LA IDENTIDAD CISTERCIENSE: CONFORMACIÓN CON CRISTO

 

Dom M.-Patrick, Abad de Sept-Fons

 

          Para un monje, plantearse la cuestión de la identidad representa un ejercicio que no está exento de ambigüedad. ¿Busca con ello darse razones para vivir, quiere profundizar en el conocimiento que tiene de sí mismo, o simplemente desea hacer un balance en un determinado momento de su vida? Lo mismo podría decirse de la comunidad monástica: cuando trata de comunicar su identidad, ¿lo hace porque tiene la impresión de que la está perdiendo, o para entenderla mejor, o para reforzar su cohesión o su dinamismo? Al hablar así, no intento responder a estas preguntas; con todo, si mis propósitos aportasen algunos elementos de respuesta no habrían sido del todo inútiles.

 

          Conformados con Cristo por la gracia del bautismo, podemos decir con san Pablo (Ef 4,24) que esta gracia hace de nosotros hombres nuevos, y al mismo tiempo podemos decir también que nos hace hijos (cf. Rom 8,14ss) y hermanos (1 Pe 1,22). Esta gracia de conformación es al mismo tiempo, e indisolublemente, una gracia de reconciliación (Rom 5,10ss): reconciliación con Dios nuestro Padre, que propiamente nos constituye en hombres nuevos a imagen de Cristo; reconciliación con nosotros mismos, que nos hace capaces de llegar a ser verdaderamente hijos en el Hijo; reconciliación con los otros, que nos da la posibilidad de ser en verdad hermanos en Jesucristo.

 

          Para nosotros, esta conformación-reconciliación se realiza mediante la puesta en obra de la llamada que hemos recibido, en la vocación a la vida monástica en la escuela de Císter. La “gracia cisterciense” dará una forma y un color particular a nuestra manera de convertirnos en el hombre nuevo, hijo y hermano. Esta gracia cisterciense, que constituye nuestra identidad, me gustaría captarla en el momento en que brota, lo más cerca posible de su fuente histórica: en la Regla de san Benito, considerándola ante todo como un modo de vivir la Regla con inteligente fidelidad. Inteligente fidelidad que nos permita desarrollar al mismo tiempo la creatividad necesaria y la prudencia animosa, exenta de ingenuidad. Es tales condiciones, la vida según la Regla será para nosotros el camino seguro hacia la conformación con Cristo.

 

          Quisiera decir algunas palabras de este itinerario considerando en primer lugar la comunidad, después al abad, y finalmente a los que entran en nuestra vida. Al hablar de gracia, inevitablemente hablaré de tentaciones, y si tuviera que hablar de situaciones concretas, lo haría, por supuesto, a modo de ilustración y no de ejemplo.

 

La comunidad

 

          Una comunidad cisterciense consiste por lo general en un conjunto heteróclito de personas de edad, temperamento y origen diversos, lo cual es un reto para las leyes del sentido común ordinario. En lugar de nivelar a priori las dificultades aparentes, buscando una homogeneidad visible (congregar gente de la misma generación, o que tiene modos de ver semejantes o una historia común), diríase que un azar faccioso multiplica a porfía las diferencias, incluso las contradicciones, como para invitarnos a buscar más lejos -¿más alto, más profundamente?- el motivo de nuestra presencia juntos en un mismo lugar. Desde luego, como dice claramente san Benito (cf. Pról), que es la gracia de la vocación la que nos reúne; pero sólo podemos entender esto situándolo en el interior de la gracia más radical de nuestra renovación en Cristo por el bautismo. También son precisos medios concretos para expresar y estructurar una auténtica fraternidad. En primer lugar colocaría los ritos de la vida común, que la especifican, canalizando y orientando las emociones. Mal vividos son causa de esclerosis, pero si se los sabe utilizar son un auténtico medio de renovación. Sin embargo, si una comunidad de monjes no se rompe a los primeros choques, o si resiste victoriosamente a los asaltos renovados de las fuerzas disgregadoras que la trabajan desde el interior o desde el exterior, es ante todo y principalmente porque sabe que está compuesta por hombres que, a pesar de sus miserias, están profundamente -¡a veces, es cierto, demasiado profundamente!- renovados por Cristo. Por muy dependientes que se vean del hombre viejo, estos hombres nuevos saben que lo que les une es más fuerte que lo que les divide, y que la vida es más fuerte que la muerte. Quizá mal o dolorosamente, pero en verdad, viven la Esperanza y superan así obstáculos contra los que algunos “prudentes” podrían creer que se iban a estrellar. La vitalidad de una comunidad es signo, sin duda alguna, del crecimiento en ella de la gracia cisterciense, pero la perseverancia en la prueba muestra seguramente que los hermanos que la componen crecen en la conformación con el Cristo de la Pasión y de la Resurrección.

