20 de Abril de 2003 -- Vigilia pascual

Evangelio : Marco 16, 1-8

 

Homilía

 

            El lenguaje de los Evangelios es muy a menudo un lenguaje altamente simbólico.  Cuanto más quieren transmitir un mensaje profundo y cuanto más tocan a lo que es verdaderamente central en la personal y en el mensaje de Jesús, tanto más los Evangelistas utilizan imágenes y símbolos.  La breve narración que acabamos de leer de la venida de las mujeres al sepulcro por la mañana de Pascua, en el Evangelio de Marco, es un buen ejemplo de eso.  Se perdería toda la enseñanza espiritual y teológica de esa narración si se la leería como una simple descripción de un acontecimiento histórico.  Consideremos unos de los detalles de esa narración simbólica.

 

            Nos acordaremos que, en la narración de la detención de Jesús, en el Evangelio de Marco, que hemos leído el domingo pasado, se manifestó un "joven" envuelto sólo en una sábana.  Le echaron mano, pero él, soltando la sábana se escapó desnudo (Marco 14,52).  El domingo, por la mañana, cuando las tres mujeres entran en el sepulcro, ven a un "joven" vestido de blanco sentado a la derecha. Marco de hecho no habla de un ángel sino de un "joven". En los dos casos este joven representa a Cristo mismo.  En el primer caso, suelta su vida mortal en los manos de los que lo prendieron para matarlo.  En el segundo caso reaparece vestido de blanco, es decir de su divinidad, como lo vieron sus discípulos en el momento de la Transfiguración, cuando sus vestidos se hicieron blancos como la nieve.  

 

            Las tres mujeres vieron al joven "sentado a la derecha".  Eso es una alusión al salmo 109 donde Dios dice al Mesías : "Siéntate a mi derecha".  Las tres mujeres deben aceptar que Jesús ha muerto y que no lo verán más en su existencia mortal.  El cadáver que venían a embalsamar no está allá más.  Más la losa pesada que representa al peso de su falta de fe ha sido removida.  Pueden ahora entender que la vida ha vencido la muerte y que Jesús es verdaderamente el Mesías.

 

            El joven les da un mensaje que deben trasmitir a los discípulos, quienes huyeron en el momento de la Pasión, incluso a Pedro que ha negado a su maestro (es sin duda la razón porque Pedro está nombrado aquí aparte).  El mensaje es que lo verán en Galilea.  En otras palabras, deben renunciar a su sueño de un Mesías entronizado en Jerusalén.  Deben dejar Jerusalén y regresar a  su vida cotidiana en su Galilea natal.  El joven no dice a las mujeres de narrar lo que vieron en el sepulcro.  La experiencia que hicieron, los discípulos y Pedro tienen que hacerla ellos mismos, pero no en Jerusalén.

 

            Es allá, en Galilea que el milagro se hará.  En efecto, el más grande milagro del Resucitado es sin duda el hecho de haber reavivado la esperanza de la comunidad de sus discípulos y de haberlos motivado a anunciar la buena noticia en todas las partes del mundo.  Nada, ni la traición de Judas, ni aquella de Pedro, ni los errores de los unos y de los otros, ni las amenazas y las persecuciones impidieron a ese pequeño grupo de trasmitir fielmente el mensaje que ha llegado hasta nosotros.

 

            Los corazones de todos estaban heridos.  Nadie había bien entendido el mensaje.  Todos merecían reproches y todos necesitaban el perdón.  En esas circunstancias, restituir a la comunidad de los discípulos una cohesión interna en el perdón mutual, la solidaridad, la fraternidad y la igualdad, era una cosa humanamente imposible.  Pero es lo que hice la presencia y la fuerza interior del Resucitado.  Un aspecto importante de la resurrección de Jesús fue esa transformación interiora de un pequeño grupo de discípulos en una comunidad.

 

            Pascua es la fiesta del perdón, de la esperanza, de la cohesión comunitaria que hice de un pequeño grupo de discípulos débiles y heridos, capaces de trasformar la marcha de la historia.  Es la historia que somos llamado a continuar.

 

Armando Veilleux