Sor Jean-Marie Howe

Ntra. Sra. de l'Assomption

LA IDENTIDAD CONTEMPLATIVA CISTERCIENSE

            Me parece fortuito que reflexionemos sobre nuestra identidad cisterciense porque la palabra "identidad" implica la dimensión personal que está en el corazón de nuestra vida. Es la persona la que encarna la identidad, la persona misma la que da realidad al ideal. Nosotros podemos hablar de un estilo de vida contemplativa cisterciense con sus observancias y sus valores; podemos hablar de una espiritualidad contemplativa cisterciense con sus doctrinas y sus dinámicas; pero todas estas consideraciones son sólo interpretaciones estériles o teorías, a no ser que tomen forma y expresión en el ser del monje cisterciense o de la monja cisterciense.

            Creo que la mayoría estaría de acuerdo en que nuestras deliberaciones aquí no reflejan una crisis de identidad institucional. Al contrario, parece que hemos alcanzado cierta clarividencia con respecto a nuestro estilo de vida y espiritualidad. Nuestras Constituciones dan testimonio de ello mediante la formulación jurídica de una identidad propia; pero son sólo una formulación verbal y no necesariamente el fruto de una realización existencial.

            El ser es fruto de la experiencia y no de la teoría. Cuando pienso en la identidad contemplativa cisterciense, pienso en términos del ser espiritual. Y cuando pienso en el ser espiritual, es en términos de profundidad. Creo que la profundidad es la clave de la identidad contemplativa cisterciense, del ser contemplativo cisterciense.

            Pero )qué es la profundidad? )Qué es el ser espiritual? Misterios que han de ser contemplados y no problemáticas que han de ser resueltas.

            Podríamos decir, sin embargo, que la profundidad es una realidad que nos atormenta. Nos sentimos atraídos hacia ella, hacia el interior de ella, porque instintivamente, intuitivamente, sentimos que el sentido de nuestra vida se encuentra en ella. Cuando las profundidades se despiertan, crece la toma de conciencia espiritual, nace el ser espiritual. La puerta de la profundidad variará según las personas que tratan de entrar en ella. Lo que importa es caminar hacia la profundidad, la profundidad de nuestro ser y las profundidades de nuestro entorno. La vida cisterciense debe convertirse en la experiencia cisterciense para que la identidad cisterciense llegue a emerger. Esto se realiza mediante un camino hacia la profundidad que transforma el ser mismo del viajero.

            La profundidad espiritual es un misterio, es cierto, pero puede que no sea tan misterioso y lejano como nos lo imaginamos. De hecho, la profundidad está muy cerca de nosotros. Podemos alcanzarla mediante una inmersión en el Misterio de Cristo a través de los medios sencillos y humildes que son los de nuestra vida monástica cisterciense. Los pasos son pequeños, los medios son pobres. Pero están siempre ahí para nosotros, dispuestos a conducirnos a lo largo del lento, progresivo e imperceptible descenso hacia la profundidad.

            Dom Bernardo ha hablado a nuestras comunidades a propósito de algunos instrumentos de renovación: el Evangelio, la Regla, los Padres cisterciense y las Constituciones. Es a través de estos vehículos tradicionales como escuchamos la llamada a la profundidad y, en conjunto dan como un tono a esta profundidad. Nos orientan y nos introducen en las profundidades contemplativas de nuestro ser espiritual. Por una parte, todo es muy simple; pero la vida monástica tiene exigencias absolutas cuando se trata de adquirir un ser espiritual afinado que surge de la profundidad y conduce a la profundidad. Conocemos bien estas exigencias: kénosis, continuidad, duración, apertura, porosidad. El camino hacia el ser espiritual es por encima de todo un proceso de kénosis que conduce a una vida nueva: el camino pascual. Se dice que Miguel Angel, completamente metido en la realización de una de sus estatuas, dijo una vez: "Unos días más y la vida surgirá". Esta frase es el eco de la esperanza que anima el itinerario espiritual: todavía "unos días más" para excavar y vaciar, y el ser espiritual surgirá. Así ocurre la transformación.

