos que "sufrir las diferencias". Debemos continuar nuestro camino de conversión, tratando de abandonar un punto de vista egoísta -según el cual la manera como yo pienso, siento, reacciono y decido (o nosotros pensamos, sentimos, reaccionamos y decidimos) es la medida del universo- para pasar a compartir el punto de vista de otros seres humanos.

El camino a recorrer

Todavía tenemos mucho que explorar y descubrir juntos en relación a las "Nuevas Cualidades" de comunión e interdependencia en dimensiones que nada tienen que ver con las estructuras. Por ejemplo, en la última Reunión General Mixta nuestra comisión mixta mencionó muchas veces la necesidad de más maternidad en la Orden con respecto a las fundaciones, a las comunidades con dificultades, a jóvenes en crisis vocacional. Maternidad significa cuidado y alimento por un tiempo largo, más que la búsqueda de soluciones inmediatas y rápidas. Significa esperar contra toda esperanza, estar pronto a intentar cualquier cosa -incluso el riesgo del autosacrificio por la vida de la comunidad, por la fundación, por el joven, por el viejo. Maternidad que se atreve a retar y reprender con amor y preocupación y decir a la gente cosas personales, "que sólo una madre puede decir". Maternidad que enseña a vivir y a crecer, cómo ser débil y finalmente cómo morir. Maternidad que no es ejercida sólo por mujeres, sino por hombres cuyos corazones fueron tocados por la maternidad de Dios. En 1998, en su carta anual a la Orden, Dom Bernardo destacó la importancia de una antropología nueva, basada en la mujer como arquetipo de todo lo que es humano, y rogó a las monjas que compartieran sus ideas sobre el Evangelio, la teología y la tradición monástica, que las compartieran con los monjes, que precisaban aprender de ellas. En base a esta carta tuve una experiencia hermosa el año pasado, de conducir a mi comunidad a una larga exploración en profundidad de nuestra condición de mujer, que nos cambió a todas en muchos aspectos y continúa abriéndonos a dimensiones nuevas en nuestra vida monástica, como mujeres seguidoras de Jesús. Estamos apenas en el comienzo.

A nivel de nuestras comunidades locales están creciendo nuevas cualidades de complementariedad y dando más oportunidades para experimentar nuestra condición de hermano o hermana en la misma vocación, y de aprender uno del otro. Por ejemplo, nuestra comunidad experimentó una maduración en la relación con los monjes de Rawaseneng. Creamos varios tipos de encuentro y formación conjunta que nos ayudaron a crecer en relaciones más profundas, purificadas de las formas sociales de buscar la atención del sexo opuesto. Nuestro noviciado visitó a los novicios de Rawaseneng. Algunas hermanas siguieron cursos en Rawaseneng dictados por profesores del seminario para los monjes que se preparan para el sacerdocio. Parece que todos se beneficiaron con la experiencia, la atmósfera de aprendizaje fue mejor enfocada y hasta los profesores sintieron que podían dar más. Después un grupo de monjes participó en un seminario dictado por el P. Crisógono en Gedono sobre la herencia cisterciense. Pequeños grupos de discusión constituyeron estímulos vivos y una invitación o desafío a la conversión personal y comunitaria. También tuvimos un acontecimiento extraordinario, que fue un día de retiro, discusión y celebración fraterna del IX Centenario de Císter. Las dos comunidades prepararon el encuentro con diálogos en grupo sobre el tema: ¿Cómo vivimos el Carisma Cisterciense en la Indonesia actual? Las hermanas de Gedono aprendieron bastante sobre su identidad como una comunidad de mujeres cistercienses que tenían algo muy precioso que compartir con sus hermanos. Esto fue una gran transformación, porque de antemano la tendencia fue siempre a imaginar que los hombres tenían más, sabían más, "eran" más que las monjas. Surgió una conciencia nueva de igualdad real entre hermanos y hermanas que tienen la misma vocación, la misma tradición, el mismo carisma, la misma conversatio y una misión común.

Del individualismo hacia la comunión

Muchas veces hemos oído decir que las comunidades femeninas tenían más sentido de comunidad y las masculinas eran más individualistas. En verdad, esto se decía en un tono que quería significar que la vida comunitaria no era tan exigente como la vida solitaria, que las mujeres no tenían aquello que lleva a vivir en soledad seria, como si la vida en comunidad fuera una necesidad y no una vocación exigente. En realidad es ambas cosas: necesidad y vocación. La vida benedictino-cisterciense no es una ascensión individualista a una montaña para llegar a la cumbre de la contemplación espiritual. Es un viaje comunitario por el camino descendente de la humildad, es seguir juntos a Jesús por el Misterio de su muerte y resurrección, el cojo conduciendo al ciego, el ciego apoyando al cojo. Es descubrir la belleza y la verdad de las palabras del Salmo 132: «Ved qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos -y hermanas- unidos», un descubrimiento que se hace posible sólo a través de la conversión personal con su sufrimiento inevitable. Mientras tanto, una mentalidad individualista tiende a ver tal unidad como falta de madurez, conformidad de personas a las que les falta identidad propia, incapaces de pensar por sí mismas, temerosas de decir algo diferente, amedrentadas con presiones mayores, con miedo a la autoridad, y por ello deseando seguir juntas. En cambio mi experiencia ha sido que la gente que no es capaz de sacar sus propias conclusiones son aquellas que con más probabilidad provocan rupturas, división, escisiones, basadas en sus propias preferencias o críticas. El individualismo afirma que para ser un individuo fuerte, se tiene que tener pensamientos y opiniones propios. Las opiniones fuertes, expresadas con fuerza, dan un sentido de auto-identidad. «Soy lo que pienso». Esto hace difícil la construcción de una visión en común. Pero la necesidad de tener opiniones diferentes a las de los otros, con vistas a afirmar su propia identidad, es un signo certero de inseguridad como persona. La unidad y la visión común no son fruto de pensar las mismas cosas. La unidad real depende de desear las mismas cosas juntos y no eliminar el pensamiento y la responsabilidad individuales. Vivimos juntos, experimentamos las mismas cosas juntos, rezamos, reflexionamos y discutimos las cosas juntos, a la luz de la enseñanza del Evangelio, de la Iglesia, y de la Orden. ¿Por qué es tan sorprendente que aprendamos a pensar juntos sobre lo que experimentamos, quiénes somos como comunidad, cuáles son nuestras esperanzas y problemas? Pero esto sólo puede acontecer si se desea tal unidad de visión y todos la buscan como un don de la Misericordia de Dios, que nos abraza a todos en nuestra pobreza y debilidad. Esto implica elecciones personales de auto-conocimiento, conversión, perdón y oración. Requiere el deseo de sacrificar nuestro modo de pensar propio, y de sentir y actuar por el bien común de la comunidad: requiere pasar de la voluntas propria a la voluntas communis. Tenemos que estar dispuestos a sufrir por la unidad que deseamos. Entonces podremos aprender a discernir juntos, basados sobre criterios asumidos en común, decididos conjuntamente. Al hacerlo, experimentamos el frágil milagro de lo que significa ser "Iglesia" de un solo corazón y de una sola mente, tenemos la experiencia de comunión tanto en nuestra vida común como en la soledad.

