La
recepción del Vaticano II en la Orden Cisterciense
Los
primeros cincuenta años de la comunidad de Sobrado corresponden a los primeros
cincuenta años de la recepción del Concilio Vaticano II en la Iglesia.Por lo
que, puede ser ventajoso ver como se ha hecho esta recepción del Concilio en la
Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia, la Orden a la que pertenece el
Sobrado de hoy. Yo no creo que las cosas fueron muy diferentes en las otras
ramas de la gran familia Cisterciense, pero claro está, que yo solo puedo
hablar de la Orden a la que pertenezco, y que conozco del interior.
Y, sí me permiten una nota más personal, yo diría que yo pertenezco
(como muchos de ustedes) a la generación de aquellos que conocieron la vida
monástica antes del Concilio, y que recibieron su anuncio como un soplo de aire
fresco, y que siguieron su progresión con mucha atención, y que se esfuerzan
desde hace más de cincuenta años, de ponerlo en práctica, a diversos niveles de
la vida de la Orden. Yo también tuve la gracia de estar en la plaza San Pedro a
Roma el día de la apertura del Concilio, y de haber sido estudiante en la
Ciudad Eterna durante las cuatro sesiones del Concilio y durante los primeros
años después del Concilio.
La
historia de la Iglesia nos enseña que la recepción de un Concilio se extiende
sobre varias generaciones. Los cincuenta últimos años no corresponden que a una
primera fase de la recepción del Concilio Vaticano segundo. Y podemos
distinguir en esta primera fase, diversas etapas bien marcadas.
Un
acontecimiento inesperado (de carácter non religioso) tuvo un impacto en los
primeros años de aggiornamento o de esfuerzo de aplicación de las decisiones
Conciliares. Esto fue la revolución social de los años 1968, no solamente en
Francia, sino también en toda la Europa. Las transformaciones sociales,
particularmente en la actitud frente a las instituciones, a las leyes y a la
ética, que caracterizaron esta revolución, ponía a la Iglesia cuestionamientos
y desafíos distintos que aquéllos, que los Padres Conciliares se esforzaron a
responder en los documentos procedentes del Concilio. Dicho esto, podemos
considerar que un primer periodo de la recepción del Concilio Vaticano II en la
Iglesia va de 1966 hasta el Sínodo Especial de 1985. Un segundo periodo va de
1985 a la dimisión de Benedicto XVI, y un nuevo periodo se abrió con la
elección del Papa Francisco.
La
Historia de la Orden de la Estrecha Observancia, a lo largo de estos cincuenta
años puede ser considerada como un esfuerzo constante de recepción del Concilio
Vaticano II. Como sabemos, un Concilio Ecuménico no afecta a la Iglesia entera
o a las Iglesias particulares, sino en la medida que es recibido. Por razones
que tocan al espíritu mismo del Císter, y por otras que tocan a las personas
que ejercieron un liderazgo en la Orden en esta época, nuestra Orden se ha
comprometido resueltamente en la puesta en práctica del Concilio Vaticano II.
Por
supuesto que hubo en el Capítulo General y en la Regiones, diferencias de sensibilidad
eclesial, y de reacciones diversas, a ciertas llamadas del Concilio, pero no
hemos conocido una división real. Nosotros no hemos conocido a un grupo que se
hubiera querido a la vanguardia y otro que se hubiera querido conservador.
Una
de las razones de ésta simbiosis entre nuestra Orden y el Concilio, es que
ciertos valores tradicionales del Císter son valores de la gran tradición
cristiana que remontan al comienzo del cristianismo, más allá de los azares de
la historia, y que el Concilio Vaticano II ha re-encontrado. Por lo tanto,
existe una afinidad particular entre el modo de concebir la Orden como se
encuentra en la Carta Caritatis, por
ejemplo, y la eclesiología de Vaticano II.
