LA ORDEN EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO
(Conferencias a los Capítulos Generales, Octubre-Noviembre 1999)
II
RENOVACIÓN EN EL UMBRAL DEL NUEVO MILENIO
Los cistercienses tenemos una larga historia que contar, y
queremos pensar que ante nosotros se abre una historia por edificar. Se nos
invita a ser fieles a nuestro pasado y creadores de nuestro futuro. Sin
fidelidad creativa nuestro mañana se reduciría a un mero ayer. Y, por otro
lado, sin santidad y audacia no habrá ni fidelidad ni creatividad (Cf. Vita
consecrata 37).
Seis años atrás, en el Capítulo General de 1993, compartí
mis convicciones sobre la necesidad de la renovación espiritual inculturada.
En esa oportunidad presenté las causas, el contexto, las líneas inspiradoras,
los instrumentos y los agentes de la nueva etapa de renovación. En síntesis, se
trataba de una invitación apremiante a centrar nuestras vidas en la persona
de Jesús, siguiendo todos juntos sus pasos, hacia el Misterio del Padre.
El programa era y es, pues, cristocéntrico, evangélico, cenobítico y místico.
Vuelvo hoy sobre este mismo tema destacando otros aspectos.
1. Urgencia
insoslayable
En los recientes años de renovación todas las formas de
vida consagrada han atravesado un período delicado y duro (...) Las
dificultades no deben, sin embargo, inducir al desánimo. Es preciso más bien
comprometerse con nuevo ímpetu, porque la Iglesia necesita la aportación
espiritual y apostólica de una vida consagrada renovada y fortalecida (...) En
consecuencia de lo precedente, el Santo Padre desea que continúe la
reflexión para profundizar en el gran don de la vida consagrada (...) Y que los
consagrados y consagradas, en plena sintonía con la Iglesia y su Magisterio,
encuentren así ulteriores estímulos para afrontar espiritual y apostólicamente
los nuevos desafíos (Vita consecrata 13).
En relación con lo precedente, no pongo en duda en lo más
mínimo la riqueza aportada a nuestra vida monástica por la renovación
postconciliar, tanto a nivel de institución cuanto de existencia cotidiana. Al
mismo tiempo no puedo ignorar el precio pagado. Me refiero a un cierto empobrecimiento
de algunos aspectos de nuestra “cultura monástica”. En efecto, algunos valores,
como por ejemplo, la corrección fraterna y el ayuno han casi desaparecido. De
igual modo, experimentamos una cierta carestía en el orden de las leyes (código
penal...), los rituales (mandatum semanal...), símbolos (ornamentos,
posturas...), costumbres (oración al comenzar el trabajo...). Al mismo tiempo,
es verdad que había mucho que sobraba y hacía perder de vista lo esencial; pero
también es verdad que nos ha faltado creatividad a la hora de los cambios, es
más fácil suprimir que sustituir. El empobrecimiento de nuestra cultura monástica
puede ser causa de un debilitamiento de la unidad fraterna y de las estructuras
de vida coherente. La mediación de la cultura monástica es esencial en el orden
de la formación, sin ella resulta casi imposible dar “forma monástica” a
nuestra propia existencia como monjes y monjas.
La sinceridad nos lleva a confesar otro límite importante
en nuestro esfuerzo renovador. Me refiero a los equívocos, aún por
esclarecer, entre: pobreza y economía, personalismo e individualismo,
laboriosidad y activismo, libertad e independencia, unidad e uniformidad,
pluralismo e individualismo, caridad y tolerancia, fidelidad y costumbre,
autenticidad y espontaneidad, encarnación y mundanización, diálogo y discusión,
ascesis y gimnasia, ayuno y dieta, oración y vacío, inculturación y folklore,
carisma y hobby, autonomía y autosuficiencia, transformación y cambio,
perseverancia y supervivencia...
Estas confusiones son ciertamente diferentes a aquellas que
subrayaba san Bernardo con cierta picardía en su Apología al Abad Guillermo:
a la moderación la tienen por avaricia, la sobriedad pasa por rigidez, al
silencio lo consideran melancolía. Y al revés, a la relajación la llaman
discreción, al despilfarro generosidad, alegría al bullicio, decoro al lujo en
el vestir, aseo al innecesario desvelo por la comodidad de los lechos. Y
facilitar todo esto a los demás es caridad. Una caridad que mata a la
caridad (Apología 17). Aunque la confusión sea
diferente siempre es verdad que un desorden en el lenguaje alimenta un desorden
en el espíritu.
