Solemnidad de María, Madre de Dios
En la liturgia de hoy nos encontramos con una ilación muy buena entre las
diversas lecturas de la Misa.
En la primera lectura nos encontramos con la fórmula de bendición utilizada en
el Antiguo Testamento por el Sumo Sacerdote Aaron y
sus descendientes para bendecir al pueblo. “Que el Señor haga brillar su rostro
sobre ti, que se incline hacia ti…y te conceda su paz”
Una persona revela ante todo a través de su rostro no sólo lo que
encierra en su corazón, sino lo que ella misma es. De ahí que todos los grandes
profetas y los grandes místicos del Antiguo Testamento hayan deseado ver el
rostro de Dios. De Moisés se nos dice que Dios le hablaba cara a cara como a un
amigo. El rostro de una persona puede saltar de gozo, como puede mostrarse
sombrío, henchido de dolor o de cólera. Y ésa es asimismo la razón de que el
hombre que ansía por ver el rostro de Dios, tenga a un tiempo miedo de no poder
soportar ese cara a cara.
Es bello lo que pide la bendición de Aaron: “Que
el Señor haga brillar su rostro sobre ti”. Se desea que la persona sobre la
que ha sido pronunciada esta bendición se vea rodeada, iluminada, transformada
por la luz que brota del rostro de Dios. Ahora bien, cuando pide a Dios Moisés
que le haga ver su gloria, se le permite verla tan sólo de espaldas, es decir
“yendo en pos de Él”, haciéndose discípulo suyo.
La segunda lectura, tomada de la carta de Pablo a los Gálatas, nos
dice que al final de los tiempos, en este tiempo que es nuestro tiempo, la luz
del rostro de Dios se nos ha manifestado. Ha aparecido en un rostro humano, en
el de Jesús, nacido de María. El esplendor de la luz divina se nos ha mostrado
en el rostro de Jesús. Este rostro humano, vilipendiado, velado, desfigurado es
la efigie de la substancia divina como les fue revelado los tres discípulos
privilegiados el día de la Transfiguración. Nosotros mimos, transformados por
el Espíritu Santo que habita en nosotros, quedamos transformados por esa luz y
sabemos que podremos un día contemplarle cara a cara.
El Evangelio de Lucas nos muestra a esta luz “que ha tomado un
rostro” en toda la belleza de su humanidad. Como lo hemos podido ver
recientemente, no son los dos primeros capítulos de Lucas propiamente hablando
una “historia” de la infancia de Jesús sino más bien un texto teológico, de una
gran riqueza poética y evocadora, en la que nos anuncia Lucas todos los grandes
temas de su Evangelio. Tras el encuentro de los dos Testamentos en las personas
de Juan Bautista y de Jesús, ambos aún en el seno de sus madres, y los dos
cánticos de bendición de Zacarías y de María, tenemos el encuentro del cielo y
de la tierra, representados por los ángeles y los pastores. Estos, en sus
colinas, en medio de sus rebaños se ven rodeados de una gran luz, la del niño
que acaba de nacer cerca de donde ellos se encuentran, y se les anuncia una
gran alegría, la de que les ha sido dado un salvador. Y señal de ello es que ha
nacido un niño y ha sido colocado en un pesebre, y que nos ha sido ofrecido
espiritualmente como alimento espiritual, que prefigura la Eucaristía.
Al paso que los poderosos como herodes se
niegan a ver la luz que se les ofrece, personas sin otra pretensión que la
búsqueda de la sabiduría, como los magos, creen en las estrellas y personas
sencillas con los pies en tierra como los pastores, creen en la luz que los
rodea y en el anuncio que se les hace de una gran alegría. Quedan henchidos de
gozo por cuanto han oído y cuanto han visto.
Ahora bien, en medio de todo esto se encuentra María – María que se ha
dejado penetrar interiormente en su totalidad por la luz de quien ha llevado a
lo largo de nueve meses, y que no obstante da la impresión de ser la única
persona que no se halla rodeada exteriormente de luz. Es la fe la que ha hecho
de ella madre de Dios. En su corazón, en la fe, medita cuanto oye decirse de su
hijo.
María es madre de Dios, porque es la madre de Jesús en quien se ha
manifestado la plenitud de la gloria de Dios. Es asimismo nuestra madre en la
medida en que se encarna Dios también en cada uno de nosotros, cuando nos
dejamos penetrar por la luz divina que ha brillado en el rostro de su Hijo.
Este niño que simbólicamente ha colocado María en un pesebre dirá un
día de su cuerpo nacido de María: Tomad y comed. Por la fe ha llegado a ser
María madre de Dios. Por la fe recibimos a Cristo en la Eucaristía y quedamos
transformados en su imagen.
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La bendición de Aaron sobre el pueblo pedía la paz:
“Que
vuelva el Señor su rostro sobre ti, que te traiga la paz”
Armand VEILLEUX