Una
de las intuiciones más fundamentales de la eclesiología del Concilio Vaticano
II entroncado con el pensamiento patrístico, fue de percibir la Iglesia como
una comunidad. Renunciando a la visión piramidal y jurídica, de unos siglos anteriores,
la Constitución Apostólica Lumen gentium, ve en primer lugar la Iglesia
como un mysterion o un sacramento. La
vida divina es una vida de comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo, en el corazón mismo de la Trinidad. La salvación, que el Padre quiere dar a todos los hombres, consiste en
la participación de esta misma comunión. Cristo Verbo encarnado, es el
Sacramento primordial (Ursakrament) de esta comunión, porque es
plenamente hombre y plenamente Dios. La Iglesia es a su vez, sacramento de la
misma realidad de comunión divina bajo el señal de la comunión visible entre
personas humanas, en la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor.
Es
en ésta perspectiva que la Constitución Conciliar sobre la Iglesia habla en
primer lugar del pueblo de creyentes, antes de hablar de la jerarquía al
servicio de la comunión de ese pueblo. En
ésta visión teológica, la Iglesia Local no es vista como una subdivisión
administrativa de la Iglesia Universal; sino, al contrario, se percibe que el
Misterio Total de la Iglesia existe en cada Iglesia local; e incluso en todo lugar
donde un grupo de fieles, por pequeño que sea, manifiesta su comunión, en la fe
la esperanza y el amor, celebrando juntos la liturgia o simplemente a través de
su vida en comunión.
La
noción de colegialidad o sinodalidad es también una consecuencia lógica de este
enfoque teológico. Verdad, esta colegialidad fue difícilmente puesta en
práctica en este último medio siglo. Por ejemplo, los Sínodos de la Iglesia
Universal que habían sido deseados y entendidos como un ejercicio de la
colegialidad, han quedado, hasta hace poco, como simples órganos de
consultación. Un paso muy importante fue hecho, por el Papa Francisco, que ve
la sinodalidad no simplemente como un ejercicio colegial de la autoridad de los
obispos, sino, ante todo, como una prerrogativa, de todo el pueblo de creyentes
– une pueblo que, como le gusta repetir -- es infallibilis
in credendo.
Ahora
yo desearía mostrar cómo esta visión teológica de Vaticano II a profundamente
marcado la manera en que nuestra Orden se aplicó a realizar el aggiornamento
espiritual y jurídico pedido por el Concilio. Lo haré siguiendo el orden
cronológico de nuestra renovación espiritual e institucional. Este enfoque
cronológico no es sin importancia. He mencionado al principio, las grandes
etapas de la recepción de Vaticano II en la Iglesia Universal. Como sabemos la
etapa que va del Sínodo de 1985 hasta la elección de Francisco fue una etapa de
cuestionamiento en torno a la noción de "pueblo de Dios" y en torno
de lo que se llamó la hermenéutica de la continuidad, y durante la cual se
elaboró la idea de “la reforma de la reforma” de la liturgia. Sin embargo, la
mayor parte de la elaboración de los textos en los que nuestro aggiornamento se
exprimió, tuvo lugar antes de este período. Y no nos asombraríamos de constatar
que, sobre numerosos puntos, nuestra recepción de Vaticano II ha sido
profética, correspondiendo esencialmente a la del Papa actual.
Liturgia:
Antes
que el Concilio no se haya terminado, nosotros habíamos comenzado nuestra
reforma litúrgica, en las orientaciones dadas por el Concilio. A la base de
nuestra reforma estuvo la nueva noción, de la Liturgia como oración de la
Iglesia, en una perspectiva teológica y no en una perspectiva canónica. Durante
el período pre-Concilio, se consideraba en general que la liturgia era Oración
de la Iglesia, ya que ella fue regulada por la jerarquía, y cumplida por
personas delegadas a hacerlo en nombre de la Iglesia. En la perspectiva de
Vaticano II la liturgia es oración de la Iglesia, porque ella es la oración de
un grupo de creyentes en quienes se realiza el misterio integral de la Iglesia,
y porque en ellos se manifiesta a través de su comunión en la oración, la
realidad fundamental de la Salvación. Y su oración es oración de Iglesia,
porque ellos son Iglesia.
