6º Domingo del Tiempo de Pascua (A)
 


Este Evangelio, lo mismo que el del Domingo pasado, está tomado del primer discurso de despedida de Jesús a sus discípulos, en el transcurso de la Ultima Cena. Al paso que los demás discurso de Jesús en el Evangelio se hallan dirigidos normalmente al conjunto del pueblo, los de la Última Cena lo son a un pequeño grupo de discípulos a los que considera Jesús sus amigos. En ellos expresa el amor que para ellos siente, pero al mismo tiempo pide que en correspondencia sea también él amado.

Una de las expresiones de ese amor que para ellos siente ha sido el de haberles dado los mandamientos de vida; de ahí que insista: “Si me amáis, os mantendréis fieles a mis mandamientos”. No habla simplemente del mandamiento supremo del amor, mencionado en el capítulo precedente del Evangelio de Juan. Habla de todos los mandamientos que expresan y hacen concreto el mandamiento del amor.

Solemos establecer acaso con una cierta facilidad una oposición entre la ley y el amor. Para Jesús no existe esa oposición. La obediencia a los mandamientos es una expresión de amor y crea entre nosotros una comunión de amor, entre Él mismo y su Padre. “Quien ha recibido mis mandamientos y e fiel a los mismos, ése es el que me ama; y quien me ama será a su vez amado por mi Padre, yo mismo le amaré asimismo, y me manifestaré él”.

Todo este texto nos habla, bajo diversos aspectos, de misterio de la inhabitación del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en nosotros, y también de nuestra habitación en ellos. Inhabitación que se realiza por la comunión de los corazones. Lo dice Jesús en otro lugar: “Yo amo al Padre y hago cuanto Él me ha ordenado”.

Si consideramos que el hecho de obedecer a los mandamientos de Dios o a un mandamiento, cualquiera que éste sea, significa que estamos nosotros mismos controlados por alguien que no somos nosotros o por algo eterno a nosotros mismos, de seguro que nos rebelaremos toda vez que deseamos proteger nuestra autonomía. Pero no éste el sentido de la obediencia a la que invita Jesús a sus discípulos. Para Él la obediencia es un acto de amor. En efecto, de la misma manera que pensar es la actividad del espíritu, querer es la actividad del corazón. Por ello, desear lo mismo que otra persona es decir tener la misma voluntad, el mismo deseo, el mismo proyecto que esa otra persona, es un acto de amor.

Tal es el sentido d la vida en común. Y ello vale lo mismo para la vida vivida por dos personas en el matrimonio que para la vivida en una comunidad monástica. Cuando profesamos como monjes, escogemos una forma concreta de vida cristiana. Esta forma de vida implica un tipo de espiritualidad, de formas de oración así como una organización concreta de la vida cotidiana y el ejercicio de diferentes responsabilidades en el seno del grupo. Normalmente todo esto e nos explicas a lo largo de los primeros años de nuestra vida en el monasterio. Cuando en el momento de nuestra profesión se nos pregunta si es eso lo que deseamos vivir, y es “sí” nuestra respuesta, realizamos un acto de amor. Decidimos desear hacer las mismas cosas que quienes han hecho esa misma profesión antes que nosotros, y que configuran ya esta comunidad a la que nos agregamos nosotros. A partir de ese momento, nuestro respeto constante de esta forma de vida que hemos escogido e una comunión constante de corazones entre nosotros y nuestros hermanos. Todo acto que llevamos a cabo por respeto para con esta forma de vida – todo acto de obediencia a la Regla común que henos escogido como Regla de vida – es un acto de amor. Y teniendo en cuenta que consideramos que la Regla es para nosotros la concreción de los mandamientos del Señor - de lo contrario no tendría nuestra profesión significado alguno cristiano – podemos contar con las palabras de Jesús que nos ha dicho:”…mi Padre os amará; yo os amaré. Vendremos y estableceremos en vosotros nuestra morada”.

Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen además alguna luz sobre el modo cómo han comprendido y vivido esa realidad, de una manera libre y creadora, los primeros Cristianos. Jesús les había prescrito que predicaran su mensaje a todas las naciones. Lo hicieron en primer lugar en Jerusalén, y en primer término a los Judíos; posteriormente a los Judíos de la diáspora e inmediatamente a los Samaritanos, que eran considerados por los Judíos como herejes y peores que los paganos. Los comienzos de esta predicación a los Samaritanos, que nos han sido narrados n la primera lectura de hoy, fueron iniciativa de un mero diácono, que no había recibido mandato alguno para actuar de esa manera, pero cuya misión fue no obstante confirmada posteriormente por Pedro.

La obediencia es una comunión de corazones que no es una mera pasividad Exige la misma creatividad en quien obedece como en quien ordena o en quien elabora la fe.

 

Armand VEILLEUX      

 

 

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