Y hay aún otro motivo que nos urge a acoger la renovación
como un proceso constante. Los jóvenes monjes y monjas no fueron los agentes de
la renovación de ayer pero están llamados a serlo de la renovación de hoy.
También ellos tienen un aporte que ofrecer pues también a ellos los habita el
Espíritu creador y renovador. Sería muestra de orgullo supino considerar la
renovación como algo ya concluido y que no admite ninguna novedad ulterior.
En la literatura sobre la vida religiosa no falta hoy una reflexión cada vez más apremiante sobre la “refundación” de los institutos. El término puede ser equívoco, pero guarda todo su valor cuando se refiere a ser fieles al Señor que habla a través de cada nueva situación histórica. Para algunos institutos el desafío es grande, se reduce a dos alternativas: vida o muerte. La situación de los institutos de vida monástica no es quizá tan apremiante. No obstante, si no re-evangelizamos nuestras estructuras y formas concretas de vivir el carisma que nos anima, caeremos en el anonimato eclesial, seremos “mala noticia” para el hombre y mujer contemporáneos y concluiremos en el basurero de la historia.
2. Triple sentido
Me parece ahora importante aclarar brevemente el sentido de
la frase programática “renovación espiritual inculturada”. Tomemos cada una de
las tres palabras por separado. Enseguida nos daremos cuenta que forman una
unidad inseparable.
2.1. Renovación
Obviamente la renovación hace referencia a la “novedad”.
Pero no a cualquier novedad, sino a aquella que se opone a lo “vetusto” y
“novedoso”. En este sentido el apóstol
Pablo nos dice: porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, vivamos
una vida nueva (Rom.6:4). El Exordium parvum defiende la novedad del
Císter primitivo con unas palabras del apóstol Pablo: despojándose del
hombre viejo se alegraban de revestirse del nuevo (XV,2; Cf. Ef.4:22-24;
Col.3:9-10). En consecuencia, la novedad de la renovación se opone a la mera
“innovación” y a lo novedoso de la moda, esta última es intrínsecamente transitoria,
si perdurase dejaría de estar de moda, y esta transitoriedad cambiante muestra
su tontería.
Nuestra vida nueva implica ante todo un retorno a la
persona de Jesús y a su buena noticia evangélica. Además, en cuanto
cistercienses, nuestra “novedad” demanda una vuelta al origen, pues el carisma
fundacional del Císter es siempre fuente de vida nueva y sin esta fuente no hay
originalidad posible.
Digamos también que
la originalidad es una realidad que goza de permanente actualidad, al igual que
es siempre actual lo esencial y lo verdaderamente tradicional. La actualidad de
una institución se juzga por su capacidad de encarnar y manifestar valores en
forma adecuada a una realidad presente. Por eso es importante saber evitar el
actualismo de lo accidental y de esa actualidad que carece de historia. Este
peregrinar hacia el origen demanda capacidad de movilidad, esa movilidad propia
del círculo en torno a un centro inmóvil, movilidad que se opone a la
instalación y a la indisponibilidad. El retorno al origen consiste en una
recreación, no tanto de los acontecimientos, sino de su interna inspiración.
La historia de los institutos de vida consagrada nos muestra que todo paso de renovación es causa de conflictivad. Claro está que no se trata de antagonismos inútiles causados por vistosos protagonismos, sino del conflicto causado por la fidelidad a Jesús y a su Evangelio. Lo genuino del conflicto se discierne por los frutos o la regeneratividad de las personas, las comunidades y las estructuras, regeneración que partiendo desde lo personal alcanza lo organizativo pasando por lo comunitario.
2.2. Espiritual
La palabra “espiritual”, en el contexto de la renovación,
se refiere ante todo a la acción del Espíritu Santo. En efecto, gracias a Él
podemos vivir por el Espíritu y seguir al Espíritu, podemos renovar
el espíritu de nuestra mente y revestirnos del hombre nuevo (Gál.5:25;
Ef.4:23-24). En consecuencia,
espiritual se opone, sobre todo, a “carnal” y no a corporal o temporal. Y se
refiere, además, a la “metanoia” o conversión interior o del corazón.