Pero ¿por qué las comunidades de hombres son más individualistas? Ciertamente el individualismo no es una característica masculina inmutable e inevitable; más bien es un modo de comportamiento determinado culturalmente que resulta de la cultura racionalista moderna dominante. El énfasis que se pone sobre el hombre que se hace a sí mismo lleva a algunas ramas de la filosofía moderna a considerar esto como una meta de la existencia humana. El énfasis sobre el sí mismo ha llevado a un nuevo tipo de consciencia personal de la autonomía individual, que nunca se había conocido en sociedades comunitarias más tradicionales. Si cada sí mismo racional es un universo diminuto, cerrado en sí mismo, el resultado es el individualismo, el egocentrismo y la competencia terrible. Si se presta mucha atención a este universo interior, se pierde la consciencia del otro como semejante. Se pierden los valores humanos. Se pierde a Dios. No hay que sorprenderse que los hombres estuvieran más influenciados por esta cultura, dado que ha sido desarrollada por hombres racionalistas. Sufrieron sus propias conclusiones. Se encontraron esclavizados por expectativas irreales sobre sí mismos, su papel en la vida, su necesidad de tener éxito, de lograr, de ser completamente autónomos y auto-realizados, encerrados en un individualismo rudo que era considerado como modelo y objetivo. Fueron educados para ser fuertes y racionales, evitar mostrar sus debilidades de afectos y emociones -privados de sus capacidades naturales de construir comunidad. Por supuesto, las mujeres también fueron víctimas de esta cultura. Ellas también fueron instruidas sobre lo que eran, pero de un modo más pasivo, más implícito, pues no eran tan activas en este juego. Fue sólo en este siglo cuando comenzaron a tener posibilidad de "entrar en el mundo de los hombres" por su educación y su carrera. El "mundo real" en el que ellas buscaron entrar no era nada más que las cuentas brillantes del individualismo, que no valía la pena.

La Iglesia también sufrió la influencia del individualismo, especialmente en el sacerdocio y en el campo de la piedad personal. Cuando el Vaticano II abrió puertas y ventanas, muchos se sintieron fascinados por las atracciones maravillosas de la auto-realización, que parecía una crítica clara a nuestra uniformidad trapense de vida. Aquellos vientos de mudanza revelaron una buena dosis de individualismo que estaba detrás de nuestra uniformidad exterior. La espiritualidad basada sobre una realización personal heroica, sin contacto humano con los demás en la comunidad, era una empresa altamente individualista. Fueron necesarios los años de gracia del aggiornamento para descubrir cuán lejos estábamos de la idea original de "escuela de caridad", y comenzamos el viaje largo y lento en otra dirección: un giro de 180º. Pero los hábitos enraizados y las mentalidades no se pueden modificar tan rápidamente como nuestras ideas o nuestras estructuras. Todos tenemos una capacidad increíble para mudar nuestra comprensión de la espiritualidad, sin que haya realmente un cambio de corazón.

Todos necesitamos una conversión constante para ser liberados de nuestras tendencias individualistas a buscar perfección individual y auto-afirmación. Precisamos nuevas cualidades de apertura real en relaciones profundas con otros en toda su alteridad. Los ideales y los escritos de los Padres Cistercienses están llenos de imágenes de íntimo amor fraterno. Ellos eran libres de expresarse y de sentir sus emociones y quedaban extasiados con toda espontaneidad por el lenguaje místico del Cantar de los Cantares. Tenían la gracia de vivir antes de la Era del Racionalismo, antes de que la teología escolástica tardía comenzara a dominar la mentalidad católica. Podría parecer que las monjas fueran más capaces de permanecer en contacto con la espiritualidad más monástica de los escritos cistercienses -ya que estaban excluidas del estudio teológico y menos afectadas por el racionalismo cerebral masculino. De este modo, tal vez estuvieran más preparadas para dar la bienvenida a la eclesiología del Vaticano II, que ve a la Iglesia como comunión y encuentra formas de encarnarla en nuestra vida cenobítica. Si las mujeres tienen algunas gracias de naturaleza y de intuición sobre cómo hacerlo, tenemos, pues, la responsabilidad de tomar consciencia de todo esto en conjunto, seguir compartiendo la vida juntos y continuar fortaleciéndonos unos a otros.

Estudio

Existen algunas diferencias más importantes entre las comunidades de monjas y monjes en relación a la formación y los estudios. En su mayoría, las mujeres fueron excluidas de los estudios formales, y muchas comunidades femeninas todavía son contrarias a enviar a sus miembros a estudiar fuera. Antes de la renovación, las monjas recibían poca o ninguna instrucción, excepto los rudimentos esenciales para seguir la liturgia, que muchas no entendían. En los últimos 30 años las monjas desarrollaron programas de formación monástica muy serios, enseñados en gran parte por monjas autodidactas, sin títulos oficiales sobre el tema. Muchas monjas se volvieron peritas en los Padres, las Escrituras, la espiritualidad monástica a través de su propia lectura y la experiencia de aprender para enseñar a los miembros más jóvenes de la comunidad. Muchos monasterios tienen programas de formación continua formidables, con profesores visitantes sobre asuntos exigentes y amplios. Ahora es más común que las monjas salgan para cursos, sesiones especiales y, en el caso de unas pocas, para seguir cursos universitarios regulares. Mientras tanto, el hecho de que la mayor parte del estudio se realice en casa tiene sus propias ventajas. Aprendemos juntas, de las mismas fuentes. Los cursos o los capítulos no son actividades puramente intelectuales, sino en mayor medida materia de reflexión, oración y discusión que conduzca a la integración de las ideas nuevas y a la comprensión de nuestra vida comunitaria. Una cultura construida de tal modo contribuye a aumentar nuestra capacidad de profundizar y ampliar nuestra visión común.