En
los años que precedieron el Concilio, nuestra Orden se había extendido en
varios países del mundo, en particular en África y en América Latina, así
también que en Asia y en Oceanía. No nos parecía posible elaborar una reforma litúrgica
que pudiera expresarse en una liturgia única para todas las comunidades,
pequeñas o grandes, antiguas o nuevas, de todas las culturas y de todas las
lenguas. Por lo tanto, hemos solicitado y obtenido de la Santa Sede la
posibilidad para que cada una de nuestras comunidades pueda elaborar sobre la
base de una ley-marco, una liturgia que corresponda a la experiencia espiritual
propia de cada comunidad concreta.
La
cuestión de los hermanos Conversos:
Mucho
antes de la apertura del Vaticano II, la cuestión de los hermanos conversos, o
más precisamente, la presencia en el seno de nuestras comunidades de dos
categorías de miembros, con obligaciones y derechos diferentes, ya había sido
abordada por el Abad General Dom Gabriel Sortais.
Obviamente
que no hay necesidad de repetir aquí la historia compleja y hermosa de la
presencia y del rol de los hermanos conversos en el seno de nuestra Orden desde
sus inicios. La institución de los hermanos conversos no es una invención del
Císter. Existieron antes que los Cistercienses, pero claro está que el Císter
les dio un lugar especial en el seno del monasterio. Cuando en el siglo XII el
monacato se volvió clerical -- incluso si la mayor parte de los monjes no eran
sacerdotes – el Císter permitía asì a
laicos vivir la vida monástica sin tener el título de monjes. En los
monasterios cistercienses de la edad media había en realidad dos comunidades
que vivían juntas en el seno de un mismo monasterio bajo el mismo abad -- la
comunidad de monjes y la de hermanos conversos. Durante los siguientes siglos,
el número de los hermanos legos disminuyó considerablemente, por un conjunto de
razones, pero sobre todo a causa de la evolución de la sociedad, una evolución
en la cual los monasterios cistercienses habían sido actores principales. La
situación de los hermanos conversos en el siglo XIX y en el siglo XX fue una
realidad muy diferente que en los primeros siglos de nuestra Orden. Ya no teníamos,
en aquel momento, dos comunidades viviendo en comunión en el seno de un mismo
monasterio, sino más bien una sola comunidad donde había dos categorías de
personas con derechos y deberes diferentes. Una situación semejante parecía
cada vez más inaceptable en nuestro tiempo, incluso antes del Concilio. Por
ejemplo, los movimientos bíblicos y litúrgicos habían abierto a todos los
fieles de la Iglesia los tesoros de la Biblia y de la liturgia -- tesoros a los
cuales, nuestros hermanos conversos y nuestras hermanas conversas tenían menos
acceso que los laicos en el mundo.
La
Orden había dado gradualmente a los conversos, incluso antes del Concilio, el
derecho al voto y la posibilidad de participar al Oficio Divino. Cuando Dom
Gabriel falleció súbitamente al comienzo de la segunda sesión del Concilio, el
acababa de terminar un largo documento que debía ser enviado a la Orden sobre
ese argumento.
Lo
que la Orden realizó, durante el Concilio, no fue la supresión de hermanos
conversos ni de la vocación de hermano converso, sino la supresión de la
presencia de dos categorías de personas, en el seno de una misma comunidad. La
introducción del pluralismo en nuestro derecho, y sobre todo en la vida de
nuestras comunidades, ha permitido la presencia en el seno de cada comunidad de
la conciliación de múltiples equilibrios diferentes de vida (como por ejemplo
para cada monje un equilibrio diferente entre trabajo, lectio, oración comunitaria y oración personal). Posteriormente,
hubo algunas tendencias de restaurar una “categoría” de hermanos conversos, con
un nuevo estilo, dentro de la Orden. Pero casi toda la Orden nunca aceptó ir
hacia esta dirección.
