LA GRACIA CISTERCIENSE HOY: CONFORMACIÓN CON CRISTO
Y EL SERVICIO ABACIAL
M. Paul abadesa de Soleilmont.
Se me ha pedido expresar
qué es para mí la conformación con Cristo. Voy a intentar hacerlo muy
sencillamente.
Leemos
en el Génesis: "Dijo Dios: 'Hagamos al hombre a nuestra imagen, según
nuestra semejanza'" (1,26). "El hombre es hecho a semejanza de aquel
que le hizo", dice Guillermo de Saint-Thierry[1]. Él es "una imagen de la propia naturaleza de
Dios" (Sab 2,23). Respecto a esta super-naturaleza, Juan exclama:
"Dios es amor" (1Jn 4,8). Dice también: "El Hijo único, que está
en el seno del Padre, nos lo ha contado" (Jn 1,18). Se ha hecho uno de
nosotros, ha tomado la misma forma que nosotros para revelarnos al Padre,
conducirnos a él, hacernos "reencontrar nuestra afinidad nativa hecha
disforme por el pecado"[2]. Cristo es el camino. Es en Él en quien "el
hombre es llamado a transformar, 'en la gracia' imagen en similitud, en el
sentido fuerte de participación"[3].
"El
hombre no se conforma él mismo, es conformado"[4]. Y "su amor le es dado para recibir forma, para
llegar a ser, por deseo de Dios, un amor a la medida del Dios amor"[5]. La conformación con Cristo es, por tanto, una gracia
por recibir, un don por acoger. Es del orden del ser, más que de dinamizar
nuestro hacer moral, cambiar "nuestro corazón de piedra en un corazón de
carne". Tiende sin cesar a la unidad del ser y del hacer. A cada uno le
corresponde el inventar, "bajo el soplo y el fuego del Espíritu, una
manera personal, por tanto inimitable de vivir a Cristo"[6]. Él, el Alfa y la Omega, la Imagen perfecta del
Padre, la Cabeza viviente de la Iglesia.
El
bautismo incorpora el hombre a Cristo. "Todos vosotros, en efecto, habéis
sido bautizados en Cristo, habéis sido revestidos de Cristo" (Gál 3,27),
nos dice san Pablo.
Antes de
ver cómo se realiza la conformación con Cristo en la consagración religiosa, en
el carisma cisterciense y, más específicamente, en el cargo abacial, me
gustaría señalar la obra del Espíritu Santo actuando en la vida de los hombres
independientemente de toda relación con la Iglesia y la vida sacramental.
Pienso
en el hombre desfigurado por el pecado, viviendo en la mayor indiferencia e
ignorancia sobre su calidad de hijo de Dios y que, sin embargo, conserva como
en filigrana los rasgos de la imagen divina.
Pienso
en Mahatma Gandhi, apóstol valiente de la no-violencia, que escribía:
"Puesto que he desechado la espada, ya no queda otra cosa sino la copa del
amor que yo pueda ofrecer a aquellos que se dirigen contra mí"[7].
Pienso
en el Dalai Lama quien, según sus propias palabras, "aspira toda la
brutalidad, la persecución de las que su pueblo es víctima, y espira
simplemente la compasión".
Pienso
en nuestros hermanos musulmanes de corazón recto, y en tantas sencillas gentes
de nuestras regiones descristianizadas de Europa que irradian sin saberlo
bondad, paciencia, misericordia de las que Cristo es el manantial.
¿Cómo el
cristiano, incorporado a Cristo por el bautismo, consagrado a Dios por la
profesión religiosa, va a crecer en la conformación de su vida con la del Hijo
de Dios? SS. Juan Pablo II, en la exhortación apostólica post-sinodal sobre la
vida religiosa, se expresa así: "La persona consagrada no sólo hace de
Cristo el centro de la propia vida, sino que se preocupa de reproducir en sí
misma, en cuanto es posible, 'aquella forma de vida que escogió el Hijo de Dios
al venir al mundo'. Abrazando la virginidad, hace suyo el amor virginal
de Cristo y lo confiesa al mundo como Hijo unigénito, uno con el Padre (cf Jn
10,30; 14,11); imitando su pobreza, lo confiesa como Hijo que todo lo
recibe del Padre y todo lo devuelve en el amor (cf Jn 17,7.10); adhiriéndose,
con el sacrificio de la propia libertad, al misterio de la obediencia filial,
lo confiesa infinitamente amado y amante, como aquel que se complace sólo en la
voluntad del Padre (cf Jn 4,34)[8].
La
persona consagrada, atraída por Cristo, aspira a dejarse llevar más y más por
los sentimientos que animaban a Cristo Jesús.