Para los monjes, los estudios constituyen muchas veces un problema real. Los largos años de estudio que necesitan los monjes jóvenes que se están preparando para el sacerdocio se hacen más y más difíciles de sustentar, dentro o fuera de la comunidad. Si los monjes jóvenes salen para las distintas universidades o seminarios, cada uno es formado de modo diferente y hay poca oportunidad de discusión e intercambio dentro de la comunidad. Años de estudio intelectual/racional al comienzo de la vida monástica no proporcionan espacio para la formación monástica de la persona, la asimilación de valores, de la práctica monástica, y de otras formas de conocimiento contemplativo experimental. Hay poco tiempo para construir un sentido de comunidad entre aquellos que están en formación, a través del diálogo, del conocimiento de sí recibido de otros, la experiencia bendita del pecado juntamente con la debilidad y la misericordia. ¿Requiere realmente la ordenación de un monje sacerdote una graduación formal en teología? Tal vez la Orden o los propios monasterios podrían buscar exenciones para cumplir los requisitos del curriculum recargado de los seminarios para sacerdotes activos. Muchos temas no son necesarios para un monje/sacerdote. Podríamos unir fuerzas para buscar nuevos programas de estudio monástico, tanto para monjes como para monjas, por períodos de mayor duración, que sean más contemplativos, intuitivos, holísticos. Las sesiones de formación para monjes y monjas juntos, donde las monjas son también responsables de la enseñanza y organización, son muy apreciados por los participantes. Las sesiones del Instituto del Patrimonio Cisterciense dictadas por el P. Michael Casey, con un año de estudio en casa, antes de reunirnos, indican posibilidades de programas que combinan cursos de estudio en casa, vía correo electrónico, con sesiones conjuntas para diálogos y talleres. Aprender juntos es un medio excelente para crecer en complementariedad. Podríamos lograr algún conocimiento sobre cómo continuar en esta dirección a partir de la experiencia de Hildegarda de Bingen y de los monasterios dobles del siglo XII.

 

 

Segunda parte: SACERDOCIO Y VIDA MONÁSTICA

El lugar del sacerdocio en la Orden

El sacerdocio y su poder eclesiástico de gobierno representan la única diferencia básica que subsiste entre monjes y monjas. En un nivel estructural, la rama femenina depende del poder de gobierno, que descansa en el Capítulo de Abades. En el momento en que una fundación se hace autónoma, su filiación canónica cambia de su casa fundadora a un Padre Inmediato masculino. Dependemos de un Padre Inmediato para varios actos canónicos y para los servicios de un monje sacerdote, que sirve de capellán. Esta dependencia canónica no ocasiona problema de desigualdad si es vivida en comunión de complementariedad y no como una estructura de poder. Por supuesto, siempre pueden surgir problemas entre una casa hija y su Padre Inmediato. Pero aprendí en las comisiones mixtas de los Capítulos Generales que los problemas son básicamente los mismos en la rama masculina.

Por sí mismo, el acceso al sacerdocio no se presenta como un problema de desigualdad entre monjes y monjas. Igualdad no significa que todos debamos tener los mismos poderes y desempeñar los mismos papeles. Creo que las monjas aman su vocación y encuentran su plenitud en vivir totalmente su gracia bautismal. Su preocupación en relación al sacerdocio no es buscar acceder al mismo, sino estimular a los monjes para apreciar el don del sacerdocio y que se ordenen un número suficiente de sacerdotes con vistas a asegurar capellanes para las casas femeninas. Aquí se presenta una diferencia entre las ramas, pues tendemos a ver el papel del sacerdocio en la vida monástica desde puntos de vista bastante diferentes. Pienso que entre las monjas falta una toma de conciencia de los problemas causados a los monjes por la controversia sobre la vida monástica vista como un carisma laical más bien que como un estado clerical. Tal vez algunas monjas tuvieron una leve crisis de identidad cuando se las dijo que la vida religiosa no es un estado de vida superior al del laico. Pero la confusión causada por la crisis de identidad en el mismo sacerdocio y por la forma completamente diferente de cómo era visto el sacerdocio en la comunidad monástica, todavía no se ha resuelto. Los monasterios masculinos tienden a tratar de resolver esto por sí mismos, pues consideran que es un problema que les atañe exclusivamente. Las mujeres muy raramente oyen algo al respecto. Pero esto es vital para todos. Las dos ramas podrían caminar en direcciones muy diferentes: los monjes hacia la desclerización, y las monjas orando con fervor para que haya más vocaciones sacerdotales.

Se plantea el interrogante: ¿Cuál es el lugar y el papel del sacerdocio en la vida monástica? A menos que nosotros, monjas, monjes y monjes sacerdotes, lleguemos a una visión común sobre el asunto, habrá tensiones, diferencias teológicas e ideológicas que influirán en las relaciones personales y la unidad. Si no existe una visión clara y aceptada del monje sacerdote, ¿cómo podemos esperar que los monjes quieran ser ordenados? Si no existe una apreciación más profunda del misterio del sacerdocio como una parte integral de la comunidad monástica, las ordenaciones continuarán disminuyendo con consecuencias imprevisibles para nuestras vidas sacramentales y la unidad de la Orden. Es interesante señalar que el problema potencial de la desunión causada por el tema del sacerdocio en nuestra Orden no se debe al hecho de que las mujeres quieran ser sacerdotes ordenados, sino porque hay comunidades en las cuales los hombres ya no quieren ser sacerdotes o tener muchos sacerdotes en la comunidad. No son las mujeres las que desean ascender al estado clerical, sino que más bien son los hombres los que desean abrazar el estado laical. Estoy segura de que existe aquí alguna sabiduría oculta, alguna palabra de Dios para nosotros, que podremos oír sólo si la escuchamos juntos, buscando profundizar nuestra comunión de complementariedad. Todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en descubrir el papel del sacerdocio en la vida monástica cisterciense para el nuevo milenio.