El
lugar de la Comunidad en nuestras Constituciones y nuestros Estatutos:
El
hecho de que la Orden se haya vuelta mucho más internacional en esta primera
mitad del siglo XX nos condujo de hecho a darnos cuenta que para respetar la
experiencia de cada comunidad, un amplio pluralismo era necesario, y no sólo en
la liturgia, sino también en la vida cotidiana. En una Orden internacional y
multicultural se volvió poco realista pretender garantizar la unidad de la
Orden por la uniformidad de las observancias, como se había hecho en el pasado.
Esta cuestión de un sano pluralismo debió ser tratada antes de un inicio de elaboraciòn
de las nuevas Constituciones. Por lo tanto, ella fue incluida en el programa
del Capítulo de 1969. Se aprobó un Estatuto
de Unidad y Pluralismo, pero no sin antes, haber aprobado primero una Declaración de la vida Cisterciense, en
la cual nosotros habíamos expresado nuestra visión común del carisma
Cisterciense y nuestro compromiso colectivo de vivir sus valores fundamentales.
Una
de las primeras cuestiones que se plantearon durante el primer Capítulo General
de renovación (1969) fue determinar la duración de la función Abacial. Hasta
ese entonces los abades eran elegidos de por vida. En realidad, no era raro que
dimitan por diversas razones; pero se tendía a concebir que cuando un monje era
elegido Abad, el recibía un carácter indeleble, que lo convertía en Abad para
siempre. Así bien que si alguien
absolutamente no podía más estar en el cargo se le nombraba un coadjutor que
tenía plenos poderes, a pesar de que el otro seguía siendo abad hasta su
muerte. A pesar de todas las teorías que pretendían que “no se cambie de Padre”
es la noción de comunidad que
prevaleció en1969.
Lo
que se afirmó en 1969 es que el cargo abacial era un servicio a la comunidad. El
principio que fue retenido es que el abad es elegido para ocupar un servicio
dentro de su comunidad. Por lo tanto, es normal que continúe en este servicio
siempre que sea provechoso para la comunidad. Como también es normal que deje
este servicio a otro, tan pronto como se dé cuenta, o que le hacen darse
cuenta, que un cambio sería saludable para la comunidad.
Quedaba
por saber cómo determinar cuándo es el momento de dejar el lugar a otro. Para
algunos, los mecanismos ordinarios, como la Visita Regular y la Cura Pastoralis
del Padre Inmediato, eran suficientes; y estaban más bien favorables a un mandato ad tempus indefinitum. Al Capítulo siguiente (1971) la posibilidad
de un mandato ad tempus definitum fue
introducida. Algunos hicieron de una o
de otra de esas dos soluciones, un caballo de batalla. En realidad, la
diferencia entre los dos sistemas no es tan grande. En un caso como en el otro
se admite un punto de partida en el que cuenta, el bien de la comunidad. Y la
experiencia demuestra que cuando una comunidad ésta sana, un sistema funciona
también como el otro; y que cuando una comunidad no ésta sana, un sistema no
funciona mejor que el otro.
Pero
¿Cómo era el mandato del Abad General? En el Capítulo de 1969 ha habido en el
trascurso de la primera semana, intercambios dolorosos en torno al rol del Abad
General, en el contexto de la renovación postconciliar. Esto permitió
actualizar la naturaleza del rol del Abad General en nuestra Orden. Nosotros no
somos un instituto religioso centralizado en el cual la autoridad suprema
reside en el Superior General que nombra provinciales, y que a su vez éstos
nombran superiores locales. Al contrario, en nuestra Orden, tal y como fue
concebida por los autores de la Carta
caritatis, no hay autoridad personal por encima de la comunidad local. Hay
una autoridad colegial: El Capítulo General. En cuanto a la función del Abad General su rol es esencialmente asegurar
la comunión entre las comunidades y entre las dos ramas de la Orden, aunque sea
difícil para la Santa Sede de considerarlo de otro modo que cómo el Superior
General de un Instituto clerical.