La interioridad a la que ahora me refiero implica
simultáneamente: la persona humana en cuanto consciente, libre, responsable y
sociable; el vivir para amar y ser amado; y la vida teologal que reside en la
“gracia” santificante y se expresa mediante la fe, la esperanza y la caridad.
Esta interioridad espiritual jamás ha de olvidar que el ser humano es un ser
corporal, es decir: espíritu corporizado.
Vivir en el Espíritu es don y tarea, implica acogida y
esfuerzo. Y si ha de continuar en el tiempo, hará falta que el don de la
perseverancia corone la gracia inicial.
2.3. Inculturada
La cultura es algo propio del ser humano; sólo el ser
humano “cultiva” su relación: con Dios (religión, culto), con los otros hombres
(lengua, sociabilidad, política...), con la creación (economía, trabajo,
técnica, arte...). Cada pueblo tiene su propia cultura, por eso se puede hablar
de culturas (en plural). Cada uno de nosotros es al mismo tiempo hijo y padre
de la cultura en la que existe. Gracias a nuestra propia cultura vivimos
humanamente y, a causa de ella, vivimos limitadamente. Cada uno existe en una
cultura concreta, pero la cultura no nos agota, hay algo en nosotros que
trasciende la cultura (Cf. Consejo Pontificio de la Cultura, Para una
pastoral de la cultura, 1999).
Es también posible hablar de “sub-culturas” en referencia a
grupos diferenciados por motivos de género (cultura masculina y femenina),
generaciones (cultura de ancianos, cultura juvenil), vocaciones (cultura
monástica, cultura militar), lugares (cultura urbana, cultura campesina),
etcétera.
La inculturación de nuestro carisma
cisterciense es un aspecto de la inculturación
del Evangelio; y la inculturación del Evangelio es
consecuencia y prolongación del misterio de la
Encarnación. La inculturación de nuestro carisma
es el proceso de encarnación en una cultura
determinada y el consecuente enriquecimiento
de ambos; se trata de un proceso natural que no
puede ser artificialmente inducido, pero que sí
puede ser orientado.
Nuestro carisma va más allá de todas las culturas, pero en
y desde las culturas. Es decir que el carisma cisterciense es transcultural,
pues se refiere a la especificidad del ser humano y cristiano, pero sólo existe
en formas culturales determinadas.
Todo proceso de renovación implica una inculturación que da
lugar a nuevas formas. El Císter de la primera hora se desenraizó de las formas
culturales feudales a fin de inculturarse en formas culturales nacientes en ese
entonces. Toda la historia cisterciense puede ser leída en clave de sucesivas
inculturaciones.
La inculturación presente ha de tener en cuenta la realidad
pluricultural de la Orden, por eso no se pueden dar recetas u orientaciones
válidas en todo nuevo lugar y situación. Ciertas formas monásticas culturales
pueden ser actuales en un contexto y caducas en otros. Y todos sabemos que no
es fácil vivir la unanimidad en la pluriformidad, pero difícil no significa
imposible
La finalidad de la inculturación en cualquier proceso de
renovación procura: expresar más plenamente el carisma y enriquecer las
culturas; hacer más viable, creíble y universal nuestra vida cisterciense;
comunicar más hondamente la vida monástica a las Iglesias locales; permitir la
creación de otras formas o modelos de vida cisterciense.
La inculturación es un proceso que comienza y jamás termina
pues las culturas son cambiantes e interactivas. Así como también es cambiante
el grado de “enculturación” (internalización de la propia cultura) de los
miembros de una cultura determinada.
La renovación e inculturación de un carisma, tal como el
nuestro, es un proceso que no conoce fin. Cada generación, a partir de lo
precedente, está llamada a hacer progresar la vivencia e interpretación del
mismo. Es así como el carisma crece en hondura y manifestación, conjuntamente
con el Cuerpo de Cristo encarnado en la historia.
3. Utopismo realista
Nunca habrá una verdadera “renovación” sin una apertura
incondicional a Aquel que nos dice: He aquí que hago nuevas todas las cosas.