Problemas de "desigualdades" entre los monjes

En los resultados del cuestionario del año pasado sobre la posibilidad de que un monje no ordenado fuera superior de una comunidad masculina, quedé sorprendida al leer algunas declaraciones bastante emocionales y reacciones que delataban tensiones entre monjes sacerdotes y monjes no sacerdotes. Había agresividad, defensa y polarización. He aquí algunas respuestas negativas: «Los sacerdotes tendrían dificultades en obedecer a un abad no sacerdote; tendrían que dar prueba de su humildad; crearía rivalidades y conflictos entre los sacerdotes y el superior; se tendría menos confianza en la discreción de un abad no sacerdote; sería necesario un acto de fe mayor». Y algunas respuestas positivas: «Un abad no sacerdote estaría en el mismo nivel que los otros hermanos; mostraría que los monjes no sacerdotes son verdaderos monjes, y que un sacerdote no es un super-monje».

No se pueden sacar conclusiones generales de estos comentarios, que pueden expresar solamente un punto de vista parcial de la situación, pero dan innegablemente un sentido de desigualdad, como si se tratara de dos clases. Si recordamos que, hablando de forma práctica, todos los monjes de coro eran sacerdotes antes del Decreto de Unificación, en 1965, las tensiones que aún subsisten se producen básicamente entre los mismos grupos: ex-monjes de coro (sacerdotes) y ex-hermanos conversos. Las diferencias entre ellos, que provienen del sacerdocio, todavía persisten. Sólo los sacerdotes ejercen funciones sacramentales, son los confesores de otros monjes, tienen estudios más largos y más intensos, se les da en general tareas pastorales, así como responsabilidad en la formación y la enseñanza, tal vez tengan más contacto con los huéspedes para la dirección espiritual y las confesiones, se los invita a dar conferencias y retiros fuera del monasterio. Quizás salgan con más frecuencia para celebrar bodas y bautizos de miembros de su familia; tienden a tener menos trabajo manual a causa de su trabajo pastoral e intelectual. Además de las funciones específicamente sacerdotales existen diferencias de posición y de papel en la comunidad. Podemos entender que surjan sentimientos de inferioridad, de superioridad, envidia, ambición, debido a diferencias de rango y posición. Pero todo esto parece estar en un nivel sociológico y psicológico. Como tales, pueden considerarse parte de la aventura humana normal: la urdimbre y la trama de la vida comunitaria, autoconocimiento, conversión, colaboración y crecimiento en comunión por medio de la aceptación de las diferencias, renuncia a la mentalidad mundana de buscar autoafirmación y la realización a través del status, carrera, educación, posiciones de influencia y poder.

Nada es más central a nuestra vida monástica que el voto de conversión continua por el camino de la humildad y obediencia. La ambición y la envidia son pensamientos malignos del corazón, como lo enseña Casiano, siguiendo a Evagrio. No están causados por las diferencias de papel o posición, sino porque nuestros corazones son engañados con facilidad y no buscan, en realidad, a Dios por encima de todas las cosas. Nos buscamos a nosotros mismos y nuestras ganancias, títulos e importancia mezquinos. Tenemos el mismo problema con las desigualdades en nuestras comunidades no clericales de monjas. Las elegidas para tareas importantes, las que son vistas como colaboradoras directas de la superiora, provocan muchas veces celos. Es necesaria mucha humildad para ver y admitir nuestra envidia, ambición, necesidad de ser amada y aceptada, necesidad de lograr algo significativo en una tarea importante. Si no escogemos el camino del autoconocimiento y la conversión, nuestras necesidades personales serán proyectadas sobre el superior y la comunidad. El resultado es la frustración, amargura, murmuración en la casa de Dios. El problema no lo constituyen las desigualdades sino el poder. El poder no es malo en sí mismo. Cuenta lo que hacemos con él. Lo usamos para construirnos a nosotros mismos, o lo compartimos para construir la comunidad, invitando al otro para descubrir las capacidades desconocidas y los tesoros ocultos que entonces se vuelven riqueza de todos y, a su vez, capacitan a los otros para crecer. La Regla de San Benito nos muestra el camino. ¿Usaremos estos dones de acuerdo a la obediencia con toda humildad para bien de la comunidad? (RB 57). ¿Nos regocijaremos por los dones de los otros, en el espíritu del capítulo 72 de la Regla?

El peso de la historia

Debemos admitir, sin embargo, que hay problemas especiales en lo que concierne al sacerdocio, a causa del peso de los siglos de clericalismo en la Iglesia y en la vida monástica. Los monjes de Egipto rehuían de los sacerdotes y evitaban la ordenación, afirmando la independencia de su estado laico, carismático. Pero poco a poco, cada vez más monjes se hicieron sacerdotes. Hacia el siglo XVII se convirtió en regla general que todos los monjes de coro fuesen sacerdotes. El sistema de castas existía en el mundo monástico y los sacerdotes pertenecían, obviamente, a las personas importantes, espiritual e intelectualmente, y también materialmente. Antes del Vaticano II el sacerdocio era considerado la plenitud del monacato. Todos los cargos pastorales en la comunidad tenían que ser ocupados por los sacerdotes. La vida monástica se había clericalizado por completo.

