LA
GRACIA CISTERCIENSE HOY:
Sor. Lily Scullion, ocso
Desde mi punto de vista y mi propia experiencia
El concepto de escucha
es central en la espiritualidad cisterciense. El comienzo de todo movimiento
espiritual se encuentra en el corazón. “Conoce el corazón de Dios a través de
la palabra de Dios”, fue una cita que me dio Sor Eleonor, RSM, que provocó el
deseo de Dios en el interior de mi corazón. Empecé a atender a la voz interior
y escuché la pregunta “¿Hago realmente lo que Dios espera de mí?” En busca de
discernimiento con una hermana dominica, hallé en ella una mujer con una
tremenda capacidad de escucha, una escucha con el propio corazón. Fue como
estar en la presencia de Dios y por eso fui feliz siguiendo su consejo cuando
me dijo:
“ Lily, solicita el puesto de monitora
de jóvenes en Ballymurphy
y si se te ofrece el trabajo, tómalo y estate
allí hasta que Dios
te dé una señal.”
Conseguí el puesto,
trabajé y perseveré allí durante casi tres años. Ballymurphy es un guetto de
Belfast y una plaza fuerte del I.R.A. en los “problemas” de los “seis condados”
de Irlanda del norte. Fue una experiencia difícil y dolorosa. A menudo, como
forma de escape, hubiera solicitado otros puestos, pero al final seguía trabajando
con los pobres de la zona.
Para sobrevivir, me
volvía a Jesús diariamente en la Eucaristía, que me dio la fuerza y el coraje
para continuar trabajando y combatir el dolor y el sufrimiento que acarrea. Una
noche, en el silencio y la soledad de mi dormitorio, tuve una experiencia que
sólo puedo comparar a la de Jacob en lucha con Dios.[1] Luché con Dios toda la noche. Me sentía
físicamente desamparada. Sentí la densidad de Su presencia y tuve miedo: miedo
de lo que se me iba a pedir; miedo a perder mi identidad si Le dejaba tomar
posesión de mi vida; miedo de ser apartada de mis amigos y de la gente “normal”
de mi vivir cotidiano. Me llené de un humillante temor cuando pensé en mi
maldad, las muchas veces que he jugado al escondite y las muchas veces que Le
he mantenido fuera de mi vida. Pero no había escapatoria. Me sentía cercada,
vencida, anonadada por su poderosa presencia. Fue una experiencia de muerte,
cara a cara a solas con Dios. Comprendí que sí: “tengo que dejarme llevar, entrar
libremente en esto y aceptar la realidad de esta situación”.
Este dejarse llevar no
es fácil, es un tiempo de dolor y de lucha. ¿No es ésta la condición permanente
de nuestras vidas? El sudor, el dolor, el miedo, fueron todos muy reales
mientras la lucha, el regateo, continuaba. La noche fue oscura y larga.
Amaneció y una voz amable dijo estas palabras:
“ Lily, es la vida de
clausura lo que quiero de ti.”
Estaba hecha pedazos,
confundida, aturdida y asustada. ¿Qué significaba esto? Me acordé de las
palabras del profeta Isaías: “Te he llamado por tu nombre. Tú eres mío”.[2] Ser llamado por el nombre es una experiencia
muy intensa y conmovedora.
Es imposible describir
lo que ocurrió en ese íntimo encuentro con el Señor. Cuando volví a estar en
calma y presente a la experiencia, me di cuenta de que había sido el Señor
quien me hablaba, y entre lágrimas de pesar, alegría y gratitud respondí
diciendo:
“ Sí, Señor, Tú has consentido mis voluntades
todos estos años; por eso ahora, Señor, de Ti depende: haz conmigo lo que
quieras. No tengo idea de lo que quieres de mí, pero te doy todo lo que tengo y
confío en Ti para que me lleves allí donde me quieres.”
Con esto, experimenté
un gran sentido de libertad interior y paz. Cuando llegó la mañana estaba
todavía agitada por la experiencia y comprendí que la vida había tomado una
nueva dirección. No necesitaba consultar a nadie. Él había hablado claramente y
yo había cedido a la magnética atracción de Dios. En mi corazón sentía una
fuerza interior y un coraje para confiar en su revelación acerca del camino que
tenía por delante. Podría decir que el Señor tomó posesión de mí. Me sentía
llena de una nueva confianza y apertura para mantener mi respuesta y
compromiso, dados a Él en aquel intenso e íntimo encuentro.
El 21 de mayo de 1.980,
conocí a la hermana Agnes de Glencairn y a través de ella experimenté la
amabilidad de Cristo, que despertó mi curiosidad por el estilo de vida que
hubiera detrás de su actitud.
