12 de marzo 2011 – primer domingo de Cuaresma “A”

Gn 2,7-9.3,1-7a ; Rm 5,12-19 ; Mt 4,1-11

                                                                           en francés


Homilía

 

          Dios ha creado al hombre y la mujer a su imagen. Los ha hecho seres de comunión y les ha insuflado su propio aliento, su espíritu de comunión. Y les ha proporcionado un don extremadamente peligroso, la libertad. Desde entonces -- desde el primer hombre y la primera mujer hasta nosotros -- El ser humano está sometido a la tentación, vale decir a la disyuntiva entre el llamado a la comunión, que es un llamado a la plenitud de vida, y la tendencia a rechazar la comunión para replegarse sobre si mismo.


        Este repliegue en si mismo, que es en primer lugar el olvido del otro, está en el origen de todos los egoísmos, de todas las tensiones entre las personas y entre las comunidades o naciones, y de todas las guerras.


        En el hermoso relato mítico de la creación, pleno de una gran revelación  acerca de Dios y sobre el hombre que encontramos al comienzo del Libro del Génesis, hay en primer lugar un diálogo entre Dios y su creatura con Dios que quiere compartirlo todo. La primera tentación ha sido aquella de rechazar este diálogo, ésta alteridad, ésta situación donde estaba el dar y el recibir vida y amor, en la loca esperanza de identificarse con el otro. "Ustedes serán como los dioses", dice el tentador. Tentación también de preferir el conocimiento por sobre el amor. "Ustedes conocerán el bien y el mal", agrega el tentador.


          Una vez que la relación de amor con Dios está quebrada, todas las otras formas de comunión se ven afectadas. El hombre domina a la mujer, la competencia entre los dos hermanos Caín y Abel desemboca en la muerte de uno en manos del otro. Y es el comienzo de una larga historia de guerras fratricidas, que aún no termina - tenemos numerosos ejemplos en nuestros días.


          Cuando el Hijo de Dios se hizo uno entre nosotros, asumiendo nuestra humanidad, asumió todas nuestras tentaciones. Es lo que los Evangelistas intentan poner a la luz, en este relato que han colocado a la cabeza del Evangelio, al comienzo de la vida pública de Jesús.

           En Jesús la humanidad tiene una segunda oportunidad. Es como una nueva creación. El mismo Espíritu que había planeado sobre el caos inicial en el momento de la creación para engendrar la vida, y que había sido insuflada en el primer hombre - ese mismo Espíritu descendió sobre él en el momento del bautismo. El mismo Espíritu que había hecho en los primeros humanos el maravilloso don más terrible de la libertad, pone también a Jesús frente a opciones importantes conduciéndolo a la soledad donde, como Adán y Eva en el paraíso terrenal, tendrá el encuentro con el tentador.

          Cada vez que el ser humano se encuentra en el desierto, en la soledad, debe elegir entre replegarse sobre si mismo en ésta soledad, o en ser un instrumento de comunión. La comunión es siempre entre dos personas teniendo cada una su identidad. Mientras más clara y bien afirmada sea la identidad, más posible es la comunión con el otro. Es el sentido del desierto donde está Jesús - que no es un desierto geográfico con un nombre, como el desierto de Judea, donde predicaba Juan Bautista, sino simplemente un desierto simbólico, el desierto absoluto. "Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto" dice simplemente el Evangelista.

 

           En éste desierto donde el ser humano se percibe a si mismo en su unicidad, la tentación es de encerrarse en si mismo, de no buscar más que la satisfacción de sus necesidades y se sus deseos individuales, de llevar todo hacia si mismo. Es la esencia de cada una de las tentaciones a las que está sometido Jesús.


          Está  en primer lugar la tentación de utilizar una especie de poder mágico para satisfacer su hambre. En cada uno de nosotros está ésta tendencia a querer satisfacer mi hambre, mi necesidad de dinero, mi necesidad de reconocimiento, mi vanidad. Jesús multiplicará los panes un día, mas será por compasión por el hambre de otros, para alimentar las multitudes.
Será un gesto de comunión y no de repliegue sobre si mismo.


          La segunda tentación es la de utilizar a Dios como un mago para responder a todos mis caprichos. "Tírate de lo alto del templo; y Dios te enviará sus ángeles para que te tomen en sus manos antes que toques la tierra." El dios aquí propuesto por el tentador es el Dios mago al que le rezamos en muchas de nuestras devociones más o menos supersticiosas donde nosotros queremos poner a Dios a nuestro servicio  más que entrar en verdadera comunión con Él.

          Pero la tentación más profunda, la más arraigada en el corazón del ser humano, es la del poder. Ella consiste en refugiarse en el desierto absoluto, la soledad altiva de aquel que quiere meter todo - las cosas y los hombres - a su servicio. Para tener este poder, basta con vender el alma al diablo.
"Todo aquello me pertenece", dice el demonio mostrándole a Jesús todo el universo. Te lo doy, si estás dispuesto a adorarme. En el ejercicio del poder - que es muy distinto al de la autoridad - todos los otros son negados en cuanto a seres de relación. Todas las personas y todas las cosas se convierten en objetos que permiten satisfacer la sed de poder que es la peor forma de aislamiento que puede conocer el hombre y que lo incapacita  para la verdadera comunión.


          Cada una de estas tentaciones, las vemos a diario en acción, si no somos ciegos, en cada una de nuestras vidas personales, en los grupos donde vivimos, ya sea nuestras familias, o nuestras comunidades, en las tensiones políticas en nuestro país, como asimismo entre los países en la escena internacional.


          No hay que esperar que éstas tentaciones desaparezcan. Forman parte de nuestra condición de humanos dotados de libertad. Pero Jesús a través de su vida como hombre nos ha revelado que es posible vencerlas, que es posible que las fuerzas de la comunión y de la vida sean más fuertes que la atracción de replegarse en sí mismos y de la muerte.


          Es viviendo en comunión con Él, que podemos encontrar la fuerza de vencer esta inclinación hacia la nada. La Eucaristía que juntos celebramos ésta mañana es a la vez una ofrenda que nos hace de nuestra comunión y de nuestra aceptación de ésta ofrenda.



Armand VEILLEUX

 

 

Traducido por Luis Gumucio

 

 

 

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