La
importancia dada a la comunidad implicaba un nuevo enfoque del Capítulo
General, más en conformidad con la Carta
Caritatis y diferente de los enfoques dados en los últimos siglos. En los
últimos siglos de hecho el Capítulo General se había convertido en un órgano de
control. Los Padres Inmediatos leían las Cartas de Visita. Y el rol del
Capítulo General consistía en gran parte a garantizar que la misma observancia
se mantenía en toda la Orden. Se pasó rápidamente de una concepción del
Capítulo General como un instrumento de control a un Capítulo General como
momento de comunión entre las comunidades de la Orden. Entonces, en lugar de hacer leer las Cartas
de Visita a los Padres Inmediatos, se pidió a las comunidades de preparar ellas
mismas un informe sobre lo que ellas vivían, afín de compartirlo con toda la
Orden.
Esto
llevó también a una nueva concepción de la Visita Regular. Esta no es más vista
como un control anual o bisanual de la comunidad, por parte del Padre
Inmediato, afín de garantizar que se respeten los Usos y Costumbres de la
Orden, sino más bien se la concibe como una revisión de vida hecha por la misma
comunidad, con la ayuda de una persona del exterior.
La
Formación :
Éste
enfoque de vida cenobítica nos llevó a redactar una Ratio institutionis o un Estatuto
sobre la formación, con el mismo espíritu. La formación es concebida, no
como alguna cosa que se da o se recibe, al comienzo de la vida monástica, sino
más bien como un proceso que abarca toda la vida, y que consiste a dejarse
transformar gradualmente a la imagen de Cristo. Después del Espíritu Santo, el
principal medio de formación es la comunidad misma o la vida cisterciense
vivida en el seno de una comunidad. Es viviendo la vida monástica que llegamos
a ser monjes.
Si
tuviéramos tiempo podríamos ver cómo este mismo enfoque cenobítico, a
impregnado cada uno de los otros Estatutos, que nosotros hemos redactado en los
años que siguieron : los Estatutos sobre las Fundaciones, sobre la Visita
Regular y sobre la Administración temporal, etc.
La
Colegialidad
En
la redacción de nuestras nuevas constituciones, la sección sobre el Gobierno de
la Orden fue objeto muchas veces de discusiones muy animadas, tanto en el seno
de las Conferencias Regionales, como entre las Conferencias Regionales, y también
en el Capítulo General.
Como
lo sabemos, los fundadores del Císter, fueron los primeros en la tradición
monástica, a encontrar como mantener la autonomía absoluta de cada monasterio y
al mismo tiempo congregarlos en una comunión de caridad. Ellos concibieron la
Orden como una comunidad de comunidades.
Por
lo tanto, cuando alguien es elegido abad de su comunidad, él asume una
responsabilidad pastoral no sólo sobre su comunidad, sino también, él asume con
todos los otros superiores, una responsabilidad colectiva sobre toda la Orden.
Esta responsabilidad se ejerce esencialmente a través del Capítulo General, y
también a través de todas las otras estructuras y los otros mecanismos de la
Orden, y en particular la Visita Regular.
En
el momento que redactábamos nuestras nuevas constituciones, muchas personas en
la Orden pensaron que esta realidad jurídica podía definirse con el término de
Colegialidad tomando la expresión por supuesto de Vaticano II. En las
conferencias regionales y en las reuniones de la Comisión Central como en los
Capítulos Generales, hubo batallas épicas entre partidarios y detractores de la
utilización de la noción de colegialidad. Algunos veían en esta categoría una excelente manera de expresar la
naturaleza del ejercicio de la responsabilidad pastoral dentro de la Orden;
para otros, se trataba de un concepto ligado a la tarea episcopal y que no se podía
aplicar a nosotros.