"Este
Modelo, Cristo, -nos dice Madre Blanca- será tanto más asumido y asumidor
cuanto más contemplado y verificado, más contactado y escuchado. Será preciso
permanecer tanto ante Él que la Fuerza que emana de su Persona pueda ir
realizando en nosotros su obra, y su influjo modelador vaya transfiriéndonos,
como por ósmosis, su forma, a la vez que, por nuestra parte, ofrecemos
nuestra activa pasividad que acoge en silencio esperanzado su acción
transformadora"[9].
Esto nos
lleva a hablar de la configuración con Cristo por el carisma cisterciense.
Nuestras Constituciones nos dicen: "Cristo se forma en los corazones de
las hermanas mediante la liturgia, la enseñanza de la Abadesa y la vida
fraterna" (C. 3,2).
Es de la
liturgia, y principalmente de la Eucaristía, como de un manantial, de
donde la gracia fluye a nosotros. La vida litúrgica es una apertura a Dios que
nos llama a celebrarlo a lo largo de todo el día en la fe y en el amor. Juntos,
nos deslizamos, nos perdemos en la gran oración sacerdotal de Cristo y unimos
nuestra pobre alabanza a la suya, todo para gloria del Padre.
Mencionemos
también los valores monásticos, que son: la soledad y el silencio, la oración
personal, la lectio, el trabajo, etc. Estos valores bien vividos favorecen un
clima de verdadero recogimiento que nos hace actuar "con el sentimiento de
la presencia de Dios, bajo su mirada, con gratitud hacia Él y atención hacia el
prójimo"[10]. Es, según Máximo el Confesor, "tener su
espíritu aplicado a Dios con una gran reverencia y un gran amor (...), contar
con Dios en todas nuestras acciones y en todo lo que nos ocurra"[11]: permanecer en la oración que invade, pacifica,
inflama todo el ser.
La vida
fraterna, concretización de esta vida de oración, juega un papel importante
en nuestra formación. Una misma llamada nos une, las respuestas difieren,
teniendo cada una su propio camino, su gracia particular. Pertenecer totalmente
a Cristo, darle en todo el primer puesto: he aquí lo esencial. Dejarse modelar
cada día por las contrariedades, las alegrías, la mutua edificación, pone a
prueba pero es constructivo. Se puede hablar verdaderamente de
"comunión" fraterna. Es bueno –y es alentador- adivinar la acción del
Espíritu en cada una. Yo pienso en tal anciana cuya sonrisa y mirada luminosa
irradian paz, en tal otra cuyas manos fatigadas no se cansan de pasar las
cuentas del rosario, en aquella que con generosidad está enteramente entregada
a su tarea comunitaria, en el fervor totalmente nuevo de una joven... Alguien
ha hablado de estética de la vida fraterna. ¡Y es exacto, sí, es algo hermoso
una comunidad! Aquellos y aquellas que lo viven, ¿no son, acaso, signos de la
fraternidad que el mundo tiende a realizar trabajosamente? ¿No vienen a ser
artesanos eficaces para la Iglesia y para el mundo, por la intercesión, por la
escucha paciente y la ayuda que se aporta a aquellos que llaman a la puerta del
monasterio?
Cuando
habla de la enseñanza del abad, san Benito desea que la dé más por sus
hechos que por sus palabras (RB 2,12). Vivir de Cristo, ser conforme al
Evangelio –como lo espera de sus monjes- es, por tanto, la exigencia primera
del servicio abacial. Si la enseñanza deriva de una experiencia será más
verdadera, logrará más frutos. Si la mirada con que se mira a la comunidad se
deja iluminar por la de Cristo, estará cargada de bondad y de misericordia.
Releyendo
los capítulos 2 y 64 de la RB he quedado impresionada por la insistencia de
Benito sobre el cuidado que el abad deberá tener de aquellos que Dios le ha
confiado. "Aceptó el gobierno de almas" (RB 2, 34). A pesar de la
experiencia diaria de nuestras limitaciones, nos es preciso desplegar todas las
posibilidades de nuestra persona humana y espiritual, todas las riquezas de la
gracia, para "hacer crecer" a nuestras hermanas en el conocimiento de
la fe, en el gozo del don, en la unidad y la libertad del amor. La tarea no
siempre es fácil:
-mantener
en cada una el deseo de no anteponer nada al amor de Cristo
-despertar
el sentido de la corresponsabilidad
-armonizar
las sensibilidades distintas
-aunar
opiniones opuestas en una visión común
-animar o
suscitar los pasos de reconciliación, los diálogos
Felizmente,
¡Cristo ha prometido estar con nosotros hasta el fin! También recurrimos con
confianza a aquellos y aquellas que nos han precedido en el camino
cisterciense. Sus escritos, llenos de luz y de fuego, nos estimulan todavía
hoy. Escuchemos al bienaventurado Elredo aconsejando a su hermana reclusa: "Que
todo tu amor se concentre en Él sólo"[12]. "Rompe por tanto el alabastro de tu corazón, y
todo lo que tú posees de devoción, todo lo que tienes de amor, de deseo, de
afecto, todo, derrámalo sobre la cabeza de tu Esposo, adorando al hombre en
Dios y a Dios en el hombre"[13].