Con el Vaticano II y el retorno a las fuentes de la vida monástica como movimiento laical, hubo un giro completo y los monjes comenzaron a sentir que el sacerdocio interfería la simplicidad de la vida monástica, en lugar de completarla y llevarla a un plano sacramental más pleno. Las funciones ministeriales del sacerdocio fueron vistas como conflictivas en relación a la vida solitaria. La imagen del sacerdote como parte de una élite especialmente espiritual, la "clase clerical", resultó contraproducente en muchos monasterios occidentales, de modo tal que los monjes no querían ser identificados con esa imagen. Querían estar a la par de sus hermanos, no en sitios de honor, no en un nivel más alto. Deseaban distanciarse del estado clerical y reafirmar el carácter laical de todo el monacato. Después del Concilio hubo un período de entusiasmo por el monacato primitivo de los padres del desierto que dio por resultado un movimiento eremítico a la vez que anti-clerical. Las décadas de los 80' y de los 90' estuvieron más marcadas por el redescubrimiento, no sólo de las obras místicas de nuestros Padres Cistercienses, sino también por el verdadero carácter cenobítico de la escuela de caridad. Por lo que sé, los padres fundadores eran sacerdotes y no tenían dificultades por eso. El sacerdocio fue un elemento necesario y aceptado en su vida comunitaria. Buscaban separarse de los abusos del clericalismo y de todos su privilegios, pero no confundían clericalismo con sacerdocio, y nosotros tenemos que hacer lo mismo. A pesar de la superposición de monacato y clericalismo en muchos períodos de la historia, el monacato del desierto egipcio no es de ningún modo la cúspide de la vida religiosa y no podemos tomar nuestras decisiones por sus prácticas y costumbres. Los monjes ya no pueden huir de la ordenación como huían de las mujeres. No podemos seguir modelos de otra época como ideales que puedan ser realizados en la nuestra. La fidelidad creativa exige mucho más que eso. No podemos preguntarnos simplemente: ¿Cuál es la relación auténtica entre el sacerdocio y la vida monástica basada en la historia pasada? Más bien deberíamos querer saber: ¿Cómo podemos vivir plenamente nuestro ideal monástico de entrega total al amor de Dios en nuestro carisma cenobítico actual? ¿Cómo pueden los monjes sacerdotes vivir su estado particular en servicio humilde a los hermanos para construir la comunión en ese amor? Debemos discernir tanto la vocación sacerdotal como la vocación monástica, y entonces buscar formas nuevas de armonizarlas con los signos y las necesidades de nuestros tiempos. La vida monástica y el sacerdocio son dos vocaciones distintas que pueden combinarse armoniosamente en la misma persona. Siento que la frase del Papa Pablo VI citada con tanta frecuencia: «El sacerdocio es la corona de la vida monástica», no sirve de ayuda. No es el sacramento del Orden el que completa algo que está faltando. La corona de la vida monástica es el abandono total a Dios en el amor. Y supondría que la corona del sacerdocio es básicamente lo mismo.

El corazón de la cuestión

La pregunta es: Si los sacerdotes son llamados para estar asociados más íntimamente con el servicio humilde de Jesús, que lavó los pies de sus discípulos y dio su vida, en lugar de usar cualquier tipo de poder o influencia para salvarla y colocarse encima de los otros, ¿cómo es que aquellos que desean seguir a Jesús más de cerca en su ministerio humilde de servicio a la Palabra y los sacramentos de su presencia fueran asimilados tan rápidamente en un sistema de castas que los puso en un plano más alto que el ordinario de los creyentes? Y aun así, el hecho es que desde los primeros siglos, los sacerdotes recibieron tanto honor y respeto por su ordenación y función sacerdotal que fueron considerados mejores, más santos que los otros. La Iglesia se tenía que encarnar en una sociedad patriarcal y convertirse, inevitablemente, en parte de ella. El Edicto de Constantino atribuyó al clero prerrogativas especiales y su status fue institucionalizado. Tiempo después, los abusos extendidos en el clero le dieron pésima reputación entre los que buscaban perfección espiritual. Una contradicción extraña. Un compromiso trágico con las estructuras de poder del mundo, que será una parte perenne del viaje de la Iglesia a través de la historia.

El clero se convirtió en una clase de poder y de prestigio, honrada por su sacerdocio, sus poderes secretos de transubstanciación, su conocimiento de teología. Su función se fue reduciendo gradualmente a decir Misa. Como la Misa se celebraba en latín, casi se convirtió en su actividad exclusiva. La práctica de las Misas privadas agregó un individualismo que separó al sacerdote del pueblo y de los sacerdotes entre sí. La opinión popular consideraba que el sacerdote era automáticamente santo debido a su ordenación, por su conocimiento de las cosas sagradas. Había una impresión general de que el carácter indeleble, sacramental, especial, lo convertía en algo superior a los creyentes comunes -incluso si se consideraba aparte de los trabajos, carreras, influencias, clericalismo y jerarquía. Si fuese algo que lo hiciera más semejante a Cristo, este "más" lo haría el servidor humilde de todos. Por el contrario, parece haber sido un "más" ontológico que lo promovía a una clase por encima del laicado. Esto fue promovido por la influencia indebida de la teología escolástica tardía, que tendía a destacar la doctrina del carácter sacramental y produjo una teología mítica del sacerdocio, colocándolo a un nivel más alto de existencia que el resto de los fieles, un clericalismo metafísico. Si existen residuos de esta mentalidad en una comunidad monástica, puedo comprender los problemas especiales de los no sacerdotes, especialmente cuando viven codo a codo con sacerdotes que no son muy santos. También podría causar problemas a los sacerdotes: podrían escandalizarse muy fácilmente consigo mismos, y de este modo estar tentados a esconder sus faltas y a colocarse una fachada de perfección espiritual. ¿Cómo podrán crecer en el conocimiento de sí mismos y en la humildad?

Sin embargo, ahora se enseña que el carácter sacramental del Orden es "el derecho a las gracias actuales propias del sacramento, el rito visible de la ordenación por el cual el ordenado es incorporado al colegio de su ‘orden’. Su elemento principal es la misión de servicio. El efecto principal de esta consagración es que es definitivo. Ningún sacerdote puede ser vuelto a ordenar. Este aspecto del carácter puede basarse en la fidelidad de la elección divina, más que en una cualidad ontológica". Un obispo, un sacerdote o un diácono ordenados no son super-cristianos. El cambio ontológico fundamental está dado con el sacramento del bautismo, que nos hace verdaderos hijos adoptivos de Dios. Recibimos la gracia de la justificación que nos es otorgada por la inhabitación de la Trinidad. El sacramento del Orden profundiza y reorienta aquella gracia bautismal en vista de la misión específica y del ministerio sacramental del sacerdote. Como la Iglesia fue llamada a ofrecerse a sí misma al Padre como Cuerpo de Cristo, los que fueron llamados al sacerdocio ordenado representan la Cabeza del Cuerpo, Cristo, de un modo especial para el bien del Cuerpo. Ciertamente no es el sacerdocio por sí mismo el que los coloca un poco arriba de los otros; sino que es la manera cómo nosotros consideramos el sacerdocio, cómo los sacerdotes se consideran a sí mismos, cómo los tratamos nosotros, qué identidad les damos. Los sacerdotes ordenados son hermanos al servicio de nuestro sacerdocio común, no mediadores por encima o sobre los otros, entre ellos y Dios. Sólo en una Iglesia en que todos vivamos profundamente la dimensión de nuestro carácter bautismal sacerdotal podemos descubrir cualidades nuevas del sacerdocio ordenado en nuestro medio, que confieren a este servicio sacramental su dignidad y valor auténticos. Precisamos descubrir modos nuevos de relacionarnos con los sacerdotes: no como personas de nivel espiritual más elevado, no como personas designadas para tener poder sobre nosotras, no atribuyéndoles formalmente una superioridad a su persona humana y proporcionándoles falsas ideas sobre ellos mismos, sino mucho más en amistad fraterna, con respeto amoroso por su sacramento de servicio.

