14 de septiembre de 2007 – Fiesta de la Exaltación de la Cruz
Nb 21, 4-9 ; Ph 2, 6-11 ; Juan 3, 13-17
Abadía Santa Maria de Huerta, Soria, España

Homilía

El nombre tradicional de la fiesta de hoy es “Fiesta de la exaltación de la Cruz”.  La palabra “exaltación” es admirablemente ambigua. Puede designar el movimiento que consiste en elevar la cruz sobre la cual se encuentra un condenado (en el acto mismo de la crucifixión), o puede designar el hecho de elevar la cruz en alto, en señal de triunfo, para darle gloria.

Encontramos una ambigüedad igualmente fuerte en las palabras de Jesús en el Evangelio de Juan: “Yo, cuando sea alzado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.” La Cruz está en el centro de la paradoja cristiana, o más bien es el culmen de esa paradoja: la vida sale de la muerte, la cruz es levantada para dar la vida, un crucificado es fuente de vida.  Esta paradoja es la señal y la anticipación del gran cambio escatológico prometido por Dios : los que lloran estarán alegres, la mujer estéril dará a luz un hijo, los pobres reinarán, los hambrientos serán saciados y los muertos vivirán.  

El himno cristológico citado por Pablo en el capítulo 2 de su Carta a los Filipenses, que hemos leído como segunda lectura, describe muy bien como la exaltación suprema de Cristo, en su resurrección, es un movimiento ascendente que sigue al descendente de su venida hacia nosotros en su encarnación. 

Siendo en forma de Dios, … se despojó a sí mismo, … haciéndose semejante a los hombres; se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, ¡y muerte de cruz! Por lo cual también Dios lo exaltó hasta lo sumo y le otorgó el nombre que es sobre todo nombre.

Tomar su cruz, es decir aceptar sufrir, aun cuando uno es inocente, es una dimensión esencial del seguimiento de Cristo.  También lo es la renuncia de si mismo y la obediente imitación de Cristo, el cual tomó su propia cruz por amor a todos nosotros.

            Para llegar a ser capaz de aceptar la presencia de la cruz – o del sufrimiento -- en su vida, tanto como para ser capaz de amar u de aceptar de ser amado, uno tiene que dominar el miedo. Hay en el ser humano un miedo innato al sufrimiento, así como hay un miedo de amar y de dejarse amar, al mismo tiempo que hay un deseo de amar y de ser amado.  En realidad, para crecer, tanto humanamente como espiritualmente, tenemos que vencer muchos miedos.

            En primer lugar debemos deshacernos de los miedos que provienen de nuestra infancia y que hemos podido llevar con nosotros durante nuestra vida adulta – miedos que podían ser fundados cuando éramos niños, pero que son ahora totalmente irracionales.  Uno de esos miedos es el miedo del padecimiento,  que nunca está agradable pero sin el cual no hay vida – no hay nacimiento ni crecimiento.

            Después, están todos los miedos que no nos pertenecen, pero que nos han sido transmitidos: los miedos que atormentan a personas que nos son queridas y de los que nos apropiamos fácilmente.  Están los miedos que nos son transmitidos por los medios de comunicación y que son fácilmente utilizados por los políticos y los demagogos.  La fecha del 11 de septiembre quedará en la historia como el símbolo de todos nuestros miedos colectivos fácilmente explotados.

            Finalmente están nuestros propios miedos, aquellos que tienen un fundamento en nuestras existencias personales – que son debidos a las heridas del pasado o a la experiencia de nuestros propios pecados.  Es sobre todo de esos miedos que necesitamos ser liberados. Ser liberados de nuestros miedos no significa necesariamente hacerlos desaparecer, sino más bien hacer que no nos paralicen más. Jesús, en el Jardín de Getsemaní, en el momento de su bajada suprema a la muerte, fue preso da la angustia al punto de producir sudores de sangre.  Fue en la plena aceptación del sufrimiento, a pesar de la angustia y del miedo que mereció ser exaltado por su Padre en la gloria eterna después de ser exaltado (es decir, levantado) sobre la madera de la cruz.

“Yo, cuando sea alzado de la tierra, atraeré a todos hacia mí.” Entre los que Jesús atrajo a si, desde su cruz, estaba María, su madre.  Esa mujer que ciertamente no era ajena al sufrimiento, nos dio a Jesús como pan de vida.  La Eucaristía que celebramos cada día nos otorga el poder de la cruz de Cristo sobre todos nuestros sufrimientos cotidianos, pequeños o grandes, como sobre los sufrimientos de la humanidad, y nos permite participar así en su exaltación a la derecha del Padre, es decir a su “cruz gloriosa”.

 

Armand Veilleux

 

 


 

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