            El camino hacia la profundidad implica la transformación, y un camino hacia el ser espiritual implica una transformación ontológica. Un proceso así sólo puede ocurrir en el fondo del ser, en nuestro corazón. Es un largo viaje, el viaje de toda una vida, porque la vida espiritual es fundamentalmente un estado de ser, inmerso en un proceso continuo, aunque imperceptible, de transformación.

            Para los cistercienses, la transformación del ser se realiza mediante la inmersión en la totalidad de los aspectos ordinarios, elementales de la vida monástica. Hay una fuerza espiritual muy poderosa inherente a todos los aspectos de una vida que es unificada por lo que el P. Charles llama la primacía de lo espiritual. La vida monástica cisterciense encierra grandes profundidades. Sumergiéndonos simplemente en esta vida, con algunas condiciones previas, nos sumergimos en una realidad espiritual que puede transformarnos en el corazón mismo de nuestro ser. La convicción profunda de que el Misterio de Cristo está presente y activo en nuestro estilo de vida monástica nos hace capaces de abrirnos a sus exigencias, y haciendo esto, nos capacita para que cada día nos sumerjamos más profundamente en ese Misterio, para ser transformados por él. Sin esta convicción podríamos quizá caer en la tentación de llenar el vacío aparente de un estilo de vida como éste con actividades u orientaciones que, positivas en sí mismas, corren el riesgo, sin embargo, de ser extrañas a la dinámica espiritual que debe operar en el contexto de la vida monástica. En un escenario así, la falta de profundidad compromete la calidad o el nivel de inmersión, contribuyendo poco o nada al desarrollo del ser espiritual o de la identidad contemplativa.

            Me parece importante subrayar los siguientes puntos:

            1. La experiencia contemplativa cisterciense se vive en el contexto de la conversatio monástica cisterciense en su totalidad. No se trata de un aspecto particular. Y esta conversatio está caracterizada por lo elemental.

            2. Nuestra vida monástica está profundamente enraizada en el Misterio de Cristo. Este Misterio es su alma e incluso su razón de ser.

            3. La identidad contemplativa que buscamos emana de una profunda inmersión en ese estilo de vida, que es al mismo tiempo elemental y sublime.

            Nuestro estilo de vida favorece la inmersión de la sustancia de la persona en la sustancia del Misterio. Pero es la vida en su totalidad, en su unidad, la que nos atrae siempre más profundamente a este Misterio. Todos los aspectos de la vida cisterciense están entrelazados, entreverados, orientándonos con fuerza y armonía hacia este único fin: la unión con Cristo. La inmersión nos abre a la interpenetración, la transformación, la divinización. Por esta inmersión en todas las facetas de nuestra vida es por lo que nos sumergimos en Cristo, y en virtud de esta inmersión en Cristo es por lo que nace lo que queremos llamar nuestra identidad contemplativa cisterciense. Para el monje o la monja cisterciense, todo eso no es otra cosa que poder decir con Pablo: "No soy yo, es Cristo quien vive en mí".

            Aunque esté hablando de experiencia y de transformación, no quiero dar con ello la impresión de que nuestro camino hacia las profundidades en el interior de la vida cisterciense sea un camino eminentemente consciente, y todavía menos un camino en el que uno sea demasiado consciente de sí. Por el contrario, de modo paradójico, es un proceso más o menos inconsciente. Lo ordinario de nuestro estilo de vida, la sutilidad de la acción de la gracia en nosotros, la sobriedad y la simplicidad de nuestra espiritualidad no se prestan a una evaluación puramente humana para medir el progreso en el terreno espiritual.

            En la vida cisterciense permanecemos en el mismo sitio, con las mismas preocupaciones: hacemos el mismo trabajo, cantamos los mismos salmos, leemos los mismos textos, marchamos por el mismo claustro, estamos en contacto con las mismas personas, luchamos contra las mismas tentaciones, y todo ello año tras año. El progreso es tan poco tangible que hablar en términos de experiencia parece ridículo, si no absurdo. Sin embargo, imperceptiblemente, sin nosotros saberlo, por inmersión en el Misterio, nuestro ser está cambiando.