Esta visión nueva del lugar del sacerdocio está mucho más próxima a la enseñanza de los Padres de la Iglesia. La Iglesia perdió la visión de su identidad real como pueblo sacerdotal, reunido en unidad por el sacrificio único de Cristo, para ofrecer sacrificios espirituales de vidas santas vividas en comunión con Dios, a lo cual Jesús nos dio acceso a través del Espíritu Santo. Desde el siglo XIX el movimiento litúrgico, un movimiento inspirado y llevado a cabo por monjes, procuró recordar a la Iglesia lo que ella había perdido y abrió el camino para la reforma y renovación en el Concilio Vaticano II. Pero todavía nos falta por recorrer un camino largo para encarnar esta visión renovada de la Iglesia. Nuestras comunidades monásticas tienen responsabilidades especiales para el desarrollo pleno de las ideas profundas del movimiento litúrgico, como parte de nuestra vocación a ser órganos de transmisión de la vida de la Iglesia de una generación a otra. ¿Acaso hoy no somos llamados a redimir siglos de poder por la comprensión, asumiendo los errores de la Iglesia, pidiendo perdón por ellos, comprendiendo las causas subyacentes, dando gracias a Dios por su infinita misericordia y su fidelidad a una Iglesia pecadora, mientras ofrecemos nuestros propios pobres esfuerzos para vivir más plenamente el Misterio de la Iglesia en una esperanza nueva?

Sólo podemos hallar el lugar nuevo del sacerdote en la vida monástica, en el contexto de este momento dramático de la Iglesia entera. En la actualidad, la comprensión del sacerdocio en la Iglesia es tan confusa que hay pocas vocaciones. Muchos jóvenes vuelven la cabeza tristes, no sólo porque temen dejar todo lo que les ofrece seguridad y valor, sino también porque la Iglesia no les presenta una imagen clara del don del sacerdocio que Cristo les ofrece. ¿Acaso nuestras comunidades no tienen la responsabilidad de dar un testimonio profético de la realidad profunda del sacerdocio, donde los monjes viven allá en el corazón del Misterio, sin estar tan sobrecargados con el ministerio activo? Precisamos dar testimonio de las cualidades nuevas del sacerdocio, buscando servir como Jesús sirvió, ser víctima tanto como sacerdote, ser el último de todos los hermanos, compartir el pan de su propia vida para dar vida y alimento a la Iglesia, la Iglesia local de la comunidad y la Iglesia universal, que necesita sacerdotes verdaderos. Todos nosotros, monjes y monjas, podríamos buscar profundizar nuestra consciencia de nuestro sacerdocio común, llamados a ser uno en el ofrecimiento de Cristo, por medio de la oblación total de nuestras vidas en la consagración monástica, en una oración litúrgica continua que extiende la Eucaristía a lo largo de todo el día y la noche y asocia nuestras tareas y actividades a aquella auto-oblación de Cristo. Hemos sido llamados a ser conformados a Cristo en humildad y obediencia, pobreza y castidad, en amor contemplativo, en la oración de adoración a Él y a su Padre, abrazando y viviendo en plenitud la gracia bautismal. Un monje llamado a ser sacerdote recibe un servicio ministerial adicional -basado en el sacramento del Orden- para ser ejercido con la misma humildad que Jesús. ¿Existe realmente conflicto entre el ejercicio de las funciones sacerdotales dentro de la comunidad y ser monje bueno y humilde, que no está por encima de los demás? El Vaticano II pide la renovación del sacerdocio en estos términos: los sacerdotes deben vivir en medio de los hombres como hermanos entre hermanos. San Benito afrontó todos estos problemas en el siglo VI con su apertura y discreción características.

