Domingo 3 del tiempo ordinario (A)
Cuando Pedro y su hermano Andrés, abandonando cuanto tenían, le siguieron,
incurrían en un riesgo enorme. En sus mismos días, habían venido otros
profetas, presentándose como el Mesías, y muchos les habían seguido,
simplemente para caer posteriormente en la cuenta de que habían sido inducidos
a error y que se habían equivocado. ¡En cierta manera, puede decirse que los
discípulos tuvieron suerte! Aquél a quien siguieron era en verdad el Mesías.
Y tal fue la alegría de haber realizado una buena elección que más
tarde, recordando el momento de su primera llamada, lo embellecieron. Cada uno
de ellos lo narra a su manera, describiendo un contexto diferente. Todos tienden
a dar la impresión de que la respuesta fue inmediata y definitiva. En realidad
sabemos por el resto del Evangelio, que hesitaron considerablemente y que no
abandonaron sus ocupaciones más que tras la Resurrección. Pero al unir en la
lejanía los diversos sucesos en un único episodio, subrayan el punto esencial,
que es el poder que tiene el llamamiento de Dios, una vez que ha sido
reconocido y aceptado, de movilizar todas las energías humanas.
Ese modo de llamada de sus discípulos por parte de Jesús es
característico del nuevo estilo adoptado por el joven rabino que era Jesús. No
reúne a sus discípulos en torno a si como lo hacían determinados rabinos
contemporáneos y directores de escuelas. No será un profesor pavoneándose en su
cátedra, con una turba ferviente de discípulos a sus pies. Será más bien un
rabino itinerante, que viajará constantemente hacia los pobres y los
extraviados. A sus discípulos no les pedirá oídos benévolos o una mirada
entusiasta, sino más bien la voluntad de ponerse en camino y de ir ante los
demás, el coraje de encontrarse con el otro o la otra allí donde se halle, en
las fronteras más alejados. La Evangelización no será un asunto de círculos
cerrados reunidos en un conjunto común de creencias en torno a una mismo
maestro. Consistirá en salir de uno mismo para ir al encuentro del otro.
Es importante escuchar este mensaje cuando concluye la Semana de
Oración por la Unidad de los Cristianos. Mantenemos demasiado fácilmente la
tendencia a identificar la Iglesia con el Reino de Dios. En el Evangelio, Jesús
hace una distinción muy clara entre ambos. Todo ser humano, sin distinción
alguna, se ve llamado a entrar en el Reino de Dios. Pero tan sólo un pequeño
número se ve llamado a ser, frente al resto del mundo, Sus testigos y testigos
de su Mensaje. Todos ellos son Iglesia. Y la misión de la Iglesia no consiste
en preocuparse por el número de sus miembros, o tener interés alguno en que
vengan todos a llenar sus filas. La misión de la Iglesia consiste en ayudar a
todo ser humano a entrar en el reino de Dios. Probablemente la Iglesia seguirá
siendo siempre pequeña. El Reino de Dios, a cuyo servicio se halla la Iglesia,
ha de ser universal.
Si tenemos en cuenta todo esto, todos los problemas internos de la
Iglesia adquieren una importancia mucho más relativa. Los conflictos, que son
normales y sanos en todo grupo humano que goce de salud, han existido desde los
orígenes. Los Cristianos de Corinto decían: Yo soy de Pedro o soy de Pablo; Yo
pertenezco a la Iglesia tradicional o a la Iglesia progresista, al movimiento
carismático o al movimiento “Nosotros somos Iglesia”. Pablo les dice: ¡Dejaos
de estupideces! ¿Habéis sido bautizados en nombre de Pablo o de Pedro? O ¿es
que han muerto por vosotros Pablo o Pedro?
Es Cristo quien ha muerto por nosotros, y nosotros formamos una
Iglesia no con vistas a ocuparnos de nuestros problemas internos, sino para dar
juntos testimonio de ese mismo Reino de Dios, sean cuales puedan ser nuestros
conflictos.
La red en que nos es preciso unir a la humanidad no se basa en
nuestras propias filas. Es la red misteriosa del amor misericordioso de Dios
para toda persona, sean cuales fueren su color, su raza o sus creencias.
Armand VEILLEUX