Navidad. Misa de Medianoche  (C )

2006

 

 

Is 9, 1-6 / Tt 2, 11-14 / Lc 2, 1-14

 

 

El mensaje que se nos transmite a través de las tres lecturas que acabamos de escuchar es un mensaje de sano realismo.

 

 En la segunda lectura de esta Misa nos dice San Pablo que ‘la Gracia de Dios se ha   manifestado’. Esta expresión, gracia, tiene numerosos sentidos, entre ellos el de belleza, como cuando hablamos de la gracia de una persona bella, por ejemplo de una bailarina. Pues bien, cuando nos dice San Pablo que la gracia de Dios se ha  manifestado, nos dice que se ha manifestado la belleza de Dios. Se ha manifestado en el universo del que nos hace conocer la ciencia moderna horizontes cada vez más lejanos en el tiempo y en el espacio. De lo que llaman los cosmólogos el big bang, que ha tenido lugar hace unos  diez mil millones de años, ha brotado toda la complejidad y la belleza de nuestro actual universos. Y existen sin duda alguna otro miles de millones de universos diferentes del nuestro, fuera de los límites de nuestro espacio y de nuestro tiempo. En esta complejidad ha brotado un día el ser humano qu somos nosotros, dotado de conocimiento y de conciencia y por consiguiente también de libertad.

 

Libertad ésta, que constituye sin duda alguna la realidad más peligrosa que haya podido crear Dios.

 

 A partir de ese momento se da en nuestro universo una lucha continua entre las tinieblas y la luz, entre el ser y el no-ser, la esclavitud y la libertad, la violencia y el amor. Esta lucha se llama violencia. Se encuentra en el corazón humano desde el momento en que ha querido hacer uso de su libertad. Queda expresada desde la primera generación humana en la opresión de uno por otro, como lo expresa el mito de Cain y Abel. Pero desde siempre se ha dado asimismo en el corazón del ser humano la espera de un libertador que brotaría en  cierto modo del interior. Libertador que sería uno de los nuestros. Los grandes profetas de la Biblia han percibido esta aspiración, que se halla en el corazón de todo ser humano, como la espera de un Mesías enviado por Dios – y no sólo enviado por Dios, sino que sería él mismo Dios en persona que había de llegarse a nosotros a establecer su morada en este tiempo y en este espacio a los que ha dado Él mismo su existencia..

 

 Todo ello queda expresado de una manera sumamente poética y bella en la lectura del profeta Isaías en que se  entrecruzan las imágenes y las figuras.. Se habla allí de tinieblas y de luz, pero también de alegría. Se habla de yugo y de varas rotas, de botas de soldados y de mantos  rebozados en sangre, pasto del fuego. Esta victoria sobre la violencia ha de realizarse non en una violencia aún mayor que haya de someter a todas las demás, sino en el nacimiento de una criatura, de un niño. Un niño cuya venida engendra paz, alegría, liberación. El señorío de este niño, nos dice Isaías, quedará establecido sobre el derecho y la justicia. Es la obra del amor invencible del Señor.

 

 En el capítulo que hemos escuchado nos describe el Evangelio de Lucas en un lenguaje tan poético como el de Isaías el nacimiento de este niño. Ahora bien, lo que en ste noche de Navidad celebramos no es únicamente el acontecimiento del nacimiento de este niño, Jesús de Nazaret hace algo más de 2000 años. Lo que celebramos es la presencia de Dios en el seno de toda la realidad humana. Celebramos el hecho de que todas y todos somos hijos de Dios y que nuestra vocación fundamental consiste en hacer uso de nuestra libertad para reestablecer el equilibrio entre todas las fuerzas que se enfrentan en nosotros como en el corazón del universo.

 

 Los Evangelios que nos narran el nacimiento de Jesús, no lo describen como un acontecimiento que halle por encima del tiempo y el espacio.  Muy al contrario llegan a realizar esfuerzos extremos para subrayar claramente cómo este acontecimiento ha tenido lugar en un momento determinado y preciso de la historia humana, en un contexto político y geográfico bien preciso.

 

 En circunstancias históricas, geográficas y políticas bien concretas va a interpelarnos asimismo a  cada uno, de nosotros, tanto si se trata de personas individuales como se se refiere a comunidades, familias y sociedad. Este niño que nos ha nacido, ha nacido en cada uno de nosotros. Este niño que ha nacido nos revela y nos hace posible esa tarea que es nuestra en cuanto somos hijos de Dios – la tarea y la misión de llevar a cabo y de mantener la victoria de la luz sobre las tinieblas, del amor sobre el odio, de la libertad sobre la esclavitud, de la alegría sobre la tristeza, de la razón sobre la locura de la guerra. Este “amor invencible del Señor del Universo”, de que habla Isaías, ha quedado enraizado en cada uno de nosotros y no pretende otra cosa que propagarse.

 

 Sí, vivimos, lo mismo que las generaciones todas que nos han precedido en un mundo en que hay guerra, violencia, esclavitud, sufrimiento. Todas estas luchas se hallan en primer lugar en cada uno de nuestros corazones: ahí es donde ante todo ha de ser ganada la victoria. El mensaje de la encarnación de Dios, de su entrada en carne y hueso en su criatura, esa criatura que somos nosotros, es la garantía que se nos ofrece de que las fuerzas del ser, de la vida, de la alegría, del amor superarán siempre a las fuerzas contrarias.

 

 Acojamos al niño divino que ninguna otra cosa pide en cada momento más que el nacer en cada uno de nosotros y proseguir a través de se nacimiento su transformación del universo revelando en ella cuanto de belleza, de justicia y de amor – de divino, en último término – encierra este universo.