 

          Al vivir bajo una Regla y un abad, los monjes cistercienses aceptan el hecho de que su relación de filiación “a imagen del Hijo” (Rom 8,29) se concreta, y en cierto sentido se verifica, en la relación con el abad. Existe ahí una ocasión y un riesgo. Una ocasión porque esta relación hace posible una percepción más precisa y más clara de la relación filial con nuestro Dios y Padre que, sin eso, podría quedarse en el nivel teórico; es un riesgo porque, bien sea por causa de una paternalismo que siempre está vigilando o por un cambio de acento en el registro de los sentimientos, se puede caer en la caricatura de una filiación que tarde o temprano será rechazada, o en una pretendida autonomía que esconde de hecho una dificultad de vivir unas relaciones equilibradas. Vemos cómo existe ahí un campo muy amplio para crecer en la conformación con Cristo: hacer nacer y hacer crecer una relación justa con el abad, que sea fuente de equilibrio personal y comunitario; velar por el equilibrio de esta relación sin tensión ni negligencia, puesto que a través de ella se despliega de hecho o se marchita una gracia en cada uno de nosotros.

 

          El modelo benedictino de la comunidad se ha entendido de forma diversa según las épocas. Actualmente estamos acostumbrados a considerar la comunidad como una fraternidad y no como un agregado de unidades autónomas que deben rozarse lo menos posibles unas con otras, o como una reproducción de la familia romana. Se trata sin duda de una adquisición de nuestro tiempo. Con todo, nos engañaríamos si pensásemos que se puede pasar “naturalmente” de una fraternidad humana a la fraternidad en Jesucristo. Si la fraternidad natural ofrece a la gracia un campo favorable, también puede cerrarle la puerta. Hace tiempo, un autor distinguía entre comunidades “psíquicas” y comunidades “espirituales” -es decir, abiertas al Espíritu-. Para ser cada vez más conformes con Cristo, no podemos eludir una conversión de nuestra vida fraterna: acoger sin temor todo lo que nuestras riquezas humanas pueden desplegar para favorecer nuestras relaciones, pero aceptando igualmente un amor que no necesite estar sostenido por el sentimiento, adquirir progresivamente una verdadera autonomía personal, experimentar que el amor fraterno ha de ser tan recibido como dado, con la esperanza de que ninguna ruptura es total y que siempre se puede, a través de ella, profundizar en la fraternidad.

 

El abad

 

          Está claro, o al menos espero que sea así, que el abad, lo mismo que cada uno de los hermanos, debe también convertirse en un hombre nuevo en Cristo. Fundamentalmente lo llegará a ser siguiendo los mismos caminos que sus hermanos. Con todo, el servicio que realiza en la comunidad le ofrece, y en cierto sentido le impone, unos caminos que podrán ser o no, para él, su camino de crecimiento. El hombre nuevo crece desde el interior e irradia hacia afuera. Es posible que esta irradiación sea muy débil, mas lo importante para el abad es... ¡que no sea demasiado escasa! Los hermanos necesitan saber que el abad es, como ellos, frágil y sujeto a la tentación. También necesitan ver que hace todo lo posible para hacer concordar sus palabras con sus hechos. Reducir al máximo los efectos de fachada, las actitudes “compuestas”, desarrollar una auténtica libertad frente a los modos -aunque fuesen espirituales-, pide esfuerzo y una continua renovación interior. Programa desesperante si nos apoyamos en nuestras propias fuerzas, pero camino de crecimiento si nos abrimos a la gracia que hace nuevas todas las cosas y unifica el corazón.