Finalmente,
si el sustantivo “colegialidad” no se encuentra en nuestras constituciones,
pero bien el adjetivo “colegial” se encuentra. Pero, sobre todo, y esto es lo
más importante, la realidad ésta muy presente, así como en los diversos
Estatutos que fueron redactados más tarde. Por ejemplo, en los párrafos
iniciales del Estatuto sobre la Visita Regular, decimos que la Visita Regular
es un ejercicio de la colegialidad dentro de la Orden. Ella lo es de dos
maneras. En primer lugar porque un
miembro de la Orden de otra comunidad -- Padre Inmediato o otra persona a quien
éste delegue – viene para asistir a la comunidad en un esfuerzo de
discernimiento de la voluntad de Dios sobre ella. Pero se trata de un ejercicio
colegialidad en un nivel mucho más profundo. Al examinar su manera de vivir la
vida Cisterciense, y esforzándose de descubrir la voluntad de Dios sobre ella
misma, la comunidad local ejerce su responsabilidad colegial en relación a la
calidad de vida de toda la Orden, y participa así a un discernimiento de la
voluntad de Dios no solamente sobre esta comunidad individual, sino sobre toda
la Orden. En esto, hemos sido profetas, presagiando el concepto de colegialidad
del Papa Francisco por quien ella es, primeramente, una responsabilidad de todo
el pueblo de creyentes, antes de ser un ejercicio colectivo de la autoridad o
de la tarea pastoral.
Las
dos ramas:
Una
cuestión más difícil nos esperaba en el aggiornamento de las estructuras de
gobierno de nuestra Orden. Nuestra Orden está compuesta por monasterios de
monjes y monasterios de monjas. Se trata de una historia compleja que no puede
ser abordada aquí. En el momento en que empezamos nuestra reforma
post-conciliar, la situación era la siguiente: Las monjas cistercienses eran
parte de la Orden. Sin embargo, ellas estaban sumisas en todo al Capítulo
General, compuesto en su totalidad por Abades. Se consideraba que ellas estaban
representadas en el Capítulo General por el Padre Inmediato, que leía la Carta
de Visita de su comunidad. El Capítulo General podía tomar decisiones sobre
ellas, aunque ellas no tenían voz en el capítulo.
Ya
diez años antes del Concilio nuestra Orden había percibido que esta situación
era inaceptable. A partir de 1959 se habían hecho reuniones de abadesas, que
sin embargo no tenían ningún poder de decisión. Más tarde, la Santa Sede, en la
persona del cardenal Antoniutti, entonces prefecto de la Congregación para los
religiosos, pensaba separar a las monjas de la autoridad del Capítulo General. En
una carta que escribió a la Orden y que creó una gran cantidad de reacciones, él
veía tal separación como una forma de poner práctica una autonomía más grande
de la mujer, deseada por el Concilio Vaticano II. Unas de las posibilidades
hubiera sido de constituir una Orden femenina completamente separada de la
Orden masculina y viviendo en gran comunión con esta misma. Casi nadie en la
Orden, y sobre todo las monjas, quería ir en esa dirección. Yo mismo escribí en
ese momento un artículo diciendo que las monjas cistercienses estaban en el
cruce de la carretera y que debían, o bien ir en esa dirección, o avanzar hacia
una unidad completa, donde los abades y abadesas formarían parte de un único
capítulo con los mismos poderes
Esta
fue una cuestión muy discutida en la
Orden. En el momento de redactar nuestras constituciones, nosotros habíamos
llegado a la situación de una única Orden compuestas por dos ramas (la femenina
y la masculina) teniendo cada una un Capítulo General con una interdependencia
entre los dos Capítulos. Desde 1987 a 2011 los Capítulos se reunían siempre
juntos formando una única Asamblea General, y al mismo tiempo permaneciendo dos
Capítulos jurídicamente separados, votando separadamente.
La
situación actual de un solo Capítulo compuesto por todos los superiores
masculinos y femeninos de todos los monasterios de la Orden fue el resultado
normal de esta evolución. Cuando vemos las dificultades que enfrenta la Iglesia
universal hasta hoy para encontrar un lugar adecuado para las mujeres en las
estructuras de la Iglesia, podemos considerar que en esto también hemos sido
Profetas.