Esto significa, entre otras cosas, que hemos de aprender a pensar o concebir
nuestra vida monástica en su totalidad o en los elementos que la componen con
nuevas categorías o encuadres de pensamiento. Sin un mínimo de libertad
intelectual y operativa de lo existente jamás se podrá crear lo inexistente.
Ya he explicado en otro lugar el sentido del término
“utópico”. El Papa Pablo VI, en su Encíclica Octogesimo adveniens, nos
habla de la utopía en estos términos: esta forma de crítica de la sociedad
establecida provoca la imaginación prospectiva para percibir a la vez en el
presente lo posiblemente ignorado que se encuentra inscrito en él, y para
orientar hacia un futuro mejor; sostiene además la dinámica social por la confianza
que da a las fuerzas inventivas del espíritu y del corazón humano; y,
finalmente, si se mantiene abierta a toda realidad, puede también encontrar
nuevamente el llamamiento cristiano (37).
En consecuencia, no considero lo utópico como sinónimo de
irrealizable. Lo utópico no es algo irrealizable sino algo prematuro. Pero
además, en el orden de las realidades humanas, ¿qué es verdaderamente
irrealizable? ¿qué es una “utopía” (entre comillas, para indicar el significado
de irreal) y qué es una posibilidad real? Muchas realidades consideradas
irrealizables (o “utópicas”), como por ejemplo, la abolición de la esclavitud,
la erradicación del hambre en el mundo, fueron o son consideradas irrealizables
simplemente porque no se quisieron o no se quieren. Y otro tanto vale a nivel
de nuestra Orden: las Conferencias regionales mixtas, el derecho de voto de las
Abadesas en la elección del Abad General y de su Consejo... eran consideradas
como “utopías” en el sentido de irrealidades o de realidades irrealizables, pero...
En el orden de la gracia divina, de la nueva vida en
Cristo, ¿dónde se sitúan los límites de lo posible y de lo irrealizable? ¡Hasta
los mismos apóstoles consideraron imposible el matrimonio monógamo e
indisoluble (Mt.19:3-12)! No obstante, la Madre de Jesús sabía muy bien que nada
hay imposible para Dios (Lc.1:37; 18:27). Nada más utópico que el
Evangelio: basta meditar el sermón del monte y el padrenuestro, ¡al vino nuevo,
odres nuevos! (Mt.9:17). Así lo entendieron la primitiva comunidad cristiana de
Jerusalén (Hech.2:42-47; 4:32-35; 5:12-16) y los fundadores del “Nuevo
Monasterio”.
Es imposible que un mundo utópico (lo no existente aún)
suplante a un mundo tópico (lo existente) sin una libertad mental y operativa
respecto de este último. Esta actitud implica vencer la aceptación pasiva del
mundo tópico y, al mismo tiempo, evitar una condenación global de todo lo
vigente. Tan imprudente es el inconformista radical cuanto el conformista
sistemático y acrítico. No es siempre fácil ubicarse en el punto justo entre
pasivismo y rechazo, intimismo y distancia, identificación y divorcio.
La tradición viva es la fuente misma del progreso
consistente, y un porvenir abierto es condición necesaria para salvaguardar la
tradición que progresa. El tradicionalismo, por el contrario, es crispación
sobre la materialidad de la tradición; así como el progresismo es promoción de
novedades sin continuidad, arraigo y coherencia.
La tradición y el progreso han de aprender a darse la mano
sin convertirse en "ismos": tradicionalismo, progresismo... Y lo peor
sucede cuando estos “ismos” se convierten en ideología, es decir: en un sistema
de pensamiento coherente, clarificador y operativo, que proporciona evidencia,
y motivación para solucionarlo todo. La ideología, al simplificar la realidad,
muchas veces la suplanta, y modifica a las personas según esquemas
preestablecidos. La ideología puede convertirse en un corsé mental que
endurece, encorva y yergue a fin de justificar lo injustificable.
Para la ideología progresista el mal está en el pasado y el
bien en el futuro, y a la inversa la ideología tradicionalista. La historia
cisterciense abunda en ejemplos de tensiones entre tradicionalistas y
progresistas. Y tampoco ha estado ausente, aunque resulte más sutil, el demonio
del ideologismo, es decir, la conversión de la espiritualidad en ideología.