La sabiduría de la Regla

Aunque la Regla del Maestro, siguiendo la tradición monástica, no permitía a los sacerdotes ordenados ser miembros de la comunidad, San Benito adoptó una posición bastante diferente, que podría calificarse de profética y contra-cultural. Podía considerarse la posibilidad de que un sacerdote realmente quisiera hacerse monje y el camino de conversión debería estar abierto para él tanto como para los otros, sin discriminación, pero también con toda la precaución necesaria, de modo que pudiese vivir en humildad y obediencia como todos los monjes. También previó la ordenación de sacerdotes dentro de las filas de la comunidad, que, no obstante, estarían limitados a las funciones sacerdotales y rituales, subordinados a la disciplina de la Regla y a la autoridad del Abad en todas las cosas (RB 60,62). Aunque coloque al sacerdote en estado de alerta contra el peligro de caer en soberbia a causa del honor ligado a su sacerdocio, es un hecho muy interesante que Benito parezca tener mucho más miedo a los problemas causados por el Prior. Los problemas del poder, rivalidad y orgullo no están identificados con el sacerdocio. A diferencia de la Regla del Maestro, Benito no parece excluir la posibilidad de que un sacerdote reciba funciones pastorales. Es el abad quien elige al candidato y permanece con autoridad sobre el monje ordenado. Lo ordena el obispo, pero su ordenación no le confiere ningún papel de gobierno dentro de la comunidad. Me atrevería a decir que Benito no tenía miedo de que la Iglesia jerárquica, clerical, usurpara el poder carismático del oficio abacial o rompiera la armonía de la comunidad. Hasta espera la intervención del obispo en asuntos internos de la comunidad, si fuera necesario para asegurar la armonía, cuando las circunstancias así lo pidieran (RB 64). Este es el buen ejemplo de la Iglesia jerárquica, no como un enemigo a temer, sino como una institución necesaria para salvaguardar la unidad. Los elementos carismáticos e institucionales de la Iglesia pueden y deben ser complementarios. En el capítulo 64 es claro que Benito es consciente de que el obispo podría muy bien hacer cosas que causaran disensión en la comunidad, debido a la insensibilidad a la realidad psicológica de la vida comunitaria. Pero parece existir una relación de confianza y cooperación con la Iglesia local. También era bastante consciente de los peligros de soberbia en el sacerdocio, pero la vida sacramental en la comunidad era más importante que los temores de dificultades que pudieran surgir de no sacerdotes en posiciones de honor y autoridad, tanto como de sacerdotes. Obviamente los sacerdotes recibirían honores especiales, pero Benito era muy capaz de enseñar tanto a los sacerdotes como a los no sacerdotes de la comunidad que cualquier veneración especial mostrada a los sacerdotes, les era dada por respeto a su sacerdocio y no a su persona. De este modo el sacerdote podía evitar la tentación de vanagloria y de poder, sabiendo que el sacerdocio era un don gratuito de Dios, y los no sacerdotes podrían evitar la tentación de la envidia, pues en cualquier otro asunto el sacerdote era considerado igual que los otros, poniéndose en el lugar que le correspondía de acuerdo a la fecha de su entrada. Benito fue capaz de armonizar las diferencias con la igualdad, sin crear una clase superior de monjes. Su Regla está llena de ejemplos de libertad cristiana que no se inclina ante los patrones humanos de justicia y de igualdad que buscan evitar los celos, dando la misma medida a todos. "La distribución debe ser hecha a cada uno según su necesidad. El que necesite menos, dé gracias a Dios y no se entristezca; en cambio, el que necesite más humíllese por su flaqueza y no se enorgullezca por la compasión que le demuestran; y así todos los miembros vivirán en paz". No debería haber discriminación basada sobre diferencias humanas. "Si un esclavo se hace monje, no se le anteponga el que ha sido libre, de no mediar una causa razonable. Que cada cual conserve su puesto, porque todos, «tanto el esclavo como el libre, somos en Cristo una misma cosa» (Gál 3,28; Ef 6,8) y prestamos bajo el único Dios el mismo servicio, «pues Dios no tiene favoritismos» (Rom 2,11). Pero el abad es libre, si lo juzgara conveniente, para cambiar el lugar de cada uno por razones basadas sobre la calidad de vida y de servicio a la comunidad". Benito también pedía que quien recibiera el don especial del sacerdocio diera un ejemplo de humildad: «Ni olvide, con el pretexto del sacerdocio, la obediencia a la Regla y la observancia, sino que avance más y más hacia Dios» (RB 62,4). Benito, a hombres acostumbrados al poder, en una sociedad patriarcal, enseñaba que el progreso equivale al progreso en la humildad. Aquí Benito nos da la clave de las cualidades esenciales de un sacerdote, que está llamado a ser el más humilde de todos, precisamente por ser sacerdote, llamado a servir a sus hermanos a imitación de Jesús, y así digno de celebrar los misterios divinos para sus hermanos monjes.

Posibilidades actuales

¿Cómo aplicamos los principios de San Benito en nuestros días? Muchos piensan que el número de sacerdotes debería estar limitado a las necesidades litúrgicas de la comunidad, citando el ejemplo de Benito. La Regla no dice exactamente esto, pero aun así, ¿cómo determinar cuántos son necesarios? Si tenemos en cuenta la posibilidad de enfermedades, ausencias, salidas, falta de vocaciones, muertes inesperadas y la imposibilidad de que sólo algunos pocos sacerdotes puedan llevar toda la carga de las celebraciones litúrgicas, tal vez sea necesario un buen número. También deberían ser previstas necesidades eventuales de casas hijas. La limitación innecesaria del número de ordenaciones podría simplemente ser contraproducente como reacción a los excesos de clericalismo del pasado. Los ministerios del sacerdocio no perturbarán la vida monástica de quien quiera que sea, si son compartidos entre muchos.

En contraste con el pasado, cuando la mayoría de vocaciones venía de los seminarios siendo jóvenes, hoy los candidatos a la vida monástica vienen cada vez más de todos los ambientes de la vida y de todos los campos del estudio; por tanto, en adelante los sacerdotes ya no serán los únicos en la comunidad que han recibido una educación y una formación profesional. Habrá un espectro más variado y más amplio de conocimiento y de experiencia práctica en la cual todos podrán dar y recibir mutuamente. Esto también significa que no todos aspirarán al sacerdocio. Sin embargo, debería haber, por parte de la comunidad, una apertura para acoger y favorecer las vocaciones al sacerdocio. Del mismo modo, debería existir, por parte de los monjes jóvenes, una apertura a ser ordenados, si el abad lo pide, con miras a servir a la comunidad, aun cuando tal vez cuando entraron no pretendían ser sacerdotes. Respetando la llamada particular de cada persona, a menudo es difícil comprender que un monje, que tiene todas las cualidades y capacidades para servir como sacerdote, rehúse ser ordenado por razones puramente personales. La vocación monástica exige un don total de sí mismo a Dios, en una comunidad particular, con la buena voluntad de aceptar que la forma de este don de sí sea habitualmente determinado por la obediencia al abad, como padre espiritual, que tiene el carisma particular de discernir la voluntad de Dios para cada miembro. Una persona -hombre o mujer- que entra en el monasterio, y a quien después se le pide que sea cillerero, ciertamente no ha entrado para convertirse en cillerero. Mucho más las tareas de un sacerdote: su desempeño le parecerá que dificulta su vida de silencio, soledad y oración con la que había soñado. Y sin embargo, su vida monástica se convierte en el don radical de sí mismo en este servicio estresante para la gloria de Dios y para la construcción de su comunidad. Algo parecido le pasa a quien pide ser ordenado. La vida monástica es el sacrificio de nuestra voluntad, de nuestros deseos, de la imagen de sí, y éste es el único medio de acceder a la unión mística profunda con Cristo, para la cual hemos entrado.

Podría ser una ayuda si cada comunidad pudiera estudiar y dialogar junta sobre el Misterio de nuestro sacerdocio bautismal y la Eucaristía, incluyendo la participación personal de la experiencia del sacerdocio ordenado. Esto podría crear en la comunidad un deseo de vivir y dar testimonio de la comunión nueva entre sacerdotes y laicos que la Iglesia entera está buscando. La comunicación interpersonal es el camino hacia la comunión, porque por su medio las dificultades sobre las desigualdades con frecuencia se revelan como falsos problemas.