Convine en visitar
Glencairn a finales de junio para ver como hacían sus tarjetas con flores
prensadas. Durante las dos últimas horas de aquel viaje sentí emerger un
conflicto interno. Un diálogo interior comenzó. El hecho de que iba a pasar un
fin de semana con monjas se hizo insoportable. Tanto que al llegar al portón de
entrada de la Abadía dï media vuelta y retomé el camino a casa. Tras una hora
de retirada, paré el coche y comprendí que debía mantener mi cita, y volví a
dar media vuelta. A las puertas de la Abadía me encontré nuevamente con la
palabra “Clausura”, en la que no había pensado desde mi encuentro con el Señor.
Los titubeos se acabaron con mi decisión de pasar la noche si no había rejas. Y
no las había. Estaba, pues, obligada a pasar la noche. Me quedé todo el fin de
semana y disfruté viendo la confección de las tarjetas y trabajando en el
jardín.
Durante el viaje de
vuelta me invadía una gran paz, que dio como resultado que me pusiera manos a
la obra aquella misma noche y escribiera una carta a Glencairn diciendo que
iría a finales de septiembre a unirme a la comunidad.
Desde el principio de
mi noviciado me enseñaron a centrarme en Cristo, y pude experimentar cómo,
cuando mi centro venía a ser cualquier otra cosa, la vida cisterciense se hacía
dificultosa y sin sentido.
Comencé a seguir mis
propios deseos, centrándome en las debilidades de los otros y enmarañándome en
sentimientos de inferioridad. Todo lo cual da pábulo al conflicto y al dolor.
Para mí, este centrarse en Cristo, que exige disciplina para vivir en su
Espíritu, cargar cada día con la cruz de mi humanidad.
El dar tiempo y lugar
para estar con Cristo en silencio, oración y soledad, no brotó de mí de un modo
espontáneo. Antes de llegar al monasterio, yo llevaba una vida muy activa como
trabajadora a jornada completa entre los jóvenes, las bombas, las balas, el
ruido incesante de los helicópteros del ejército, el fragor de carros de
combate, las tanquetas y los rifles, y el sufrimiento resultante de toda
aquella situación. Acostumbrarme al silencio y la paz del entorno monástico fue
mi primer reto, como podéis imaginaros fácilmente. Todo eso requería paciencia
conmigo misma y paciencia también de las demás conmigo.
Poco a poco llegué a
apreciar el valor del silencio y la soledad, y a darme cuenta de que lo que al
principio parecía una pérdida de tiempo, como la lectio y la oración, estaban
encaminadas a permitir al Espíritu de Cristo transformarme y modelarme.
La experiencia de la
dimensión humana de la vida comunitaria puede ser donación de vida o negocio de
muerte, dependiendo de cómo percibamos diversas situaciones. Como católica
criada en los “seis condados” de Irlanda del Norte, para tener un sentido de
identidad, yo aprendí desde muy joven a defender lo mío y a ser directa y
franca acerca de mis sentimientos en las cosas importantes para mí. Estos
rasgos provocaron muchos malentendidos en la comunidad de Glencairn. Algunas
veces se tomaba por agresividad lo que para mí no era sino honestidad y
rectitud. Debido a todo lo cual yo me sentía sola y como ajena. Y me causaba
mucho dolor y sufrimiento. Reflexionando ahora, me doy cuenta de que la raíz de
ese conflicto provenía de una diferencia cultural, que producía una profunda
oscuridad en mí. Era como estar en un profundo pozo sin fondo. Nadie parecía entender
por lo que estaba pasando. Cuando compartí mi experiencia con mi confesor, su
respuesta fue: “Es muy pronto para pasar por la Noche Oscura”. Así que tuve que
continuar en la misma. Durante aquel tiempo me identifiqué mucho con la Pasión
de Cristo.
Gradualmente emergí de
aquella oscuridad y pude salir a la luz con el acompañamiento de mi Maestra de
Novicias, que transitó conmigo la oscuridad. Experimenté su paciencia,
amabilidad y respeto, que mediaban para mí la presencia paciente, amable y
respetuosa de Cristo. Fue para mí un nuevo amanecer.
La Regla de San Benito
es cristocéntrica: Benito nos dice una y otra vez “No anteponer nada al amor de
Cristo”,[3] “No preferir nada al amor de Cristo”.[4] Benito nos alienta a estar constantemente
atentos a la presencia de Dios en nuestra vida diaria, que para mí se
manifiesta en la relación con los demás, en la belleza de la naturaleza, en el
trabajo manual y en la Liturgia. A este modo de vida es al que pienso que
nuestro Abad General, Dom Bernardo, nos invita a todos cuando habla en su
reciente Carta Circular de la dimensión mística de nuestro carisma cisterciense
:
A esta hora de la historia
humana, en este momento de transición cultural nosotros, monjes y monjas
orientemos más decididamente nuestras vidas hacia el Misterio a fin de ser
místicamente transformados por él. Nuestra mística cristiana es en última
instancia, una experiencia de reforma y conformación con Cristo.[5]
Parte de esta reforma y
conformación con Cristo empieza en el noviciado. No siempre respondemos a la
llamada de Cristo en nuestras circunstancias diarias. Por eso tropezamos,
retrocedemos y caemos en la oscuridad en nuestro esfuerzo por venir a la luz.