La presente etapa de renovación nos urge a liberar la
creatividad de nuestro pensamiento y praxis utópica. Quizás sea este el camino
más apropiado para dar respuesta a algunos de los desafíos que hemos de
confrontar. Pienso concretamente en: la Familia Cisterciense, y la redimensión
de estructuras económicas y laborales a fin de adecuarlas a la realidad local.
Posiblemente, será también necesario un poco de utopismo a fin de encontrar un
renovado sentido y nuevas encarnaciones a algunos valores monásticos, tales
como: el silencio, la separación del mundo, la pobreza evangélica y el ayuno.
4. Presencia
significativa
Deseo hablar finalmente de otra realidad que, en cierto
modo, engloba todo lo precedente. Me refiero al testimonio evangélico y
atractivo que hemos de dar con nuestra simple presencia. Nuestra vida monástica
ha de ser un signo preclaro del Reino en las condiciones cambiantes
de los tiempos (Perfectae caritatis 1,2): la “significatividad” es
exigencia de nuestra propia identidad.
Nuestra identidad y la vitalidad de la misma se manifiestan
en forma de presencia significativa: la presencia es la manifestación visible
de nuestra identidad. Nuestro carisma monástico ejerce atracción precisamente a
causa de su peculiar forma de presencia. Sociológicamente hablando, existimos,
pues estamos presentes y somos vistos.
Nuestra presencia comprende muchas realidades diferentes.
En ella se unifican todos los aspectos fundamentales de nuestra vida. Las
realidades más influyentes de nuestra presencia son:
-Cada uno de nosotros, monjes y monjas de la Orden: la
dedicación de nuestras vidas, nuestra perseverancia, nuestro riesgo por el
absoluto, nuestra radicalidad cotidiana, nuestra alegría... o, por el
contrario, nuestra mediocridad, abatimiento, codicia, egoísmo...
-Cada una de nuestras comunidades: el tipo de relaciones entre
los miembros, la capacidad de acogida, el compartir y la comunión, la inserción
en el medio local, el testimonio orante...
-El tipo de actividad laboral y la participación en una economía
dada: explotación agropecuaria, fábricas de diferentes tipos, tiendas en las
que comercializamos productos propios o ajenos, empleados al servicio del
monasterio...
-Edificios y propiedades: ubicación de los mismos, tipo de
construcción, extensión de los campos...
-Otros signos visibles que remiten a otras realidades:
clericalismo, medievalismo, misterio, acogida, separación...
Ahora bien, nuestras diferentes formas de presencia
manifiestan nuestra identidad y nuestro carisma en mayor o menor grado. En este
contexto hay que tener en cuenta también que la cultura secularizada en ciertas
regiones del globo es poco inclinada a reconocer signos de valores
trascendentes. No obstante nos podemos preguntar si nuestra presencia es:
-Eficientista: presentes por lo que hacemos o fabricamos
(queso, cerveza, chocolate...).
-Protagonista: presentes pues otros muchos dependen de nosotros
o están a nuestro servicio (beneficiados, empleados, monopolios varios...).
-Provocatoria: nuestra simple vida suscita interrogantes, deja
pensando (qué buscan, son como todos pero hay algo más...).
-Contradictoria: los signos hablan un lenguaje incomprensible o
contradictorio (pobres y ricos al mismo tiempo, disfrazados o vestidos según
una moda perimida...)
-Profética: el Señor se vale de nuestra presencia para hablar a
creyentes y no creyentes (el Reino de los cielos ya está entre vosotros...).
-Mística: la ofrenda de la propia vida y la primacía del
diálogo personal y comunitario con Dios son evidentes para todos (el misterio
es revelado a los sencillos y puros de corazón...)
Con seguridad que nuestra presencia comunicará más de un
mensaje y tendrá más de un significado. Y considero urgente, en el momento
actual (era de las comunicaciones sociales), evaluar la visibilidad de nuestro
carisma e identidad pues de ello depende nuestro testimonio. Esto implicará, al
menos:
-Discernir todo aquello que oscurece y hace ambiguo nuestro testimonio
de vida.
-Acortar o alargar las distancias evitando la con-fusión o la
ex-trañeza.
-Estar atentos a los signos de los tiempos y saber dibujar nuevos
signos en el tiempo.
-Aprender el difícil arte de la comunicación pública y social.