A veces se objeta que hay muchos sacerdotes que quieren ejercer su ministerio y se sienten frustrados si no lo hacen. Pero su ministerio debe ser ejercido en obediencia a su abad. No es una prerrogativa personal. De hecho, no se requiere que se den las tareas ministeriales a todos los sacerdotes todas las veces. Si ocurriera que una comunidad tuviese tres médicos, no satisfarían las necesidades médicas los tres al mismo tiempo. Pero si en un momento determinado sólo uno está al cargo de la enfermería, eso no significa que los demás sean superfluos.

Podrían elaborarse directrices comunes tanto para sacerdotes como para no sacerdotes respecto a la clausura, participación en celebraciones familiares, participación en cursos y conferencias. Obviamente, algunos profesores mejor dotados serán invitados con más frecuencia a predicar retiros y dar cursos en otras comunidades. Pero su actividad debería estar limitada de acuerdo con el discernimiento de la comunidad junto con el abad, pues afecta a toda la vida de la comunidad. Un monje que busca su realización fuera de su propia comunidad está poniendo en peligro su vocación monástica.

Los empleos que no requieren específicamente el sacramento del Orden podrían confiarse indistintamente tanto a sacerdotes como a no sacerdotes, por ejemplo los cargos de hospedero y de formador. Se podría ofrecer a los huéspedes nuevos tipos de retiro basados en la coparticipación fraterna de la experiencia de la fe, lectio, oración y vida, como tendemos a hacerlo en las casas femeninas. Los huéspedes podrían venir a aprender oración de aquellos que oran, no necesariamente de un sacerdote. La formación inicial, basada en el bautismo y la espiritualidad monástica, podría ser dada por hermanos sin formación sacerdotal. Las cualidades monásticas personales de los monjes son más importantes que sus estudios teológicos. No se debe conferir honores o posiciones especiales a los sacerdotes de la comunidad. Los sacerdotes pueden realizar trabajo manual y desempeñar sus tareas en todos los oficios de la comunidad, como lo hicieron durante siglos. Muchas comunidades ya dan ejemplos hermosos de este tipo de unidad y de amor fraterno.

La concelebración fue introducida por el Vaticano II para favorecer la toma de conciencia de la unidad de todos los sacerdotes en la fraternidad del orden, como un remedio al individualismo de las Misas privadas. Es bello asistir a una concelebración en un monasterio de hombres donde muchos monjes actúan como uno solo. Pero para fomentar la unidad de todos los monjes en la fraternidad de la comunidad, tal vez sería significativo que algunas Misas fueran celebradas por uno solo o por pocos sacerdotes, mientras que los otros participan juntos con los hermanos no sacerdotes.

 

CONCLUSIÓN

Ser una Orden monástica de monjas, monjes y sacerdotes en los umbrales del tercer milenio es un desafío y una gracia. ¿Qué hacemos de nuestra parte para transformar la Iglesia, de forma que pase de una organización aún demasiado clerical a un organismo vivo de servicio, con autoridad divina, en la cual los mayores de entre nosotros son aquellos que se arrodillan para lavar nuestros pies sucios? Es un desafío para todos nosotros. ¿Cómo aprendemos a afirmar con amor la autoridad de los que se ponen por debajo de nosotros, en lugar de seguir el instinto humano que consiste en no querer hacer caso a aquellos que pensamos están por encima de nosotros? La humildad es la capacidad de establecer un compromiso total con Dios a través de la realidad imperfecta de la Iglesia y de nuestras comunidades. La experiencia de las dos ramas, monjes y monjas, nos enseña que si estamos abiertos a la vida, y si buscamos simplemente la unidad juntos, se producen cambios. Si continuamos abiertos al Espíritu, participaremos en una evolución de la vida y de las estructuras, como lo hemos hecho de manera fenomenal en estos últimos 30 años como Orden Mixta. Día vendrá en que las instituciones monásticas tendrán su lugar específico en las estructuras de la Iglesia. Los cambios de mañana se producirán por el sufrimiento de los problemas de hoy. La vida precede a la ley...

Somos comunidades centradas en la Eucaristía, centradas en Jesús. Aprendemos juntos la manera de relacionarnos entre nosotros de la forma como Jesús se relacionó con nosotros, con el grupo de hombres y mujeres que le siguieron de Galilea a Jerusalén. Él buscó una relación personal profunda con cada uno, trascendiendo cualquier categoría social y de sexo, y las costumbres de su tiempo. Tenía amistades muy íntimas con Juan y María Magdalena, que los otros aprendieron a apreciar y a respetar. Compartió su autoridad, y no lo hizo con los más brillantes ni los más instruidos del grupo. La suya fue una autoridad carismática y enseñaba, con las palabras y las acciones, a vivir en servicio.

Hemos pasado de las observancias exteriores a la interiorización de los valores monásticos. Pasemos ahora a las nuevas cualidades de la comunión cristiana, en nuestras relaciones interpersonales y en amistades en espíritu y verdad, aprendiendo a amar como Jesús ama. Alegrémonos de que existan sacerdotes entre nosotros en esta comunión. Esperemos que nuestros abades desearán ser sacerdotes, no porque su autoridad derive del sacerdocio, sino porque el sacerdocio les ayudará mucho más a servir a la comunidad como padres y madres, prontos a dar la vida por sus amigos. Todos nosotros, monjes y monjas, hemos sido seducidos por Dios, y esperamos, en la soledad y la oración, la aparición de su Gloria, porque nuestros corazones han sido heridos de su amor. Esta Gloria aparece, inesperadamente, no en la intimidad de nuestras celdas, sino en la comunión que ya compartimos. Si los huéspedes que vienen a nuestros monasterios experimentan esta comunión, celebrada con alegría en la Eucaristía y la liturgia, donde sacerdotes y no sacerdotes, hombres y mujeres, religiosos y laicos se pueden encontrar juntos en la unidad de Cristo, estaremos dando un testimonio muy importante a la Iglesia del siglo XXI. Convirtámonos en escuelas del servicio y del amor del Señor, donde el Pueblo sacerdotal de Dios pueda ver un símbolo de lo que está llamado a ser.

Martha Driscoll, ocso.

Monasterio de Gedono - Indonesia