Domingo 2º de Pascua (A)


Hch 2, 42-47;

1ª P 1, 3-9;

Jn 20, 19-31



Cada uno de los Evangelistas nos ha narrado a su manera los sucesos que han tenido lugar tras la Resurrección de Cristo. Ante todo es menester notratar de reconciliar su cronología de dichos sucesos. En realidad no muestran interés alguno por ea cronología y no tratan de ofrecernos una descripción exacta de los hechos. Lo que ante todo quieren transmitirnos es una visión teológica. Lucas, que organiza su Evangelio en torno a Jerusalén y el templo, va situando los acontecimientos que han seguido a la resurrección a lo largo de un período de cincuenta días, que corresponden a la liturgia judía. Juan, el teólogo místico de mirada penetrante, recoge casi la totalidad de esos acontecimientos en un sólo día, el día de la resurrección.


En la lectura de los Hechos, nos describe Lucas la vida de los primeros cristianos reunidos para la oración. Ahora bien, nos encontramos con esa misma enseñanza al comienzo del Evangelio que hoy hemos escuchado. Desgraciadamente, la mayor parte de las traducciones modernas, (entre ellas la traducción francesa que acabamos de leer) nos ocultan en cierto sentido dicha enseñanza. El texto griego original no dice que los discípulos habían “cerrado con cerrojo las puertas del lugar en que se encontraban, porque tenían miedo de los Judíos”. El texto dice que “las puertas estaban cerradas” (cerradas, y no con cerrojos) en el lugar en que “se hallaban reunidos los discípulos por miedo a los Judíos”. Es más que probable que Juan, al escribir esto, tuviera en su mente la enseñanza de Jesús sobre la oración: “Cuando quieras orar, retírate a tu aposento, cierra la puerta, y ora a tu Padre en el secreto”. Juan quiere decir que los discípulos estaban en oración.


Y cuando añade inmediatamente a continuación, “He aquí que Jesús se encuentra allí - el verbo está en presente - en medio de ellos, tiene sin duda alguna en su mente otra palabra de Jesús: “Cuando dos o tres se hallan reunidos en mi nombre” estoy - en presente - yo en medio de ellos.


Jesús manifiesta su presencia en medio de sus discípulos cuando, - siguiendo su recomendación - se reúnen en su nombre, aun cuando estén llenos de miedo. Esto nos enseña en primer lugar que cada vez que nos reunimos en esta iglesia de Scourmont en nombre de Cristo, para orar, está Él aquí, en medio de nosotros, incluso cuando cargamos con nuestros miedos.

 

Los discípulos se encuentran en este lugar “por miedo a los Judíos”. Se trata de una expresión que utiliza muy a menudo Juan en su Evangelio. Y esta expresión se refiere siempre a la incapacidad de hablar de Cristo o de predicar el Evangelio. Así, por ejemplo, cuando sube Jesús al templo, en la fiesta de los Tabernáculos, sin darse a conocer, porque Herodes quiere acabar con él, se preguntaba la gente quién podía ser él, pero nadie se atrevía a hablar de él en público “por miedo a los Judíos”. Cuando cura Jesús a un ciego de nacimiento y le hacen preguntas a éste los Fariseos respecto de sus padres, no quieren éstos responder “por miedo a los Judíos”. Asimismo nos dice Juan de José de Arimatea, el que pidió a Pilato autorización para tomar el cuerpo de Jesús, que era discípulo de Jesús, pero a ocultas, “por miedo a los Judíos”. E igualmente, en el Evangelio de hoy, se hallan los discípulos reunidos en nombre de Jesús, pero no se atreven a hablar de Él en público. No han recibido aún el Espíritu Santo que hará de ellos testigos valientes de su resurrección.


En su Evangelio nos presenta Juan a dos personas que no han tenido miedo, y que por ello han podido proclamar su fe en Jesús. La primera de ellas es María Magdalena. Se trata de la narración que hemos escuchado el día de Pascua, y que se halla inmediatamente antes de la narración que acabamos de escuchar. En la mañana de Pascua se dirigen las mujeres al sepulcro y lo hallan vacío. Les entra el miedo en el cuerpo y huyen. La única que no tiene miedo es María Magdalena. Se queda allí, junto al sepulcro. Cuando le preguntan los ángeles qué está buscando: “Se han llevado a mi Señor (Kyrios)”. Expresión que tiene mucha importancia. Para María Magdalena Jesús no es tan sólo un gran profeta, y ni siquiera el Mesías conforme a las aspiraciones generales. Es el Señor, el Kyrios, el Hijo de Dios. María no tiene miedo porque ha reconocido a Jesús como el Señor, y al no tener miedo se le puede manifestar Jesús a ella. Y sin embargo cuando se dirige a Jesús, no le llama directamente “Señor” sino maestro rabbouni.


Tomás es en verdad el primero que en el Evangelio se dirige directamente a Jesús llamándole “Señor”. Yo mismo tengo una gran simpatía y una gran admiración por Tomás. Da la impresión de que ha sido el único del grupo de los discípulos que no ha sentido miedo. Por lo menos, ha sido más valiente que los demás. En el momento en que se aparece Jesús por primera vez a sus discípulos, Tomás no está entre ellos. Probablemente porque había salido en busca de algo que comer para los demás, que tenían miedo de salir. Cuando de vuelta, le dicen : “Hemos visto al Señor”, su reacción es normal: “Si no veo en sus manos la huella de los clavos, si no meto mi dedo en el lugar de los clavos, si no meto la mano en su costado, no creerá en manera alguna”. Sabe muy bien hasta qué punto tienen miedo los demás y cómo, cuando se siente miedo, está uno dispuesto a creer todo para procurarse fuerza.


Cuando ocho días más tarde se aparece de nuevo Jesús y le dice: “Trae acá tu dedo, y ve mis manos; trae acá tu mano y ponla en mi costado, pronuncia Tomás ese tan bello acto de fe que nadie hasta entonces había pronunciado: “Señor mío y Dios mío”. Nos encontramos aquí con un verdadero acto de fe; no con la confianza fácil de quien sigue teniendo miedo sino la fe profunda, lúcida, de un hombre de coraje que ha reconocido a su Señor y a su Dios. Es en el Evangelio el primero que se dirige directamente a Jesús utilizando el nombre de “Señor”. Juan nos presenta por consiguiente como la figura misma del creyente (y no la del incrédulo).


Hermanos y hermanas! Nos hemos reunido aquí esta mañana en nombre de Cristo para dirigirnos a su Padre en nuestra oración. Viene a darnos su aliento para transmitirnos el Espíritu Santo. Nos envía a una misión. Bien es verdad que podemos tener nuestros miedos. Pero en la Eucaristía que estamos celebrando en común hallamos la fuerza de reconocer a ejemplo de Tomás, también nosotros a Jesús como Señor nuestro, de ser testigos suyos.