Nuestros monasterios están presentes en 44 países
diferentes. Las circunstancias culturales, religiosas, políticas, sociales y
económicas son variadísimas. No obstante hay demandas y necesidades comunes. La
realidad contemporánea nos invita a confrontar nuestra presencia y testimonio
en relación con:
-Los pobres y la pobreza en todas sus formas.
-Los jóvenes que desean ser actores del hoy y lo serán sin duda
del mañana.
-La sed de espiritualidad por parte de los hombres y mujeres de
hoy.
-El deseo de comunión en un mundo desgarrado por tantas
divisiones.
No creo equivocarme si afirmo que la calidad de nuestra
presencia significativa y testimonial depende finalmente de una sola realidad:
la vivencia profunda de una espiritualidad integral y rica en valores divinos y
humanos. Sólo así podremos hacer visibles las maravillas que Dios realiza en
la frágil humanidad de aquellos a quienes ha llamado (Vita consecrata
20).
Nuestra simple presencia ha de hacer visible nuestro
carisma monástico y lo propio que lo distingue. Esta presencia ha de suscitar
en nuestro entorno ambiental las ganas de compartir la vida que
transparentamos. No hay mejor programa de animación vocacional que el
testimonio de una presencia significativa.
Es verdad que toda presencia tiene siempre algo de
ambigüedad y de inexpresividad; también es verdad que hay signos que sólo se
leen mediante la fe y aceptando el misterio. No obstante, es hoy urgente
preguntarse si brilla nuestra luz delante de los hombres de tal modo que, al
ver nuestras obras, den gloria al Padre que está en los cielos (Mt.5:16).
5. Requisito básico
La renovación demanda esfuerzo, es además causa de
conflicto, por eso sólo perseveran en ella quienes poseen una buena dosis de
sentido del humor. En efecto, el que toma la vida con humor, Dios le librará de
lo trágico; y el que sabe distinguir una mota de polvo de una montaña, se
evitará muchas preocupaciones; o más concretamente: quien reflexiona antes de
obrar y ríe antes de reflexionar, evitará cometer muchas tonterías.
El sentido del humor --expresión del gozo cisterciense--
permite en el contexto de la renovación no absolutizar lo relativo y
relativizar lo absoluto en referencia al único Absoluto. Este don divino, que
hace tan atrayente a los humanos, es:
-Algo más serio que chistoso y lo entiende mejor el humilde que el
bromista o que el que se las da de gracioso.
-Es vacuna o antídoto contra el veneno del orgullo o de la
megalomanía.
-Capacidad de vibrar con lo serio de lo tonto y lo tonto de lo serio.
-Humedad que distiende y refresca cuando estamos tensos y calientes.
-Sencillez de niño con experiencia de anciano.
Un gran reformador y renovador medieval, Bernardo de
Claraval, nos recuerda una verdad que importa no olvidar: la caridad es risa
pues es alegre (Sermones varios 93; Carta 87:12). La
Escritura, por su parte, nos enseña a invocar a Dios diciendo: Señor, haz
“brillar tu rostro” (sonríeme) sobre tu siervo (Ps.31:17; 119:35). Y nos
aconseja: ¡contemplad al Señor y quedaréis radiantes, miradlo y hallaréis la
sonrisa! (Ps.34:6).
La tarea insoslayable y urgente de un nuevo paso de
renovación nos lleva a solicitar la intercesión de aquella Mujer que acogió en
tierra buena la semilla del buen humor de Dios y produjo frutos del ciento por
uno:
A ti, Madre, que deseas la renovación espiritual y apostólica de tus
hijos e hijas en la respuesta de amor y de entrega total a Cristo, elevamos
confiados nuestra súplica. Tú que has hecho la voluntad del Padre, disponible
en la obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda,
alcanza de tu divino Hijo, que cuantos han recibido el don de seguirlo en la
vida consagrada, sepan testimoniarlo con una existencia transfigurada,
caminando gozosamente, junto con todos los otros hermanos y hermanas, hacia la
patria celestial y la luz que no tiene ocaso. Te lo pedimos, para que en todos
y en todo sea glorificado, bendito y amado el Sumo Señor de todas las cosas,
que es Padre, Hijo y Espíritu Santo (Vita consecrata 112).
D. Bernardo Olivera
Abad General