5º Dom. del tiempo ordinario (A)
Pablo ha sido uno de los espíritus más profundos de su tiempo. Había sido
formado por los mejores maestros de Israel. Había aprendido cuanto podía ser
enseñado sobre la sabiduría de Israel, así como de la sabiduría de los griegos.
Cuando se llegó a Atenas para anunciar la Buena Nueva, pensó que el mejor medio
de hacerse aceptar era la de dar con la gente de la Ágora al nivel mismo de
ellos, echando mano de su conocimiento de sus filósofos y de sus poetas. ¿Pero
todo fue un fracaso! Lo cual fue una lección para Pablo, que se vio precisado a
cambiar de método. Cuando vino a Corinto, una ciudad mucho más popular, de vida
moral decadente y con bastantes menos intelectuales, vino como un pobre,
llevando en su carne la cruz de Cristo. Y tuvo éxito. Habrán pasado algunos
años para cuando escribiera el texto que hace unos instantes hemos escuchado:
“Cuando vine a vosotros a anunciaros el testimonio de Dios, no lo hice
con sublime elocuencia o sabiduría pues nunca entre vosotros me precié de saber
cosa alguna, sino a Jesucristo y éste crucificado.
Me presenté ante vosotros débil y temeroso: mi palabra y mi
predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y
el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los
hombres sino en el poder de Dios” (1 Co 2, 1-5).
Con otras palabras, Pablo no se llegó a Corinto como un maestro de sabiduría,
sino como quien era portador de un testimonio – en su vida – a la cruz de
Cristo y a su resurrección. Este texto constituye, por consiguiente, un buen
comentario del Evangelio de hoy. Cuando nos dice Jesús que somos la sal de la
tierra y la luz del mundo, no nos invita a que seamos orgullosos, a que no
felicitemos de ser los “escogidos”. Por el contrario, nos confía una misión – y
una misión muy exigente. Nos invita a ser la sal de la tierra y la luz del
mundo no tanto por nuestra enseñanza, por nuestra sabiduría, sino ante todo por
nuestro testimonio.
Es posible que nos agrade no poco la idea de ser la luz del mundo, de
manera que pueda contemplarnos y admirarnos el mundo. ¡Prestemos algo más de
atención a la otra imagen utilizada por Jesús, la de la sal de la tierra! Hay
por lo menos dos cosas que podemos decir respecto de la sal: La primera que
para la alimentación se requiere muy poca sal. Un poco de sal da un buen gusto
al alimento; demasiada sal la echa a perder. Y Jesús compara el reino de Dios
justamente a este elemento, de la misma manera que loase a la levadura en la
pasta. Para la Iglesia, para los Cristianos en general, ser una presencia
humilde y pequeña en la vida de la humanidad constituye una situación normal.
Todas las grandes demostraciones llamativas, pomposas y ruidosas de la
presencia de la Iglesia como una realidad poderosa e influyente poco tienen que
hacer con el Evangelio. Y, precisamente, la segunda característica de la sal
consiste en que se disuelve en el reto del alimento y que actúa de una manera
imperceptible. Así actúa la sal en la pasta de la humanidad. El Padre Christian
de Chergé, del monasterio de Tibhirine, decía que deseaba ser un grano de sal
en la tierra y el pueblo de Argelia. Deseo que fue escuchado.
La lectura de Isaías nos explica de la mejor manera qué significa ser
la luz del mundo y la sal de la tierra. Esta lectura pertenece a un contexto en
el que el profeta raciona contra una forma de culto que pudiera quedar cortado
de la práctica de la caridad y de la justicia. Y concluye él:
“Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste
al que va desnudo, y no te cierres a tu propia carne. ENTONCES romperá tu luz
como la aurora.”
Añade un poco más adelante:
“Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la
maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies el estómago del
indigente, ENTONCES brillará la luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá
mediodía”
Ésta es la manera como son llamados a ser luz del mundo los
Cristianos, no por pomposas procesiones, conferencias y demostraciones de ese
estilo
Somos llamados a ser la sal de la tierra y la luz del mundo traduciendo en
nuestra vida de todos los días con las personas que nos rodean, el mensaje de
amor de Jesús. El Pan de Vida que vamos a recibir en la Mesa del Señor es el
que nos otorga el poder y la fuerza de ser fieles a una misión como ésa.
Armand VEILLEUX