La
familia Cisterciense:
La
dinámica de la comunión en el seno de cada una de nuestras comunidades y entre
las comunidades de la Orden incluyendo las comunidades de monjes y de monjas
debía necesariamente extenderse a las otras ramas de la Orden Cisterciense.
Desde que las congregaciones cistercienses provenientes de la Trapa se
reunieron en 1892 para formar la Orden Cisterciense de la Estrecha Observancia,
las relaciones entre este grupo y el resto de la Orden no siempre han sido
fáciles. Ellas se habían empeorado a
mediados del siglo XX, cuando un gran número de monjas españolas, a instancias
de la Santa Sede, se reagruparon en dos federaciones, una unida a la OC y la otra unida a la OCSO.
Un
desarrollo importante se produjo, al cabo de 25 años después del Concilio,
cuando las monjas de la federación de Las Huelgas que estaban espiritualmente
unidas a la OCSO desde 1898 pidieron ser plenamente monasterios de nuestra
Orden. Hubo una real reticencia en nuestra Orden de incorporar de repente 36
monasterios españoles de monjas.
El
Capítulo General de 1990, de todos modos, decidió establecer una relación
jurídica que hacía más fuerte la comunión entre nuestra Orden y la Federación
de las Huelgas. Después de diálogos con la Santa Sede, la solución que se
encontró fue que la Federación de las Huelgas se convierta en Congregación
monástica autónoma y que se establezca un vínculo jurídico entre esta
Congregación y nuestra Orden. Esto no fue hecho sin algunas dificultades con el
entonces Abad General de la Orden Cisterciense, Dom Policarpo Zakar, a pesar de
las buenas relaciones personales que teníamos con él. Es en este contexto que
yo he estudiado de nuevo el texto de la carta apostólica Sin mediocri del Papa León XIII de 1902.
El
contexto de esta carta era el siguiente: Como resultado del Capítulo de unión de
1892 y la creación de nuestra Orden, los Cistercienses de la Observancia Común
afirmaban que los Trapenses habían abandonado la Orden Cisterciense
constituyéndose en una orden separada, y que no podían llamarse más
"cistercienses". Dom Sébastien Wyart había presentado quejas al
respecto al Papa, que publicó la carta Non
mediocri el 30 de julio de 1902, en la que él afirmaba que tanto los monjes
de la Estrecha Observancia como los de la Común Observancia pertenecían a la
misma familia, con los mismos derechos y los mismos privilegios. El
término "familia cisterciense" aparece varias veces en el texto.
Además, el mismo Dom Wyart había utilizado la expresión, incluso antes del
Capítulo de Unión de 1892 que él tenía previsto como un primer paso hacia
"la reunión de toda la familia cisterciense".
Es
así que habíamos empezamos a utilizar de nuevo este término, después de los
acontecimientos alrededor de las Huelgas. Este termino fue consagrado por el Papa Juan Pablo II en su carta a la
"familia cisterciense" en
1998, incluyendo en esta expresión todas las Órdenes o Congregaciones unidas a
la tradición cisterciense. Desde entonces se ha hecho común hablar de la
"familia cisterciense"; y puesto que el Capítulo General de la Orden
reconoció en los grupos de Laicos cistercienses una expresión auténtica del
carisma cisterciense, se les considerá ellos también parte de la "familia
cisterciense", como de hecho lo hacia el mismo Juan-Pablo II en la carta
que acabo de mencionar.