También
Beatriz de Nazaret nos recuerda: "Esta es, por encima de todo, la obra del
amor: Él quiere la unión más estrecha y el estado más alto, donde el alma se
entrega a la unión más íntima"[14].
Recordamos
la sabia recomendación de san Benito: "Cuando te dispones a realizar
cualquier obra buena, pídele con oración muy insistente que Él la lleve a
término" (RB Prólogo 4). Pues "la oración es el taladro que ahonda
las profundidades para hacer que brote Dios"[15]. La oración al Señor por cada una de las hermanas
confiadas a nuestro cuidado, tal es lo que más a pecho debemos tomar, y también
volvernos con toda naturalidad hacia nuestra Señora, nuestra Madre. "Ella
desea (...) formar a su Hijo único en todos sus hijos de adopción. Aunque ellos
hayan sido ya engendrados por la Palabra de verdad, ella continúa dándolos a
luz cada día por los deseos y la solicitud de su ternura hasta que alcancen la
talla del Hombre perfecto, la medida de la plenitud de la edad de su Hijo"[16].
Con san
Bernardo y para toda la humanidad, sí: "Miremos la Estrella, invoquemos a
María"[17].
Así, de
día en día, a pesar de nuestra lentitud y de nuestras impotencias, a pesar de
las dudas y la oscuridad, vamos adelante, recordando que si nuestro hacer es
necesario, es secundario. Lo más importante es la obra del Espíritu en
nosotros, su gracia que nos levanta, su amor gratuito que suscita il nuestro.
Ahora bien, "el amor es la semejanza del hombre con Dios, y es esta
conformación misma la que hace que él no sea sino un solo espíritu con
Dios"[18]. Una tal conformación -dice san Bernardo- desposa el
alma con el Verbo (Cant. 83,3). ¿No es éste el fin último de nuestra vida,
esperando reinar con Él, Cristo resucitado, en el Reino del Padre?
M. Paul
abadesa de
Soleilmont.
[1]Guillermo de Saint-Thierry, Exposición
sobre el Cantar de los Cantares, Cant. I, VIII, 94: Efficitur ad similitudinem facientis.
[2]Ch. DUMONT, Une éducation du coeur,
p. 215.
[3]O. CLÉMENT, La prière du coeur,
Spiritualité Orientale 6 bis, p. 49.
[4]J. DELESALLE, "Être un seul esprit
avec Dieu" dans les Oeuvres de Guillaume de Saint-Thierry. Tesis mecanografiada, p. 210.
[5]Ibid. p. 212.
[6]O. CLÉMENT, Questions sur l’homme, p.
50.
[7]L.A. 143, citado en J.PYRONNET, C.LEGLAND,
Prier 15 jours avec Ghandi, Nouvelle Cité, p. 76.
[8]Vita Consecrata, no 16.
[9]Madre Blanca LÓPEZ LLORENA, La
gracia cisterciense hoy : conformación con Cristo (Leyendo algunas imágenes de
Cristo). Pistas y Documentos de trabajo para ayudar a las comunidades en la
preparación del informe de su casa para los Capítulos Generales de 1999, p. 1.
[10]O.CLÉMENT, La prière du coeur, Spiritualité
Orientale 6 bis, p. 59.
[11]Libro ascético. Pequeña Filocalia, citado en O. CLÉMENT, La prière du
coeur, Spiritualité Orientale 6 bis, p. 59.
[12]La vie de recluse, 32 SC 76, p. 153.
[13]Ibid., 31, p. 129.
[14]Sept degrés d’amour. Traducción por J.B. PORION, Martingay, p.
248.
[15]J. LOEW, Comme s’il voyait l’Invisible,
p. 76.
[16]Guerrico d’Igny, Segundo
sermón para la Natividad de María, 3 SC 202, p.493.
[17]Cf. Bernardo de Claraval, En
alabanza de la Virgen Madre, II, 17.
[18]Ch. DUMONT, Sagesse ardente, p.
323.