25 de Junio de 2007 – lunes de la 12ª semana ord.
San Pedro de Cardeña, España
durante la Comisión Central OCSO
Homilía
La
narración de la vocación de Abrahán, que hemos oído en la primera lectura, es un texto fundamental para la espiritualidad
monástica. Sobre todo, es fácil
establecer un paralelo entre la peregrinación de Abrahán y la fundación de Císter.
El
padre de Abrahán había nacido en Ur, en Caldea (Gen. 11,31) y se había establecido en Harán, mucho más al
Norte. Haber nacido en Ur quería decir pertenecer a la cultura más desarrollada
del tiempo. Ahora bien, ese desarrollo y
los conflictos que había ocasionado, provocó un importante movimiento de
migración hacia el Norte durante el siglo 17 antes de Cristo. El Padre de
Abrahán y su familia habían sido llevados por eso movimiento migratorio y se habían
establecido en Harán, a 1,500 kilómetros al Norte de Ur. Era en los confines de la civilización
sumeria a la cual pertenecía Ur. Ir más allá significaba cambiar de cultura.
Abrahán
pertenecía entonces a una primera generación de inmigrantes en Harán. Y sabemos que una primera generación de
inmigrantes en un país nuevo necesita siempre estabilidad y seguridad para
poder enraizarse. Ahora bien, Abrahán
recibe de parte de Dios la llamada a abandonar esa estabilidad y esa seguridad
y a aventurarse más allá de las fronteras de su cultura – una llamada a
embarcar en un viaje hacia lo desconocido, sin alguna otra seguridad que la
palabra de Dios. Aceptó esa palabra y
esa es la razón por la cual es llamado padre de todos los creyentes. “Salió sin saber donde iba” – en la fe.
Nuestros
Padres de Císter, Roberto, Alberico y Esteban vivieron esa pobreza absoluta de la
fe, esa espiritualidad del Exordio. La vida en el primer Císter era muy pobre,
materialmente; sin embargo había una
pobreza mucho más radical en el hecho de dejar Molesme. Habían dejado no solamente una grande abadía
bien organizada, con ricos protectores y grandes propiedades terrenas, sino
también – y sobre todo – habían dejado la seguridad de una forma de vida
monástica respetable, reconocida y estimada por todos. Se lanzaban en tierra desconocida, mirando a
la nube para saber donde parar y poner su tienda.
En
nuestros días, muchos monasterios, sobre todo en las Iglesias jovenes, viven una grande inseguridad material. Hay sin
embargo otra forma de pobreza que muchas comunidades viven y vivirán
probablemente durante mucho tiempo. Es
la pobreza que Cister conocía antes de la venida de Bernardo y sus compañeros.
Es una pobreza que consiste en no tener un porvenir claro y cierto desde el
punto de vista humano – en estar totalmente en las manos de Dios. Sobre todo es el hecho de pertenecer a un
monacato en evolución, en una Iglesia en evolución, en una sociedad que esta
buscando sus fundamentos.
Vivir
con la consciencia de esa vulnerabilidad es probablemente la forma principal de
pobreza que se nos llama a vivir hoy. Si
la vivimos en la paz y la serenidad, eso será probablemente, si Dios quiere, el
punto de partida de una nueva vitalidad para todas las casas de nuestra
Orden. Será también un modo de vivir en
solidaridad con los millones de personas que hoy viven la inseguridad de la
falta de trabajo y del destierro.