De vez en cuando somos ambiciosos, llenos de orgullo, y nuestras voluntades son
tercas y precisan mucho desgaste a través de los grados de humildad. San Benito
señala en su Regla que “El primer grado de humildad es la obediencia sin
demora, que es propia de quienes nada estiman más que a Cristo”.[6] Pienso que esta obediencia es el núcleo de la
“Conformación con Cristo” en la vida cisterciense. Obediencia y amor no se
pueden separar. Cristo amó y porque amó “Él se hizo obediente hasta la muerte y
muerte de cruz”.[7]
San Benito abre su regla diciendo:
“ Escucha, hijo, los preceptos de un maestro e
inclina el oído de tu corazón” [8]
De ahí la importancia
de escuchar esta Regla y sus intuiciones acerca de la vida, con ilusión, o sea
“Con el oído del corazón”. Es así que aprendemos a oír lo que Dios quiere en
cada situación dada y con la gracia del Espíritu Santo nos disponemos para
abrir nuestros corazones en respuesta amorosa a dicha llamada. Esto es la
obediencia, la disposición para escuchar la voz de Dios en nuestras vidas
diarias, que nos arrancará de nuestros pequeños mundos. Como seres humanos
frecuentemente dejamos de atender y oír la voz de Cristo. A veces algunos
podemos experimentar la ausencia de Cristo más que Su presencia a lo largo de
nuestro camino.
Yo experimento Su
presencia en mi vida de los siguientes modos. Por ejemplo en mis diecinueve
años como hermana cisterciense, constantemente soy animada al ver a las Hermanas
felices y realizadas en Glencairn. Pienso en la Madre Imelda Power, R.I.P,
quien me alentó enormemente por el celo y alegría que ella exhalaba, y su
profunda fe en medio de los altibajos de la vida diaria.
Mi comunidad está
compuesta por 40 Hermanas, algunas de las cuales son ancianas y enfermas. A
pesar de esto ellas están en la Iglesia preparadas para cantar el oficio a las
4 aún en las frías mañanas de invierno. A causa de estas cualidades de
fidelidad a la oración, fe y alegría, las cuales se encarnan en las vidas de
las Hermanas, la Iglesia del païs está constantemente atraida a Glencairn para
aliviar sus angustias e inquietudes con una atenta escucha. La gente pide
oraciones y con frecuencia participa personalmente en la Liturgia de las Horas.
Las más jóvenes son
también alentadoras al traer con ellas la vitalidad, la frescura y el
entusiasmo por la vida. Ellas muestran también una gran compasión hacia
nuestras Hermanas mayores, lo que me lleva a preguntarme si yo misma doy por
supuesto a mis hermanas.
Mi familia y mis amigos
visitan la Abadía y reparan energías mediante la participación en nuestra
Liturgia. Yo, a mi vez, me beneficio con la constancia de su fiel amistad, que
anima y respalda mi vocación monástica. Así como la riqueza de esta Liturgia
tiene la virtud de fortalecerme y confortarme, también solicita compromiso,
generosidad, entrega, disciplina y fidelidad, tanto de mí como de cada miembro
de mi comunidad.
Otra bendición de
Glencairn es su situación geográfica en la campiña pintoresca de suaves
colinas, flanqueada por el río Blackwater ( “el Rin irlandés”). Estoy segura de
que muchos de vosotros estaréis de acuerdo si digo que Dios habla muy
poderosamente a través de la naturaleza. Quedo fascinada ante el prodigio de Su
creación.
Mis primeros años de
formación estuvieron jalonados de experiencias que llamo “del huerto de
Getsemaní”. Uno de los motivos de sufrimiento se centraba en un antagonismo de
personalidades con mi Superiora, y la obediencia en tal situación no se hacía fácil.
Mi oración entonces era aquella de Dom Marmion:
“ Señor, Tú me has
traído aquí. De Ti depende que me quede.” [9]
A menudo, cuando atravesaba aquella oscuridad, las palabras de mi
Maestra,
“
Tener a Cristo es todo...Gracias, Señor, por estar en Glencairn.”
alimentaban mi pensamiento y me auxiliaban en la lucha, para darme
cuenta de que mi vocación era más fuerte que mi sufrimiento. Este sufrimiento
fue recompensado el día de mi Profesión Solemne con un desbordante sentimiento
de paz y de gracia por ser capaz de entregarme totalmente a Cristo en el camino
de la vida cisterciense. Unos pocos años después, pude experimentar la alegría
y la libertad de la reconciliación con mi Superiora.