          Ser padre permaneciendo hijo es, para el abad, un equilibrio inestable que no tiene la garantía de asegurar siempre tanto como sería preciso. Ocupar una posición de autoridad sin dejar de reconocerse dependiente no es algo evidente. Entre el paternalismo que más arriba hemos denunciado y el abandono de sus responsabilidades elementales, es muy difícil hallar un camino. Si el abad no tiene conciencia de ser hijo en el Hijo, si no tiene en relación con Dios su Padre un comportamiento filial, ¿cómo podría él mismo, a su vez, ejercer una paternidad sin ahogar a los otros? O bien se comportará como un tirano doméstico (¡gracias a Dios tal raza parece extinguida o en vías de extinción!), o bien dejará pasar todo confundiendo delegación con irresponsabilidad. Si además la relación entre él y los hermanos no va nunca más allá de las cuestiones materiales o la buena vecindad, no podrá encontrar la actitud justa que únicamente se sitúa bien en una perspectiva de orden espiritual. ¡Vasto campo de conversión continua que contribuye también en buena parte al equilibrio de las personas y de la comunidad!

 

          Si el abad debe hallar su justo lugar como padre, es y sigue siendo hermano de sus hermanos. Esto es lo segundo que hay que tener en cuenta, ¡y no lo más fácil! Hermano no quiere decir “colega” y hay una gran tentación de creer que así se abolirán las dificultades. Ante todo hay que decir que la distancia es un componente necesario de la relación, y asimismo que únicamente se logrará evitar la confusión y el malestar que le acompaña en la medida que cada cual ocupe su lugar, un lugar claramente legible. Sólo también esta claridad en las situaciones pondrá al abad a cubierto de esa peste de las relaciones que es la acepción de personas (RB 34). Ciertamente, él es libre para mantener sus relaciones personales, pero no hasta el punto de que ello afecte al conjunto de la comunidad. La gracia de una verdadera fraternidad es frágil y preciosa. Sus notas habituales serán: paz, paciencia, alegría sencilla, bondad. Si el abad las irradia en torno suyo, crecerá con sus hermanos en la conformación con el Cristo manso y humilde de corazón.

 

          Para poner en práctica estos comportamientos, evidentemente se necesita tiempo. En francés se dice que el tiempo no respeta porque se hace sin él; esto es verdad por lo que respecta a las actitudes personales del abad, y también para sus relaciones con los hermanos, tanto si uno cuenta en años, en lustros o incluso en decenios.

 

Los que ingresan en el monasterio

 

          Ocurre a veces que en el monasterio se presentan personas que no están bautizadas. Cualesquiera que sean los problemas que tal situación pueda plantear en otros lugares, yo percibo en ello un ejemplo concreto de la continuidad profunda entre la vocación cristiana y la vocación monástica. El hombre nuevo del que nos revestimos en el bautismo encuentra en la llamada a la vida cisterciense un poderoso medio de crecer y fortalecerse. Pero a menudo, los que se presentan, incluso aunque estén bautizados, tienen un conocimiento bastante elemental de este itinerario. El descubrimiento de lo que son -riquezas y límites- no se realiza sin sufrimiento. Este descubrimiento solamente resulta útil, y posible, si se hace a la luz de la gracia. Ver cohabitar en uno mismo el hombre viejo y el hombre nuevo pide tanta fe como lucidez; el que ha sido rescatado es el que reconoce y acepta su miseria y sus cualidades. Sin esta iluminación, y a la vez sin un progreso inteligente, se corre el riesgo de caer en la desesperación o en la ilusión. Ayudar a un hombre de nuestro tiempo a entrar en nuestra vida, y por consiguiente a ser un poco más hombre nuevo, entraña mucha paciencia, lucidez y desinterés. Supone participar a veces en una verdadera aventura de gracia, pero también en errores dolorosos para todos.