            Esta transformación sutil, progresiva, se hace a un nivel más allá de nuestra consciencia ordinaria; es el alma y la sustancia misma de nuestra vocación. Pero eso puede ser también una fuente de tentación. Puede venir la impaciencia frente a la lentitud del cambio, la monotonía del camino, la sobriedad de la experiencia... Podemos tratar de acelerar o animar lo cotidiano, y esto a base de medios extraños a la integridad de nuestro estilo de vida elemental. Al hacer esto, corremos el riesgo de abortar las semillas del ser espiritual que están en gestación en el fondo del corazón, esperando abrirse a la hora de Dios.

            La experiencia cisterciense se realiza en una vida que es elemental. Este estilo de vida es como una pura nota resonante, entendida como simplicidad. La palabra "elemental" significa "vuelto a lo esencial", y es ciertamente característica de la vida cisterciense en su naturaleza misma, en su estilo de vida intencionalmente vuelto a lo esencial, alimentado por una espiritualidad elemental. Toda la vida cisterciense es elemental; esta cualidad debe estar presente y traspasar todo lo que la concierne. Lo elemental es como un espacio que se plega a lo esencial, y en el que todo lo demás está orientado hacia eso esencial. Lo elemental está cerca de la tierra, en sentido literal y figurado. Van Gogh, hablando del Angelus de Millet, dijo que nunca el hombre había creado una obra que se asemejase tanto a algo divino. Me parece, en efecto, que existe una connaturalidad, una atracción mutua, entre lo elemental y lo divino. Simone Weil ha afirmado que, para quien puede ver en profundidad, existe una afinidad entre las partes más distantes. Creo que todo esto se verifica en nuestra realidad monástica.

            La experiencia cisterciense se caracteriza por un proceso de transformación-por-inmersión que es inconsciente, pero que puede liberar un nuevo nivel de consciencia, una consciencia del corazón, un conocimiento cordial. Como nuestro ser es transformado imperceptiblemente, así también nuestra consciencia espiritual. Vamos viendo las cosas de modo diferente, vamos sintiendo las cosas de modo diferente, vamos conociendo las cosas de modo diferente, y ello porque los ojos del corazón, los oídos del corazón, la inteligencia del corazón se han ido abriendo. Una nueva identidad ha nacido, emergida muy sutilmente de las profundidades de nuestro camino. Este ser espiritual emergente, esta consciencia espiritual emergente es nuestra identidad contemplativa cisterciense, una sobria identidad contemplativa, que está tan entrelazada con las fibras mismas de nuestro ser que se exhala casi anónimamente de nuestro corazón penetrando toda nuestra existencia. Podríamos casi llamarla contemplatio sine nomine.

            Permitidme que termine con un post scriptum, volviendo al punto inicial en el que he hablado de la importancia de la persona en el contexto de la experiencia cisterciense.

            Tal como he dicho, existen puertas diferentes que abren a la profundidad. Cada persona inmersa en el marco de vida cisterciense es única. El estilo de vida no varía mucho, pero la persona que en él está metida debe tener un "rostro". No es un viaje sin rostro. El rostro personal del viaje puede ser llamado paisaje-alma. El paisaje-alma nace en el corazón de la persona en el contexto del camino espiritual. Es un viaje en el interior de un viaje. No se trata de algo inventado o fabricado artificialmente; es subjetivo, un eco interior del viaje que le unifica, le vivifica, le clarifica.

            El paisaje-alma está ligado al paisaje-ambiente vital, que es nuestra vida cisterciense; le confiere un alma. Hay una afinidad entre el paisaje-alma y el paisaje-ambiente vital: una secreta connivencia. El paisaje-alma es la connivencia secreta entre nuestra propia profundidad y la profundidad del ambiente vital.

            Tal vez tenemos un doble desafío. Hemos de hacer todo lo que podamos para respetar y alimentar nuestro estilo de vida cisterciense:

            - para proteger el paisaje-ambiente vital cisterciense, para asegurar que siga intacto en toda su integridad,

            - permitiendo al mismo tiempo que la persona única emerja en este paisaje ambiente vital y, en virtud de él, como una parte integral de toda esta realidad cisterciense.

            El estilo de vida se convierte en identidad por medio de esta connivencia misteriosa entre el paisaje-alma y el paisaje-ambiente vital, lo cual enriquece la experiencia cisterciense.