El clima espiritual de
nuestros días se caracteriza por el énfasis en la autenticidad de la vida
humana. La calidad de nuestras relaciones con el otro es la medida de nuestra
relación con Dios. Como monjes y monjas en comunidad, estamos llamados a ser
una epifanía de “Iglesia/ecclesia”. En la ceremonia de Profesión, la comunidad
reconoce la importancia de la oración de intercesión. Compartir es un aspecto
esencial de nuestros votos. Las Constituciones hablan de la participación en la
vida común, nos llaman a la “mutua solicitud, cooperación y obediencia” [10] y afirman que “ la Abadesa gobernará a las
hermanas con respeto hacia la persona humana, creada a imagen de Dios”.[11] Yo veo esto como una llamada a una
profundización en la comunión con cada uno a través de un diálogo en el que
escuchemos su verdad. A veces, cuando toca definir situaciones, tomar
decisiones, redactar informes de la Casa, etc, una comunidad puede sorprenderse
en una dinámica de conflicto en la que los miembros se pongan a la defensiva,
den rienda suelta a sus enojos, su egocentrismo, fiscalizando y juzgando a los
demás. La unidad se pierde si no se centra en un bien más alto. Esto requiere
mutua obediencia, en la que cada cual renuncia a su propio deseo en servicio al
otro. Cuando nos abrimos a las indicaciones del Espíritu, nos hacemos capaces
de conformarnos al deseo de Cristo.
Un grupo de
cistercienses que fueron capaces de conformarse hasta el punto del martirio
fueron los hermanos de Atlas. El suyo es un mensaje profético para nuestra
generación. Reflejado en sus vidas, tal y como presentadas en “Una herencia
demasiado grande para nosotros”, lo que me impresiona es la dimensión de su
unanimidad. Este grupo de monjes que durante unos cuantos años habían
constantemente dialogado juntos frente a una muerte inminente, alcanzó una
creencia común acerca de lo que la conformidad con Cristo quería decir dada su
situación. En su dialogar habían oído y escuchado a cada uno y finalmente se
habían convertido en un solo miembro efectivo del Cuerpo Místico de Cristo
invitando a sus hermanos y hermanas argelinos a la Mesa del Amor y de la
Reconciliación. Conseguir llegar a ser obedientes incluso en la muerte, una
muerte de cruz, es la forma más alta de libertad para un cristiano. Hace dos
mil años Jesús hizo exactamente eso, y nos abrió el camino del Misterio
Pascual. Nuestros hermanos del Atlas, por medio de su amor, fidelidad, humildad
y obediencia, llegaron a ese nivel de libertad y unidad en el Espíritu y, por
ello mismo, fueron arrebatados a los amorosos brazos de nuestro Padre Eterno.
Sí, la comunidad de
Atlas fue un grupo ordinario de monjes viviendo nuestra vida cisterciense de un
modo extraordinario, modo que conforma radicalmente con Cristo. He aquí una
descripción de la comunidad en las propias palabras de P. Christian:
“ Nuestra vida como monjes nos ata a la
voluntad de Dios para con nosotros, la cual es una vida de oración y sencillez,
trabajo manual, hospitalidad y generosidad con todos, especialmente con los más
pobres. Estas razones para vivir
son una libre elección de cada uno de nosotros, que nos comprometen hasta la
muerte...” [12]
Nosotros, los primeros
cistercienses que estamos en el umbral de un milenio, hemos testimoniado y
compartido en la gracia de estas vidas entregadas a “Dios y Argelia”. Con
humilde corazón, demos gracias a Dios por sus vidas, por nuestras propias
vidas. Pido en oración para que cada uno de nosotros responda a esa misma
reforma y conformación con Cristo, que en momentos de crisis y cambios, podamos
abrazar el espíritu de estas palabras del testamento de P. Christian:
“ Desearía, llegado el
momento, tener ese instante de lucidez
que me permita pedir el
perdón de Dios
y el de mis hermanos los
hombres,
y perdonar, al mismo tiempo,
de todo corazón,
a quien me hubiera herido.” [13]
Unida a vosotros en Cristo
Sr. Lily
Scullion, ocso
[1] Gen. 32, 26-32.
[2] Is. 43,1.
[3] RB. c.4.
[4] Ibid. c.5.
[5] Dom Bernardo, Carta Circular 1999 ; RB. c.5.
[6] RB. c.5.
[7] Fil. 2,8.
[8] RB. Prólogo.
[9] Dom Marmion, Christ the Soul of
the Monk.
[10] Cst. 16,2.
[11] Ibid. 16,3.
[12] Dom Donald Glynn, Nunraw , A
Heritage too big for us.
[13] Testamento del Hno. Christian, como referido en A Heritage too
big for us.