Los
laicos Cisterciense:
Este
fenómeno creciente de "Laicos Cistercienses" también debe
considerarse como un desarrollo post-conciliar. Un paso importante en el
tratamiento de la vida religiosa por parte de los Padres Conciliares fue cuando
decidieron renunciar a la redacción de una Constitución sobre la vida religiosa e introdujeron el tratamiento
de la misma en la Constitución Sobre la Iglesia (se reservando de redactar para
más adelante el Decreto sobre la renovación de la vida religiosa. En la
Constitución dogmática sobre la Iglesia, el capítulo 6, sobre la vida religiosa,
está precedido por el capítulo 5 sobre el llamado universal a la santidad. En
los años que siguieron el Concilio comenzó a formarse en torno a ciertas
comunidades de monjes y monjas pequeñas comunidades de laicos. Siempre se había
encontrado personas laicas que encontraban personalmente un apoyo espiritual en
una cierta relación con una comunidad monástica. Lo nuevo era el hecho de que
laicos, sin pretender de ninguna manera a jugar al monje o a la monja, querían
encarnar en sus vidas de laicos los valores esenciales de la espiritualidad
cisterciense, y se reagruparon en comunidades con otros Laicos que aspiraban a
la misma cosa.
Este
movimiento anticipaba las llamadas realizadas por Juan Pablo II en su
exhortación apostólica Christifideles
laici en enero de 2000, invitando a los laicos de reagruparse en diversas formas de asociaciones.
¿Un
hito fallido?:
Una
cierta paradoja quiere que nuestra Orden, en el momento donde se comprometía
resueltamente en una renovación espiritual e institucional en el espíritu de
Vaticano II ha comenzado en las últimas décadas a hacer una experiencia de una
creciente fragilidad. Algunas personas hicieron repentinamente, hace unos
quince años, el descubrimiento de la “precariedad”, como si no fuera esta una
dimensión esencial de la existencia humana y de la experiencia cristiana. A continuación, se estableció normas para
construir una categoría de comunidades llamadas "precarias”, las otras
suponiendo no serlo. Yo temo que hemos tenido un fallido en el viraje, no
percibiendo la llamada que Dios nos hacía sin duda, a través de esta
precariedad, a una nueva creatividad. Sobre todo, porque, para resolver las
situaciones de estas comunidades dichas precarias, se tiende cada vez más,
desde hace mucho tiempo, a restringir su autonomía, atacándose así a un aspecto
esencial del carisma Cisterciense.
Tal
vez sea aún tiempo de entrar en la nueva fase de recepción de Vaticano II
abierta por el Papa Francisco en su exhortación apostólica Evangelii gaudium, que es una presentación del programa de su
pontificado. En una interesante sección de este documento, que se trata de la
dimensión social de la evangelización, Francisco enuncia cuatro polaridades. La
primera polaridad enunciada le parece sin duda capital, ya que a menudo reviene
en diversos documentos o discursos suyos. Es la primacía del tiempo sobre el
espacio. Para él, el tiempo coincide con crecimiento, evolución, espera,
mientras que el espacio se identifica con el poder. Para Francisco, los que dan la primacía al
tiempo son aquellos que favorecen los procesos de crecimiento, de creatividad,
de confianza en el futuro y en lo desconocido. Los que dan primacía al espacio
son aquellos que se instalan en los espacios del poder.
Aplicado
a las situaciones de precariedad de muchas comunidades de nuestra Orden,
podemos decir que tenemos la posibilidad de elegir entre estas dos opciones. O,
por diversos medios, como el cierre, reagrupamiento, fusiones, etc., nosotros
nos esforzamos por crear nuevas situaciones en que todo está bajo nuestro
control, tanto en el campo económico como en la formación o en el cuidado de la
salud. O nos dejamos interpelar por las situaciones de fragilidad permitidas
por Dios, para inventar nuevas maneras de vivir una auténtica vida cisterciense
en circunstancias muy diferentes que las del pasado.
Yo
creo que, frente a la llamada de atención de Francisco, nuestra Orden está en
una encrucijada. Privilegiaremos el tiempo, confiando en nuevos dinamismos de
crecimiento al futuro desconocido o incierto, o nos instalaremos en nuestros
"espacios de poder." La tentación del poder es una de las más fuertes
... incluso en la vida monástica.
Santiago de Compostela, 29
de octubre de 2016
Armand Veilleux