 

          Con frecuencia -incluso con mucha frecuencia- nos vemos confrontados a personas cuyo itinerario es “agitado”. Familia, experiencias, conocimientos, en todos los campos se encuentran obstáculos importantes. Resulta difícil la toma de conciencia de una relación posible con un Dios Padre, y los puntos de contacto son raros cuando no negativos. Las mismas palabras son engañosas porque se revisten de realidades comparables. ¿Hay que bajar los brazos y pensar que nuestra vocación no tiene ya futuro en una sociedad como la nuestra? Ello sería, a mi juicio, pecar contra la Esperanza. Necesitamos ciertamente volvernos inventivos para hallar los caminos por los que la gracia, que ha reunido a estas personas, podrá seguir trayéndolas a nuestra vida. Mi experiencia aquí es que no se trata en modo alguno de “rebajar” para vender una “mercancía”, sino -y esto es más difícil- de ver si nuestra vocación corresponde verdaderamente al designio de Dios sobre esas personas tal como son. Vemos aquí la importancia de lo que san Benito designa como “un anciano capaz de ganar almas” (RB 58). Llegar a ser hijo es la vocación de todo cristiano y la fuente de su equilibrio. El monasterio cisterciense puede en verdad ser, para aquellos a quienes Dios trae a nosotros, el camino para lograrlo.

 

          El hecho de que una comunidad pueda atraer personas que tienen necesidad -con frecuencia crudamente- de relaciones verdaderas, bien para salir de un aislamiento individualista, bien para escapar del ahogo de una falsa comunidad, no tiene nada de asombroso. Pero convertirse en hermano no es más fácil que convertirse en hijo. Pasar de una actitud de consumidor de la vida común a una actitud de participante en la misma requiere esfuerzos y superaciones a veces desconocidos para aquellos a quienes se les pide. También aquí podemos constatar que la vida fraterna es un don que se sitúa en un registro diferente del de nuestros esfuerzos o del de una justa educación. Sin menospreciar esto último, debemos tener muy presente que se nos hace hermanos, mucho más que hacérnoslo (llegar a ser) por nosotros mismos. Esto es verdad para quienes ya están en la comunidad, y más aún para quienes ingresan en ella, si bien no es fácil hacérselo saber. Para ser conformados con Cristo, también ellos tienen que aceptar el hecho de recibir el don de ser perturbados por el Señor con vistas a alcanzar un verdadero progreso.

 

Conclusión

 

          Las breves notas aquí recogidas han abordado la cuestión desde un ángulo muy limitado: la descripción de algunas situaciones concretas; sería preciso añadir a ello la enseñanza de los autores espirituales de nuestra tradición, el papel de la liturgia y del trabajo, etc. Espero únicamente haber mostrado que sea cual sea el estado en que uno se encuentre en la vida cisterciense, y cualquiera que sea el lugar que se ocupe en la comunidad, no existe más que un solo y profundo dinamismo que pueda animarnos: recibir y buscar esa gracia de conformación con Cristo que nos convierte en lo que somos: monjes benedictinos según la tradición de Císter. Esa es, me parece a mí, la verdadera fuente de la unidad de las personas, de las comunidades y de las distintas comunidades entre sí. Y eso es también, a mi juicio, lo que asegura la fecundidad siempre ofrecida de nuestra forma de vida y la atracción que ésta puede ejercer todavía hoy.

 

 

Hno. M.-Patrick

Abad de Sept-Fons.