8 de Octubre de 2000 -- 27º domingo "B"

en la abadía de La Oliva, España -- en la Conferencia Regional Española

Gen 2, 18-24; Heb 2, 9-11; Marcos 10, 2-16

 

Homilía

 

La sexualidad es una dimensión tan esencial de la naturaleza humana, y la relación entre hombre y mujer tiene un impacto tan grande sobre el desarrollo de cualquiera sociedad, especialmente a través de la procreación de hijos, que todas las sociedades han elaborado códigos muy rígidos sobre el ejercicio de la sexualidad.  Incluso en las sociedades que consideramos primitivas y que parecen muy tolerantes en ese campo, la regulación del ejercicio de la sexualidad por medio de varios tipos de tabú y de convenciones sociales es muy rígida.  Todo eso forma parte del desarrollo de la humanidad hacia una completa humanización. La ley de Moisés y su interpretación por varias generaciones de rabinos fue una parte de ese proceso humano -- bajo la inspiración del Espíritu de Dios.

                                                                             

Quien lee la Biblia con una mentalidad fundamentalista tendrá mucha dificultad en formular una enseñanza bíblica coherente sobre la sexualidad y el matrimonio.  A primera vista, parece que se encuentran en ella muchas enseñanzas incoherentes.

 

Un texto como la descripción de la creación en los capítulos 2 y 3 del Libro del Génesis mira a la distinción entre los dos sexos desde un punto de vista masculino, viendo a la mujer simplemente como una ayuda para el hombre, mientras el Cantar de los Cantares describe  una relación de amor muy hermosa entre dos personas igualmente autónomas.  Algunos textos ensalzan la bendición de Dios para con los Patriarcas -- una bendición que se manifiesta en su descendencia de varias mujeres y concubinas -- mientras otros textos imponen la monogamia como ley de Dios.  La ley de Moisés permitía a un hombre divorciarse de su mujer por varias razones, no solamente cuando ella era adúltera sino también -- y especialmente -- cuando no le había dado los hijos que esperaba de ella.  Jesús, por el contrario, afirma la indisolubilidad del matrimonio.  Mas allá de todas esas contradicciones aparentes,  hay verdaderamente una sola doctrina, pero una doctrina que crecía gradualmente en la humanidad al mismo tiempo que los hombres crecían en humanidad.  Y esa doctrina encuentra su expresión final en Jesús.

 

Sin embargo, hay que estar muy atentos si queremos comprender el sentido de ese texto evangélico que hemos leído.  En esa cuestión como en todas las otras Jesús no se limita a retocar la ley antigua.  Ni formula una ley más exigente, más rígida que la antigua.  Pone toda la cuestión en un nivel totalmente diferente.  No es ya una cuestión de ley; es una cuestión de relación, es decir, de amor.

 

En la Ley de Israel, había muchas circunstancias en que, según la interpretación común, un hombre podía -- y aun, en muchos casos, debía -- divorciarse de su  mujer -- y eso era, en el mayor numero de los casos, una verdadera injusticia hacia la mujer.  Jesús no acepta dar ni una interpretación de esa ley.  Más bien, obliga a los que le hacen esa pregunta a entender la intención original de Dios cuando Él creó el ser humano, hombre y mujer a su propia imagen.  Su intención era llamarles a participar en su propia naturaleza, es decir, en el amor.  Abandonarán a sus padres y a sus madres y se unirán uno al otro y serán los dos uno, como Dios es uno.  Porque es el amor el que les une, y Dios es amor; lo que les une es, por su naturaleza, eterno.

           

Por esa razón, la enseñanza de ese texto es mucho más que recordarnos de la indisolubilidad del matrimonio.  Nos recuerda que cualquiera relación humana es una alianza que, por su naturaleza, tiene una dimensión de eternidad.  Es eterna en el sentido de que cada vez que he establecido una relación con una persona o una comunidad, suceda lo que suceda, no puedo ya suprimir el pasado; no puedo hacer que esa relación no haya existido.  La relación puede cambiar.  El amor puede transformarse en indiferencia y también, desgraciadamente, en odio en muchos casos.  Pero ya no puede no haber existido; y conserva siempre todas sus exigencias.

 

Ya que seamos casados o célibes, este Evangelio tiene el mismo mensaje para todos nosotros.  En nuestra vida asumimos constantemente muchos compromisos.  Cada relación humana implica tal compromiso.  Cada infidelidad a un compromiso de esa naturaleza es un pecado contra Dios, no porque hemos actuado contra una ley o porque hemos roto un contrato, más bien porque, siendo infieles a un compromiso, tratamos de abrogar algo que por su naturaleza es eterno.  Cualquier relación auténtica es en cierta manera una forma de amor;  y el amor es eterno.           

 

La mayor parte de los problemas de la sociedad moderna -- divorcio, aborto, guerra -- pueden encontrar una solución solamente si se desarrolla más amor y si se llenan de amor las estructuras sociales y económicas de nuestra sociedad.  Hay personas que piensan que todos los problemas acerca del divorcio serían resueltos con una legislación mas estrecha;  o que todos los problemas acerca del aborto se resolverían poniendo la etiqueta "criminal" sobre las personas que están implicadas en ello, o que los problemas de infidelidad a los votos religiosos quedarían resueltos haciendo más difícil conseguir una dispensa...  Todas esas soluciones jurídicas pueden evidentemente dar una buena conciencia a aquellos que no se enfrentan con problemas semejantes.  Más la respuesta de Jesús es mucho más sencilla y mucho más eficiente.  Su respuesta -- para resumirla en pocas palabras -- es : "¡No os olvidéis nunca de las exigencias del amor!"

 

Armand VEILLEUX