3º Domingo de Adviento (C )

 

  

So 3, 14-18 a

Flp 4, 4-7

Lc 3, 10-18

 

Tradicionalmente ha solido llamarse a este tercer Domingo de Adviento el Domingo ‘Gaudete’, es decir el Domingo de la alegría. Ahora bien, parece darse un contraste entre este tema de la alegría y la figura de Juan el Bautista, que nos presenta el Evangelio de este Domingo.

 Cuando pensamos en alegría, pensamos en fiestas y banquetes, en buenas comidas y buenas bebidas. ¡Juan no bebía más que agua y su régimen se limitaba a un menú de langostas y miel silvestre!

 ¡Cuando pensamos en alegría, nos imaginamos vestidos elegantes, al paso que la túnica de Juan estaba compuesta de un vestido de piel de camello y de un cinturón de cuero!

 ¡Cuando pensamos en alegría, pensamos en un comediante que provoca nuestra risa y que ayuda a su auditorio a sentirse bien en su  pellejo. La palabra que Juan más utilizaba era: ‘Arrepentíos’!

 Lo que sucede es que nosotros confundimos demasiado fácilmente la verdadera alegría y la auténtica felicidad con un sentimiento superficial de bienestar que hallamos en la diversión y el entretenimiento. Claro que en este caso buscamos con facilidad la alegría en la evasión, las fantasías, los placeres, y hacemos nuestra como consecuencia de ello una existencia totalmente superficial y sin sentido profundo.

 La vida de Juan el Bautista no era, qué duda cabe, una vida de diversión. Lo que no obsta para que aparezca en el Evangelio como un hombre profundamente dichoso – dichoso porque totalmente libre. Le ha sido confiada una misión, y vive tan sólo para esa misión. No se le plantea problema alguno en reconciliar esta misión con sus intereses personales, porque sencillamente no tiene intereses personales. No hay, pues, lugar alguno en su vida para la frustración. Es un auténtico pobre – uno de esos pobres que son capaces de ver el rostro de Dios. De hecho, cuando se llega Dios a nosotros en la persona de Jesús, es capaz de reconocerlo inmediatamente.

 No es posible ver a Dios más que a través de los ojos de Dios, y cuando  mira alguien con los ojos de dios, toda la realidad humana se le hace diferente. Ve a un tiempo la belleza y los pecados de la existencia humana. Ve una necesidad de conversión, donde otros ven una realización. El mensaje de Juan, tanto en su persona como en sus palabras, no es una llamada a satisfacción de la plena realización, sino un reconocimiento de la necesidad del hombre de desaparecer ante Dios.

 La alegría a la que invita Juan a todo el mundo es la de un corazón contrito y la de una existencia compartida: que quien tiene de a quien no tiene. Que busque cada uno su felicidad en la realización justa y honrada de su deber,  trátese de un recaudador de impuestos, de un soldado, o de otra cosa. Una vida para los otros es la forma más auténtica de alegría cristiana, desde que Cristo ha vivido y ha muerto para los demás – para nosotros.

 La celebración eucarística constituye una de las ocasiones privilegiadas que se nos ofrecen, en las que la verdadera alegría ha de ser recibida y comunicada a un tiempo. Todos nos llegamos a esta celebración con nuestras preocupaciones personales, con nuestras luchas, con nuestras experiencias de éxito o fracaso, y también – qué duda cabe? -  con un bagaje de cosas (ideas, convicciones, etc.) que, sumamente hablando, nos debieran separar. Lo que no obsta para que nos hallemos unidos en la alegría de sabernos todos salvados por el mismo Señor, Jesucristo.

 Ojalá pudiéramos ya desde ahora experimentar esa alegría que – como lo esperamos – habrá de brotar en su plenitud en cada uno de nosotros el día de Navidad..

 

 

 

Armand VEILLEUX